Sus oficiales sabían todo eso. De hecho, Dogah lo comentó entre risas con Galdar y Samuval mientras observaban a los Dragones Azules descender en círculos para aterrizar. Todo el ejército de Mina estaba en formación en el campo de batalla, con excepción de los pocos que seguían trabajando en la pira. El funeral de la muchacha se realizaría a mediodía, la hora que ella misma había señalado.
—¿Crees que realmente arriesgarían el cuello por salvar a ese viejo buitre avaro? —preguntó Samuval, que seguía con la mirada las evoluciones aéreas de los Azules—. Por lo que he oído, a la mayoría de su personal le gustaría verlo rebotar contra las rocas mientras cae a una sima sin fondo.
—Targonne se hace acompañar sólo por oficiales a los que debe grandes sumas de dinero para asegurarse de que lo rescatarán, llegado el caso —gruñó Dogah.
Los reptiles tomaron tierra, levantando una gran nube de polvo con sus alas; de esa nube salieron los jinetes de dragones que, al ver la guardia de honor esperando, se encaminaron hacia allí. El cuadro de oficiales de Mina salió al encuentro de su señoría.
—¿Cuál de ellos es? —preguntó Samuval, ya que no conocía personalmente al cabecilla de los Caballeros de Neraka. La mirada curiosa del capitán pasó sobre los altos y fornidos caballeros de semblante severo que se dirigían hacia ellos con rápidas zancadas.
—El alfeñique que va en el medio —dijo Galdar.
Creyendo que el minotauro le tomaba el pelo, Samuval rió con incredulidad y miró a Dogah; advirtió que éste contemplaba en tensión al tipo bajito, que agitaba la mano para apartar el polvo y casi iba doblado por la mitad a causa de la tos. También Galdar observaba con fijeza al hombrecillo mientras abría y cerraba los puños.
Targonne no tenía mucha presencia; era retacón y algo patizambo. No le gustaba llevar armadura completa porque le hacía rozaduras y la única concesión a su rango era el peto. Éste, una pieza cara, de artesanía, estaba hecho del mejor acero y repujado con oro, apropiado para su elevada posición. Debido al hecho de que tenía los hombros caídos, el pecho hundido y era un poco cargado de espaldas, el peto no le encajaba muy bien, se descolgaba hacia adelante, dando la desdichada impresión de que era un babero atado al cuello de un niño en lugar de la armadura de un gallardo caballero.
Samuval no se sintió impresionado por el aspecto de Targonne; sin embargo, había oído comentarios sobre el carácter despiadado y cruel de su señoría, de manera que no le pareció raro que sus dos compañeros se mostraran tan aprensivos con esa reunión. Todos sabían que Targonne había sido el responsable de la prematura muerte de la anterior cabecilla de los caballeros, Mirielle Abrena, y de un gran número de sus partidarios, aunque nadie mencionaba tal cosa en voz alta.
—Targonne es astuto, taimado y perspicaz, además de poseer la sorprendente habilidad de sondear profundamente la mente de las personas —advirtió Dogah—. Algunos afirman incluso que utiliza esa habilidad para infiltrarse en la mente de sus enemigos y someterlos a su voluntad.
No era de extrañar, pensó Samuval, que el fornido Galdar, que habría podido levantar a Targonne y lanzarlo al aire como a un niño, estuviera jadeando de nerviosismo. El apestoso olor bovino del minotauro era tan intenso que Samuval se movió contra el viento para no vomitar.
—Estad preparados —advirtió Galdar en un bajo retumbo.
—Dejadle que escudriñe nuestras mentes. Se llevará una sorpresa con lo que encontrará en ellas —dijo secamente Dogah, que se adelantó y saludó a su superior.
—Vaya, Galdar, me alegra volver a verte —comentó Targonne con tono agradable. La última vez que había visto al minotauro, éste había perdido el brazo derecho en la batalla. Incapaz de combatir, Galdar había rondado por Neraka con la esperanza de encontrar un empleo. Targonne podría haberse librado de la inútil criatura, pero consideraba al minotauro una curiosidad.
»Así que has conseguido un brazo nuevo. Esa curación debe de haberte costado lo tuyo. No tenía idea de que nuestros oficiales estuviesen tan bien pagados. O tal vez es que encontraste una buena talega. Supongo que conoces, Galdar, la regla que estipula que todos los tesoros descubiertos por quienes están al servicio de la caballería han de entregarlos a la organización.
—El brazo fue un regalo, milord —contestó Galdar, con la mirada fija por encima de la cabeza de Targonne—. Un regalo del dios Único.
—Del dios Único —se maravilló Targonne—. Entiendo. Mírame, Galdar. Me gusta ver los ojos de la persona con la que hablo.
El minotauro obedeció de mala gana, y al punto Targonne entró en su mente. Tuvo la visión de nubarrones tormentosos, vientos violentos, aguaceros. Una figura salió de la tormenta y empezó a caminar hacia él. La figura era una chica con la cabeza afeitada y ojos ambarinos. Aquellos ojos se prendieron en los de Targonne y un rayo cayó delante de él. Se produjo un estallido de luz blanca, deslumbrante, y se quedó cegado durante unos segundos, parpadeando para aclararse la vista. Cuando por fin pudo volver a ver, contempló el desierto valle de Neraka, los negros monolitos, brillantes por la lluvia, y la tormenta alejándose tras las montañas. Por más que lo intentó, Targonne no consiguió penetrar más allá de aquella cordillera, no logró salir de aquel maldito valle. Apartó su mente de la de Galdar.
—¿Cómo has hecho eso? —demandó, mirando ceñudo al minotauro.
—¿Hacer qué, milord? —protestó Galdar, obviamente sorprendido. Su extrañeza era real, no fingida—. No me he movido del sitio, señor.
Targonne gruñó. El minotauro había sido siempre un bicho raro. Sacaría más de un humano. Se volvió hacia el capitán Samuval; no le había hecho gracia encontrar a ese hombre entre los oficiales que habían salido a recibirlo. Samuval había sido un caballero en otro tiempo, pero luego había renunciado o lo habían expulsado, no lo recordaba bien, aunque lo último era lo más probable. Samuval no era más que un mercenario arrastrado que dirigía a su propia compañía de arqueros.
—Capitán Samuval —dijo Targonne dando un desagradable tonillo al bajo rango, y a continuación penetró en la mente del guerrero.
Andanada tras andanada de flechas surcaron el aire con el feroz zumbido de mil avispas. Las flechas dieron en el blanco, traspasaron armaduras y cotas de malla negras, atravesaron gargantas y derribaron caballos. Sonaron los gritos de los moribundos, espantosos, y las flechas siguieron cayendo y los cadáveres empezaron a amontonarse, obstruyendo el paso de manera que los que iban detrás se vieron obligados a dar media vuelta y enfrentarse al enemigo, que casi había salvado el paso, a punto de alzarse con una gloriosa victoria.
Una flecha se disparó contra él, contra Targonne. Voló certera, hacia su ojo. Intentó esquivarla, huir, pero no podía moverse. El proyectil atravesó su ojo y llegó al cerebro; el violento y repentino dolor le hizo llevarse las manos a la cabeza, convencido de que el cráneo iba a estallarle. La sangre le nubló la vista, y, mirara donde mirase, todo tenía un velo rojo.
El dolor desapareció rápidamente, tanto que Targonne se preguntó si no lo habría imaginado. Al encontrarse con las manos en la cabeza, hizo como si estuviera apartándose el cabello de la cara e intentó nuevamente escudriñar la mente de Samuval. Sólo vislumbró sangre.
Trató de contener el flujo, de aclarar la visión, pero la sangre siguió manando alrededor y, finalmente, se dio por vencido. Parpadeó, experimentando la extraña sensación de que tenía los párpados pegados, y asestó una mirada iracunda a ese irritante capitán, buscando alguna señal que indicara que el hombre no era lo que parecía, un simple soldado normal y corriente, sino un hechicero astuto y muy inteligente, un Túnica Gris o místico renegado que se ocultaba bajo ese disfraz. Los ojos del capitán eran de los que seguían el vuelo de la flecha hasta que ésta daba en el blanco. Nada más.
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