Margaret Weis - El río de los muertos

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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—¿Vas a dudar siempre, Galdar? —le preguntó Mina.

Él la miró con aprensión, temeroso de su ira, pero vio que su sonrisa era afectuosa y benévola.

—Perdóname, Mina —balbuceó—. No volveré a dudar, lo prometo.

—Sí que la harás, Galdar —afirmó la joven—, pero no estoy enfadada. Sin escépticos no habría milagros.

Él le besó la mano.

—Levántate, Galdar —ordenó Mina, cuya voz se endureció al igual que el ámbar de sus ojos—. Levántate y prende al que buscaba mi muerte.

Mina señaló al asesino.

No apuntó con el dedo al desdichado Silvanoshei, que la miraba de hito en hito con aturdida sorpresa e incredulidad.

Su índice apuntaba a Targonne.

13

Vengar a los muertos

Morgham Targonne no creía en los milagros. Los había visto todos en sus tiempos, había visto el humo y había visto los espejos. Como todo lo demás en este mundo, los milagros se podían comprar y vender en el mercado como el pescado, y como pescado pasado, dicho fuera de paso, ya que todos apestaban. Tenía que admitir que el espectáculo que acababa de presenciar era bueno, mejor que la mayoría. No podía explicarlo, pero estaba convencido de que existía una explicación. Debía encontrarla. Y la buscaría en la mente de esa chica.

Lanzó una sonda mental a la pelirroja cabeza de Mina tan rápida y directa como una flecha. Cuando descubriera la verdad, la desenmascararía ante sus bobalicones seguidores. Les revelaría lo terriblemente peligrosa que era y ellos se lo agradecerían...

En su mente vio eternidad, esa que no es para ser contemplada jamás por ningún mortal.

Ninguna mente mortal puede abarcar la pequeñez que contiene la inmensidad.

Ningún ojo mortal puede ver esa cegadora luz para la esclarecedora oscuridad.

La carne mortal se marchita en el fuego gélido del ardiente hielo.

Los espíritus mortales no pueden comprender la vida que empieza en la muerte ni la muerte que vive en la vida.

Ciertamente, ninguna mente mortal como la de Targonne. Una mente que dividía el honor por la ambición y multiplicaba el beneficio por la avaricia. Las cifras que eran la suma de su vida estaban partidas por la mitad, y divididas por dos otra vez, y otra vez más, y al final era una mera fracción.

Los grandes se sienten humildes incluso con un atisbo de eternidad. Los ruines tiemblan de miedo. Targonne estaba aterrorizado. Era una rata en aquella insondable inmensidad, una rata acorralada que no podía encontrar un rincón.

Empero, incluso al final, la rata acorralada es una rata astuta. La astucia era lo único que le quedaba a Targonne. Miró alrededor y vio que no tenía ningún amigo, ningún aliado. Los únicos que tenía eran aquellos que lo servían por miedo o ambición o necesidad, y todos y cada uno de esos insignificantes intereses no eran más que polvo barrido por una mano inmortal. Su culpabilidad era obvia hasta para el más necio. Podía negarla o aceptarla.

Torpemente, con el borde del flojo peto golpeando contra sus huesudas rodillas, Targonne se arrodilló ante Mina en una actitud de humildad abyecta.

—Sí, es cierto —lloriqueó, derramando con esfuerzo un par de lagrimillas—. Planeé tu muerte. No tenía otra opción. Se me ordenó que lo hiciera. —Mantenía la cabeza inclinada humildemente, pero se las arregló para echar una ojeada para ver cómo se recibía su alegato—. Malystryx ordenó tu muerte. Te teme, y con razón.

Pensó que era el momento de levantar la cabeza y compuso el gesto para que armonizara con sus palabras.

—Me equivoqué, lo admito. Temía a Malystryx. Pero ahora veo que ese temor era infundado. Ese dios tuyo, el dios Único... un dios magnífico, maravilloso y poderoso. —Enlazó las manos ante sí—. Perdóname. Déjame servirte, Mina. ¡Déjame servir a tu dios!

Miró los ojos ambarinos y se vio a sí mismo, un insignificante insecto corriendo frenéticamente hasta que el ámbar fluyó sobre él y lo dejó inmovilizado.

—Predije que algún día te arrodillarías ante mí —manifestó Mina, y su tono no era petulante, sino dulce—. Te perdono. Y, lo que es más importante, el Único te perdona y acepta tu servicio.

Targonne, sonriendo para sus adentros, empezó a levantarse.

—Galdar —siguió Mina—, tu espada.

El minotauro desenvainó la enorme y curva espada y le enarboló. La mantuvo suspendida sobre la cabeza de Targonne un momento, lo suficiente para dar tiempo al cobarde a entender lo que iba a pasar. El grito de terror de Targonne, el chillido de una rata moribunda, se cortó de golpe por el barrido de la cuchilla que le separó la cabeza del tronco. La sangre salpicó a Mina. La cabeza rodó a sus pies y se paró, cara abajo, en un horripilante charco de sangre, barro y ceniza.

—¡Salve, Mina, Señora de la Noche! —gritó el general Dogah.

—¡Salve, Mina, Señora de la Noche! —corearon los soldados, y sus voces llevaron el clamor al cielo.

Asombrados por lo que habían visto y oído, los elfos se aterraron por la brutal muerte, incluso de alguien que tan sobradamente había merecido un castigo. Sus himnos de alabanza se apagaron en una nota discordante y se quedaron pasmados al ver que Mina ni siquiera se molestaba en limpiarse la sangre que la había salpicado.

—¿Cuáles son tus órdenes, Mina? —preguntó Dogah al tiempo que saludaba.

—Tú y los hombres bajo tu mando os quedaréis aquí para mantener Silvanesti en nombre de los Caballeros de Neraka —contestó Mina—. Enviarás ricos tributos a la gran señora Malystryx en mi nombre. Eso debería aplacarla, sin despertar su interés por lo que pasa fuera de su cubil.

—¿Dónde vamos a encontrar ese rico tributo, Mina? —inquirió Dogah mientras se rascaba la barba.

La muchacha hizo un gesto a Samuval para que soltara a Fuego Fatuo, y el caballo corrió hacia ella y le dio con el hocico. Mina acarició afectuosamente el cuello del animal y empezó a quitarle las alforjas.

—¿Dónde crees que puedes encontrarlo, Dogah? —preguntó a su vez—. En la tesorería real de la Torre de las Estrellas. En los hogares de los miembros de la Casa Real. En los almacenes de los mercaderes elfos. Hasta el más pobre de estos silvanestis —continuó a la par que tiraba al suelo las alforjas— posee reliquias familiares escondidas.

El general soltó una risita.

—¿Y qué hay de los propios elfos? —preguntó.

Mina echó una mirada al cadáver decapitado, al que algunos soldados hacían rodar sin miramientos hacia la base de la pira.

—Prometieron servir al Único, y el Único los necesita ahora —respondió—. Que aquellos que se han comprometido con el Único cumplan su promesa colaborando con nosotros para mantener el control sobre el país.

—No lo harán, Mina —adujo seriamente Dogah—. Su promesa de servicio no llegará a ese extremo.

—Te llevarás una sorpresa, Dogah —comentó la joven—. Como todos nosotros, los elfos han estado buscando algo más allá de sí mismos, algo en que creer. El Único se los ha proporcionado, y muchos acudirán a su servicio. Los silvanestis que le son fieles le erigirán un templo en el corazón de Silvanost. A los clérigos elfos del Único se les otorgará el poder de la curación y el don para hacer otros milagros.

»Antes, sin embargo, Dogah, el Único esperará que demuestren su lealtad. Deberán ser los primeros en entregar sus riquezas y deberán ser los que tomen las riquezas de aquellos que sean reacios a hacerlo. De los elfos que afirman ser fieles al dios Único se espera que denuncien a los que son enemigos del Único, incluso si se trata de sus propios amantes, esposos o esposas, padres o hijos. Todo esto les pedirás, y aquellos que sean realmente fieles harán el sacrificio. Si no lo hacen, pueden servir igualmente al Único muertos como lo servirían vivos.

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