Margaret Weis - El río de los muertos

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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—Ah, ya me parecía a mí que tenía que haber algún truco en todo esto —comentó Samar.

Entonces apareció el extraño dragón de la muerte, y los elfos intercambiaron miradas sombrías.

—¿Qué es eso? —se preguntó en voz alta Alhana—. ¿Qué augura?

Samar no tenía respuesta. En sus cientos de años de vida, había deambulado por casi todos los rincones de Ansalon y no había visto nada como esa horrible criatura.

Los elfos oyeron a la chica acusar a Targonne, y aunque muchos no entendían su lengua, pudieron deducir la importancia de sus palabras por la expresión del rostro del hombre condenado. Presenciaron cómo su cuerpo descabezado se desplomaba en el suelo sin hacer comentarios ni mostrar sorpresa. Un comportamiento tan brutal sólo podía esperarse de los humanos.

Cuando la flota de dragones multicolores formó un horrible arco iris en el cielo sobre Silvanesti, el canto de muerte subió de tono hasta convertirse en un himno chillón. Los elfos se agazaparon en las sombras y temblaron cuando el miedo al dragón se apoderó de ellos. Se aplastaron contra los árboles muertos; no podían hacer otra cosa que pensar en la muerte, ni veían otra imagen que la de su propio fin.

Los dragones se marcharon, llevándose a la extraña chica. Los Caballeros de Neraka cayeron sobre los silvanestis, llevando la salvación en una mano y la muerte en la otra.

A Alhana casi se le partió el corazón al oír los gritos de los primeros en caer víctimas de la ira de los caballeros negros. Empezaba a salir humo de la hermosa ciudad. Sin embargo, extendió la mano para retener a Rolan, de los Kirath, que se había incorporado, espada en mano.

—¿Dónde demonios vas? —demandó la elfa.

—A salvarlos o a morir con ellos —repuso Rolan, sombrío.

—Un gesto estúpido. ¿Vas a desperdiciar tu vida por nada?

—¡Tenemos que hacer algo! —gritó Rolan, que tenía el semblante lívido—. ¡Hemos de ayudarlos!

—Somos treinta —respondió Alhana—. Los humanos nos superan, docenas de ellos por cada uno de nosotros. —Volvió la vista hacia el claro y señaló a los silvanestis que huían—. Si nuestro pueblo les plantara cara y luchara, quizá podríamos ayudarlos, pero... ¡mira eso! ¡Míralos! ¡Algunos huyen dominados por el pánico, otros se quedan y entonan alabanzas a ese falso dios!

—La humana es lista —dijo Samar en voz queda—. Con su engaño y sus promesas ha seducido a nuestro pueblo, tan seguro como ha seducido a ese pobre chico perdidamente enamorado. No podemos hacer nada para ayudarlos. No ahora. No hasta que prevalezca la razón. Pero sí podemos ayudarlo a él.

Las lágrimas corrían por las mejillas de Rolan. Cada grito de muerte de un elfo parecía golpearlo, ya que su cuerpo se estremecía. Estaba irresoluto, parpadeando mientras contemplaba el humo que ascendía de Silvanost. Alhana no lloraba. Ya no le quedaban lágrimas.

—¡Samar, mira! —señaló Kiryn—. Silvanoshei. Se lo llevan. Si vamos a hacer algo, más vale que lo hagamos rápido, antes de que lleguen a la ciudad y lo encierren en alguna mazmorra.

El joven rey estaba de pie en el campo de batalla, a la sombra de la pira de Mina, y parecía aturdido hasta rayar la insensibilidad. No miraba para ver qué le ocurría a su pueblo. No hacía movimiento alguno. Contemplaba fijamente, como petrificado, el punto donde ella había estado. Cuatro humanos —soldados, no caballeros— se habían quedado para vigilarlo. Dos lo agarraron y empezaron a tirar de él, llevándoselo casi a rastra, mientras los otros dos los seguían alertas, con las espadas desenvainadas.

Sólo cuatro. Los demás caballeros y soldados habían salido corriendo para llevar a cabo el sometimiento y el saqueo de Silvanost, situada a menos de dos kilómetros de distancia. Su campamento se había quedado vacío, con excepción de esos cuatro y el príncipe.

—Haremos lo que hemos venido a hacer —dijo Alhana—. Rescataremos al príncipe. Ahora es nuestra oportunidad.

Samar se incorporó de su escondite, lanzó un penetrante grito que imitaba el del halcón, y el bosque pareció cobrar vida cuando los elfos guerreros salieron de las sombras.

Samar indicó con un gesto a sus guerreros que avanzaran. También Alhana se incorporó, pero se quedó parada un momento y puso la mano en el hombro de Rolan.

—Perdóname, Rolan de los Kirath —dijo—. Conozco tu dolor y lo comparto. Hablé con precipitación. Hay algo que sí podemos hacer.

Rolan la miró, con los ojos todavía brillantes de lágrimas.

—Podemos jurar que regresaremos para vengar a los muertos —concluyó Alhana.

Rolan asintió con gesto fiero.

Aferrando su arma, Alhana corrió para alcanzar a Samar, e instantes después ambos se reunían con el grupo de guerreros elfos, que salieron en silencio y sin ser vistos de las sombras susurrantes.

Los soldados que retenían a Silvanoshei lo llevaban de vuelta a Silvanost. Los cuatro hombres estaban molestos y rezongaban que se habían perdido la diversión de saquear e incendiar la ciudad elfa.

El joven rey avanzaba a trompicones por el irregular terreno, ciego, sordo, ajeno a todo. No oía los gritos, no olía el humo de la destrucción ni lo veía alzarse en columnas de la ciudad. Sólo veía a Mina. Sólo olía el humo de su pira. Sólo oía su voz entonando la letanía del dios Único. El dios al que veneraba. El dios que los había unidos a los dos. «Eres el Elegido.»

Recordó la noche de la tormenta, la noche que los ogros habían atacado el campamento. Recordaba cómo la tormenta había hecho arder su sangre. La había comparado con una amante. Recordaba la desesperada carrera para intentar salvar a los suyos, y el rayo que lo había derribado barranco abajo y dentro del escudo.

El Elegido.

¿Cómo había podido pasar el escudo cuando nadie podía hacerlo?

El mismo relámpago cegador iluminó su mente.

Mina había cruzado a través del escudo.

El Elegido. La mano del dios Único. Una mano inmortal que lo había tocado con una caricia de amante. La misma mano que había descargado el rayo para cerrarle el paso y alzar el escudo para dejarlo pasar. La mano inmortal que le había señalado el camino hacia Mina en el campo de batalla, la misma que había guiado las flechas que acabaron con Cyan Bloodbane. La mano que se había posado sobre la suya y le había otorgado la fuerza para arrancar de raíz el Árbol Escudo.

La mano inmortal lo sostenía, lo envolvía, lo sanaba, y él se sentía reconfortado, como se sintió en los brazos de su madre la noche que los asesinos intentaron matarlo. Era el Elegido. Mina se lo había dicho. Se entregaría al Único. Dejaría que esa mano reconfortante lo guiara por el camino escogido. Mina lo estaría esperando al final de ese camino.

¿Qué quería de él ahora el Único? ¿Qué planes tenía para él? Era un prisionero, encadenado y aherrojado.

Silvanoshei jamás había rezado a un dios. Después de la Guerra de Caos no habían quedado dioses para escuchar las plegarias. Sus padres le habían dicho que los mortales estaban solos y tenían que arreglárselas en el mundo por sí mismos. Le parecía, al mirar atrás, que los mortales habían hecho una gran pifia de todo.

Quizá Mina tenía razón cuando le dijo que no la amaba a ella, sino al dios que había en ella. Se mostraba tan segura, tan firme, tan dueña de sí misma. Jamás dudaba. Nunca había tenido miedo. En un mundo de oscuridad, donde todos los demás caminaban a ciegas, dando trompicones, sólo ella poseía el don de la vista.

Silvanoshei ni siquiera sabía cómo rezar a un dios. Sus padres jamás le hablaron de la antigua religión. Era un tema muy doloroso para ellos. Se sentían dolidos, sí, pero también airados. Los dioses, con su marcha, habían traicionado a quienes habían puesto su fe en ellos.

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