Pero ¿cómo saber con certeza que el Único se preocupaba por él? ¿Cómo saber si era realmente el Elegido?
Decidió probar al dios Único, una prueba que le daría segundad y confianza, del mismo modo que un niño se las procura confirmando con pequeñas pruebas que sus padres lo quieren de verdad. Así pues, Silvanoshei oró humildemente, para sus adentros:
«Si quieres que haga algo, me es imposible estando prisionero. Ponme en libertad y me someteré a tu voluntad.»
—¡Señor! —gritó uno de los soldados que marchaba en la retaguardia—. Detrás...
Lo que quiera que fuese a decir se cortó en un grito. La punta de una espada asomó por su vientre. Lo habían acuchillado por la espalda con un golpe tan feroz que atravesó la cota de malla que llevaba. Cayó de bruces y fue pisoteado por unos guerreros elfos a la carrera.
Los guardias que lo sujetaban lo soltaron mientras se volvían para luchar. Uno de ellos llegó a desenvainar la espada, pero no tuvo tiempo de utilizarla, ya que Rolan le cercenó el brazo. La siguiente estocada del Kirath se dirigió a la garganta del soldado, que se desplomó sobre un charco de su propia sangre. El otro guardia murió antes de que su mano llegara al arma. La espada de Samar lo decapitó de un tajo. Al cuarto hombre lo despachó hábilmente Alhana Starbreeze, que hundió su acero en el cuello del humano.
Tan perdido estaba en su fervor religioso Silvanoshei, que apenas fue consciente de lo que ocurría, de los gruñidos de dolor y los gritos sofocados, de los cuerpos desplomándose pesadamente en el suelo. Un momento antes, los soldados lo llevaban casi a rastras y, de pronto, al alzar la cabeza, vio el rostro de su madre.
—¡Hijo mío! —exclamó quedamente Alhana, que tiró la espada ensangrentada y estrechó a Silvanoshei contra sí.
—¿Madre? —preguntó el joven, aturdido, ya que al principio, cuando los brazos lo rodearon con maternal amor, era otro rostro el que había visto—. Madre... —repitió, perplejo—. ¿Dónde...? ¿Cómo...?
—Mi reina —advirtió Samar.
—Sí, lo sé —contestó la elfa, que soltó de mala gana a su hijo. Luego, tras limpiarse las lágrimas, añadió—: Te lo contaré todo, hijo. Mantendremos una larga conversación, pero ahora no hay tiempo. Samar, ¿puedes quitarle las cadenas?
—Manten la vigilancia —ordenó Samar a un elfo— y avísame si alguien nos ha detectado.
—No es probable, comandante —respondió con gesto sombrío—. Están demasiado ocupados con la matanza.
Samar examinó las argollas y las cadenas y luego sacudió la cabeza.
—No hay tiempo para quitaros esto, Silvanoshei. No hasta que nos encontremos lejos de Silvanost y hayamos dejado atrás la persecución. Haremos todo lo que podamos para ayudaros a lo largo del camino, pero debéis ser fuerte, alteza, y soportar esta carga un poco más.
La expresión y el tono de Samar denotaban duda. Había visto a Silvanoshei hecho unos zorros, completamente hundido, en el campo de batalla, y estaba preparado para encontrar al joven elfo destrozado, desmoralizado, sin preocuparle si vivía o moría, y sin ganas de hacer un esfuerzo en uno u otro sentido.
Silvanoshei se irguió. Al principio se había sentido confuso; su rescate se había producido demasiado deprisa, y ver a su madre lo había conmocionado, pero ahora había tenido tiempo para pensar y comprendió con júbilo que el Único había intervenido, había respondido a su plegaria. Era el Elegido. Las manillas se le hincaban en las muñecas, cortándole la carne y haciéndole sangrar, pero aguantó el dolor de buena gana como testimonio de su amor por Mina y su recién descubierta fe en el Único.
—No necesito que tú ni nadie me ayude, Samar —contestó con tranquilidad—. Puedo soportar esta carga todo el tiempo que sea necesario. Y ahora, como bien has dicho, debemos darnos prisa. Mi madre corre peligro aquí.
Disfrutando de la expresión estupefacta del comandante elfo, Silvanoshei apartó con el hombro al pasmado guerrero y empezó a caminar torpemente hacia el bosque.
—Ayúdalo, Samar —ordenó Alhana mientras recogía su espada. Miró a su hijo con cariño y orgullo, y también con algo de inquietud. Había cambiado, y a pesar de decirse a sí misma que la terrible prueba por la que había pasado cambiaría a cualquiera, esa mudanza le resultaba perturbadora. No era tanto el hecho de que hubiese pasado de ser un muchacho a ser un hombre, sino que había dejado de ser su hijo para convertirse en un adulto al que no conocía.
Silvanoshei se sentía imbuido de energía. Las cadenas no pesaban; eran de plumón y seda. Empezó a correr, torpemente, tropezando y trastabillando de vez en cuando, pero se las arreglaba por sí mismo tan bien como podría haberlo hecho con ayuda. Los elfos guerreros lo rodearon, protegiéndolo, pero no había nadie para detenerlos. Los Caballeros de Neraka habían actuado rápidamente para tomar Silvanost y envolver la ciudad con sus propias cadenas, forjadas con hierro, fuego y sangre.
Los elfos y su rey liberado viajaron hacia el norte durante un corto trecho, aunque lo bastante lejos para no oler el humo de la destrucción. Luego giraron hacia el este, guiados por Rolan, y llegaron al río, donde los Kirath tenían barcas preparadas para llevar a Silvanoshei corriente arriba, al norte del campamento de las tropas de Alhana. Descansarían durante un rato. No encendieron lumbres y montaron guardia.
Silvanoshei se las había arreglado para mantener el paso de los demás, aunque al final de la jornada respiraba trabajosamente, los músculos le ardían y sus manos estaban cubiertas de sangre, que resbalaba de los cortes de las muñecas. Se cayó más de una vez y, finalmente, porque su madre se lo suplicó, permitió que otros elfos lo ayudaran. No salió una sola queja de sus labios, y siguió adelante con una resolución tal que incluso se ganó la aprobación de Samar.
Una vez que llegaron a la orilla del río y a una relativa seguridad, los elfos empezaron a golpear sus grillos con hachas. Silvanoshei permaneció sentado e inmóvil, sin encogerse, aunque las afiladas palas a veces pasaban peligrosamente cerca de sus pies o sus piernas, con riesgo de cortárselos. Saltaban chispas del hierro, pero las cadenas no se rompían y, finalmente, después de que las palas de las hachas estuvieron melladas, los elfos no tuvieron más remedio que darse por vencidos. Sin una llave no podían quitar las manillas ni los grilletes que ceñían las muñecas y los tobillos de Silvanoshei.
Alhana le aseguró a su hijo que una vez que hubiesen llegado al campamento el herrero haría una llave que encajara en los rodetes de las cerraduras y se los quitarían.
—Hasta entonces, haremos en barca el resto del camino. El viaje no será tan penoso para ti, hijo mío.
Silvanoshei se encogió de hombros, con indiferencia. Soportaba el dolor y la incomodidad con gran entereza. Acompañado por el tintineo de las cadenas, el joven se tendió en el suelo, arropado con una manta, sin protestar.
Alhana se sentó a su lado. Un gran silencio envolvía la noche, como si todas las criaturas estuvieran conteniendo el aliento, asustadas. Sólo el río seguía hablando, la rápida corriente pasando veloz junto a ellos, susurrando para sí en un profundo y dolido murmullo al saber el terrible espectáculo que le esperaba aguas abajo, detestando tener que seguir viajando pero incapaz de detener su fluir.
—Debes de estar agotado, hijo mío —musitó Alhana en voz muy baja—, y no te tendré despierto mucho tiempo, pero quiero decirte que lo entiendo. Has vivido momentos muy difíciles, has experimentado acontecimientos que habrían abrumado a los hombres mejores y más sabios, y tú sólo eres un joven. Tengo que confesar que temía encontrarte destrozado por lo que ha ocurrido hoy. Me daba miedo que estuvieras tan enredado en las trampas de la bruja humana que nunca podrías librarte de ella. Sus trucos son impresionantes, pero no debes dejarte engañar por ellos. Es una bruja y una charlatana, y hace que la gente vea lo que quiere ver. El poder de los dioses ha desaparecido de este mundo, y no veo ningún indicio de su reaparición.
Читать дальше