Margaret Weis - El río de los muertos

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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—Comprendo —dijo Dogah.

Mina se agachó para desabrochar las correas de la silla de montar que ceñían el vientre de Fuego Fatuo. Sus caballeros habrían hecho gustosos ese trabajo por ella, pero en el momento que uno de ellos hacía un movimiento hacia el caballo, Fuego Fatuo enseñaba los dientes y frenaba al hombre con mirada celosa.

—Te dejo al mando, Dogah. Hoy cabalgo hacia Solamnia con los que están bajo mi mando. Debemos llegar allí en dos días.

—¡Dos días! —protestó Galdar—. ¡Mina, Solamnia está al otro lado del continente! ¡A mil quinientos kilómetros, a través del Nuevo Mar! Semejante empresa es imposible...

Mina se irguió y miró a los ojos al minotauro. Galdar tragó saliva con esfuerzo.

—Semejante empresa sería imposible para cualquiera excepto para ti —rectificó, contrito.

—Para el Único, Galdar. Para el Único —lo corrigió Mina.

Quitó la silla a Fuego Fatuo y la soltó en el suelo. Por último, hizo lo mismo con la brida y la tiró junto a la silla.

—Empaquetad eso con el resto de mis cosas —ordenó.

Luego se abrazó al cuello del caballo y habló en voz baja al animal. Fuego Fatuo escuchó atentamente, con la cabeza inclinada y las orejas echadas hacia adelante para no perderse ni el menor susurro. Finalmente, Fuego Fatuo movió la testa arriba y abajo. Mina lo besó y lo acarició amorosamente.

—Estás en las manos del Único —dijo—. Él te traerá a mí sano y salvo cuando te necesite.

Fuego Fatuo irguió la cabeza y sacudió orgullosamente la crin; luego dio media vuelta y se alejó a galope, en dirección al bosque. Los que estaban en su camino tuvieron que apartarse de un salto, pues al animal le importaba poco si arrollaba a alguien.

Mina lo siguió con la mirada y entonces, como por casualidad, reparó en Silvanoshei.

El elfo había presenciado todo lo ocurrido con la expresión aturdida de quien camina en sueños y no puede despertar. Había contemplado cómo ardía la pira con un dolor que rayaba la locura. Presenció el triunfante regreso a la vida de Mina con incredulidad que desembocó en gozo. Tan convencido estaba de su culpabilidad que cuando la oyó acusar a su asesino se dispuso a morir. Ni siquiera ahora entendía lo que había pasado. Sólo sabía que su amada estaba viva. La miraba maravillado y desesperado, con esperanza y con desánimo, viendo todo y no entendiendo nada.

La muchacha caminó hacia él. Silvanoshei intentó levantarse, pero las cadenas lo doblaban con su peso, dificultando sus movimientos.

—Mina... —Intentó hablar, pero sólo fue capaz de farfullar a causa de la hinchazón de la cara y la mandíbula rota.

La joven tocó su frente y el dolor se disipó al tiempo que la mandíbula se curaba. Desaparecieron los moretones y la inflamación. Silvanoshei le cogió las manos y las besó apasionadamente.

—¡Te amo, Mina!

—No soy digna de tu amor —dijo ella.

—¡Pues claro que sí, Mina! —dijo atropelladamente—. Seré un rey, pero tú eres una reina...

—No me has entendido, Silvanoshei —lo interrumpió suavemente—. Tu amor no debe ser para mí, sino para el Único, que me guía y dirige.

Retiró sus manos de las del elfo.

—¡Mina! —gritó, desesperado el joven.

—Que tu amor por mí te conduzca al Único, Silvanoshei —manifestó la muchacha—. La mano del Único nos unió, y su mano nos obliga a separarnos ahora, pero si dejas que Él te guíe, volveremos a estar juntos. Eres el Elegido del Único, Silvanoshei. Toma esto y guárdalo con fe.

Se quitó el anillo de rubíes del dedo, el aro envenenado, y lo soltó en la temblorosa mano del joven, tras lo cual se dio media vuelta y se alejó sin mirarlo una sola vez.

—¡Mina! —gritó Silvanoshei, pero ella no le hizo caso.

El joven elfo no prestaba atención a nada de lo que ocurría alrededor y siguió arrodillado en el ensangrentado suelo, con las manos encadenadas colgando flojamente ante sí, asiendo el anillo, contemplando a Mina con el corazón y el alma en sus ojos.

—¿Por qué le dijiste eso, Mina? —preguntó Galdar en voz baja mientras se apresuraba a ponerse a su lado para acompañarla—. El elfo no te importa nada, eso es evidente. ¿Por qué seguir engatusándolo con falsas esperanzas? ¿Para qué tomarse la molestia?

—Porque puede representar un peligro para nosotros, Galdar —repuso la muchacha—. Dejo un contingente reducido para dirigir una extensa nación. Si los elfos encontraran un cabecilla fuerte, podrían unirse y derrocarnos. En su interior alienta ese líder.

Galdar echó una ojeada hacia atrás y vio al joven elfo postrado en el suelo.

—¿Ese desgraciado llorica? Déjame que lo mate. —El minotauro puso la mano sobre la empuñadura de la espada que estaba manchada con la sangre de Targonne.

—¿Y hacer de él un mártir? —Mina sacudió la cabeza—. No, es mucho mejor para nosotros que se lo vea adorando al Único, sin hacer caso a los lamentos de su pueblo, porque esos lamentos se convertirán en maldiciones. No temas, Galdar —añadió mientras se ponía unos suaves guantes de montar—. El Único se ha ocupado de que Silvanoshei no sea ya una amenaza.

—¿Quieres decir que el Único le hizo esto? —inquirió el minotauro.

—Por supuesto, Galdar. El Único guía el destino de todos nosotros. El de Silvanoshei, el tuyo, el mío. —Los ojos ambarinos se quedaron prendidos en él largamente y luego añadió en voz queda, casi para sí misma:— Sé lo que sientes. También yo tuve dificultad en aceptar la voluntad del Único, tan contraria a la mía propia. Luché y me resistí contra ella durante mucho tiempo. Te contaré una historia y quizás así lo entiendas.

»Una vez, cuando era una niña, un pájaro entró volando en el lugar donde vivía. Las paredes eran de cristal y el pájaro podía ver el exterior, el sol, el cielo azul y la libertad. Se lanzaba contra el cristal intentando frenéticamente regresar al aire libre, bajo la luz del sol. Tratamos de cogerlo, pero no nos dejaba acercarnos a él. Por fin, herido y agotado, el pájaro cayó al suelo y se quedó allí tendido, tembloroso. Goldmoon lo recogió, le acarició las plumas y curó sus heridas. Luego lo llevó fuera y lo liberó.

»Yo era como ese pájaro, Galdar. Me lanzaba contra las paredes de cristal creadas por mí, y cuando estuve magullada y herida el Único me recogió, me curó y ahora me guía y me lleva, como lo hace con todos nosotros. ¿Lo entiendes, Galdar?

El minotauro no estaba seguro de entenderlo, de querer entenderlo, pero contestó afirmativamente porque deseaba complacerla, que se borrara el ceño de su frente y que la luz volviera a sus ojos ambarinos. Ella lo miró larga e intensamente y luego se volvió a la par que ordenaba enérgicamente:

—Llama a los hombres. Que recojan su equipo y se preparen para emprender el viaje a Solamnia.

—Sí, Mina.

La joven se detuvo y se volvió a mirarlo. Sus labios se curvaron ligeramente.

—No me has preguntado cómo llegaremos allí, Galdar —dijo.

—No, Mina. Si me dices que vuele, espero que me crezcan alas.

La joven rió alegremente. Su ánimo era excelente, chispeante y vivaz. Señaló hacia el horizonte.

—Ahí tienes, Galdar —dijo—. Así es como volará un minotauro.

El sol descendía hacia el poniente, hundiéndose en un halo de fuego y sangre. Galdar contempló un espectáculo emocionante en su terrible belleza. Los dragones llenaban el cielo, y el sol resplandecía en alas rojas y azules, brillando a través de ellas como lo haría un fuego a través de cristales de colores. Las escamas de los Dragones Negros rutilaban con oscuros reflejos irisados, las de los Verdes como esmeraldas esparcidas sobre cobalto.

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