Asomándose por una de las contadas ventanas del piso superior que todavía existían —muchas otras que recordaba habían sido selladas—, Palin contempló el espeso bosque de cipreses que se extendía ondulante, como un mar verde, hasta el horizonte. Mirase en la dirección que mirase, sólo veía aquella inmensa extensión verde, un océano de ramas, hojas y sombras. Ningún camino atravesaba la masa forestal, ni siquiera una trocha de animales, pues en la fronda reinaba un silencio inquietante. No cantaban pájaros, no chillaba, gruñona, ninguna ardilla, ningún buho ululaba, ninguna paloma arrullaba. Ningún ser vivo vagaba por el bosque. La Torre no era un barco meciéndose en aquel océano. Era un sumergible en sus profundidades, perdido de la vista y el conocimiento de quienes vivían en el mundo que había más allá.
El bosque era el territorio de los muertos.
Una de las ventanas que quedaban estaba situada en el nivel inferior de la Torre, a unos palmos de la enorme puerta de roble. Se asomaba al suelo del bosque, un suelo donde las sombras eran densas, ya que la luz del sol rara vez conseguía penetrar a través de las hojas que formaban un dosel en lo alto.
Entre las sombras, vagaban los espíritus; su aspecto no era agradable. Con todo, Palin se sentía fascinado por ellos, y a menudo se quedaba allí, temblando de frío, con los brazos cruzados dentro de las mangas para darse calor, observando la congregación de muertos siempre en movimiento de aquí para allí.
Se quedaba mirándolos hasta que ya no se sostenía de pie, y entonces daba media vuelta, su propia alma dividida entre la lástima y el horror, sólo para sentirse de nuevo empujado a regresar a la ventana.
Aparentemente, los muertos no podían entrar en la Torre. Palin no los percibía cerca de él, como los había sentido en la Ciudadela. No notaba aquella extraña sensación de cosquilleo cuando usaba su magia para realizar conjuros, una sensación que había achacado a mosquitos o fragmentos de telarañas o un mechón despeinado o cualquiera de otras cien explicaciones corrientes. Ahora sabía que lo que había sentido eran las manos de los muertos, robándole la magia.
Encerrado solo en la Torre, con Tasslehoff, Palin dedujo que era Dalamar quien había dado esa orden a los muertos. Dalamar había estado usurpando la magia. ¿Por qué? ¿Qué hacía con ella? Ciertamente, pensó Palin con sarcasmo, Dalamar no la utilizaba para renovar la decoración.
Podría habérselo preguntado, pero no encontraba al Túnica Negra. Y Tasslehoff, al que había reclutado para ayudar en la búsqueda, tampoco había dado con él. En la Torre, había que reconocer, existían muchas puertas cerradas mágicamente tanto para el kender como para él; sobre todo para el kender.
Tasslehoff pegaba la oreja a esas puertas, pero ni siquiera él, con su afinado oído, había sido capaz de detectar sonido alguno al otro lado de las hojas de madera, incluida la que conducía a los que, si Palin no recordaba mal, eran los aposentos de Dalamar.
Palin había llamado a esa puerta, con los nudillos y a voces, pero no había recibido respuesta. O Dalamar hacía oídos sordos deliberadamente o no se encontraba allí. Ahora empezaba a pensar que se trataba de lo primero, y tal cosa le ponía furioso. Se le pasó por la cabeza la idea de que a Tas y a él los habían llevado allí y abandonado después para que acabaran sus días como prisioneros en la Torre, rodeados y vigilados por los muertos.
—No —rectificó Palin, hablando en voz baja para sí mismo mientras observaba a través de la ventana de la planta baja—, los muertos no son guardianes. También son prisioneros.
Los espíritus abarrotaban las sombras bajo los árboles, incapaces de hallar descanso, de encontrar paz, vagando sin norte, en constante movimiento. A Palin le era imposible calcular su número; miles, decenas de miles, centenares de miles. No vio entre ellos a nadie conocido. Al principio había esperado encontrar a su padre, confiando en que él le daría alguna respuesta a las incontables preguntas que hervían en su mente febril, pero enseguida comprendió que su búsqueda de un espíritu entre miríadas de ellos era como intentar encontrar un grano de arena en una playa. Si Caramon hubiese estado en posición de llegar hasta él, sin duda lo habría hecho.
Palin recordaba ahora claramente la visión que había tenido de su padre en la Ciudadela de la Luz. En esa visión, Caramon había luchado para llegar hasta su hijo a través de la multitud de muertos que rodeaban al mago. Había intentado decirle algo, pero antes de que pudiera hacerse entender, había sido arrastrado por alguna fuerza invisible.
—Me parece muy, muy triste —comentó Tasslehoff, que tenía la frente pegada en la ventana, oteando a través del cristal—. Mira, ahí hay un kender. Y otro. Y otro más. ¡Hola! —Tas golpeó con los nudillos en la ventana—. ¡Eh, hola! ¿Qué lleváis en los saquillos?
Los espíritus de los kenders muertos hicieron caso omiso de aquel saludo habitual entre los de su raza —una pregunta que ningún kender vivo habría podido resistir— y enseguida se perdieron de vista entre la multitud de almas: elfos, enanos, humanos, minotauros, centauros, goblins, hobgoblins, draconianos, gullys, gnomos, y otras razas que Palin jamás había visto y a las que sólo conocía por haber leído sobre ellas. Vio lo que creyó que eran espíritus de theiwars, los enanos oscuros, una raza maldita. Vio almas de dimernestis, elfos que vivían en el fondo del mar y cuya existencia había sido tema de debate desde siempre. Vio almas de thanois, las extrañas y temibles criaturas del Muro de Hielo.
Allí estaban amigos y enemigos. Espíritus goblins caminaban al lado de espíritus humanos. Los de draconianos se deslizaban cerca de los de elfos. Minotauros y enanos deambulaban hombro con hombro. Ningún espíritu hacía caso de otro, no era consciente de los demás o no parecía conocer su existencia. Cada cual seguía su propio camino, concentrado en una búsqueda, una búsqueda imposible, según parecía, ya que en los rostros de todos ellos Palin percibía el deseo vehemente de hallar lo que fuera, desánimo y desesperación.
—Me pregunto qué estarán buscando —dijo Tasslehoff.
—Una salida —contestó Palin.
Se echó al hombro una mochila en la que llevaba varios de los panes hechos con magia y un odre de agua. Tomando una decisión, sin darse tiempo para pensarlo bien por miedo a cambiar de idea, se dirigió a la puerta principal de la Torre.
—¿Adónde vas? —inquirió Tas.
—Fuera.
—¿Me llevas contigo?
—Por supuesto.
Tas miró con ansia la puerta, pero se quedó atrás, cerca de la escalera.
—No vamos a regresar a la Ciudadela para buscar el ingenio de viajar en el tiempo, ¿verdad?
—Querrás decir lo que queda de él —repuso amargamente Palin—. No. Si es que hay alguna pieza que no esté dañada, cosa que dudo, los draconianos de Beril habrán recogido los fragmentos y ahora estarán en poder de la Verde.
—Bien —dijo Tas, soltando un suspiro de alivio. Absorto en colocar bien los saquillos para el viaje, no reparó en la mirada fulminante del mago—. De acuerdo, te acompaño. La Torre es un lugar muy interesante para hacer una visita, y me alegro de haber venido, pero al cabo de un tiempo se vuelve aburrido. ¿Dónde crees que está Dalamar? ¿Por qué nos trajo aquí para después desaparecer?
—Para alardear de su poder ante mí —contestó Palin, deteniéndose delante de la puerta—. Imagina que estoy acabado. Quiere quebrantar mi espíritu, obligarme a que me humille y le suplique que me libere. Pues se va a encontrar con que ha atrapado un tiburón en su red, no un pececillo de agua dulce. Hubo un tiempo en que creí que quizá podría sernos de cierta ayuda, pero ya no. No pienso ser un peón en su juego de khas. —Miró intensamente al kender—. No llevarás encima ningún objeto mágico, ¿verdad? Nada que hayas encontrado en la Torre.
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