—No, Palin —contestó el kender con los ojos muy redondos en un gesto de inocencia—. No he descubierto nada. Como he dicho antes, ha sido un aburrimiento.
—¿Nada que hayas encontrado y que tenías intención de devolver a Dalamar, por ejemplo? —insistió el mago—. ¿Nada que se haya caído en tus saquillos cuando no estabas mirando? ¿Nada que recogieras para que nadie se tropezara con ello?
—Bueno... —Tas se rascó la cabeza—. Quizá...
—Esto es muy importante, Tas —dijo Palin en tono serio. Echó una ojeada a la ventana—. ¿Ves los muertos ahí fuera? Si llevamos algo mágico intentarán cogérnoslo. Mira, me he quitado todos los anillos y el pendiente que Jenna me dio. He dejado mis bolsitas con los ingredientes de hechizos. Sólo como medida de seguridad, ¿por qué no dejas también tus saquillos aquí? Dalamar te los cuidará —añadió en tono tranquilizador, ya que el kender aferraba contra sí sus bolsas y lo miraba horrorizado.
—¿Que deje mis saquillos? —protestó, angustiado, como si Palin le hubiese pedido que dejara su cabeza o su copete—. ¿Volveremos a buscarlos?
—Sí. —Decir una mentira a un kender no era mentir realmente, sino más bien actuar en defensa propia.
—En ese caso, supongo... Puesto que es tan importante... —Tas se desprendió de los saquillos, despidiéndose de cada uno de ellos con una palmadita, y los amontonó a buen recaudo en un rincón oscuro, debajo de la escalera—. Espero que nadie los robe.
—Me parece poco probable. Quédate ahí, junto a la escalera, donde no estorbes. Y no me interrumpas. Voy a lanzar un conjuro. Avísame si viene alguien.
—¿Me sitúas en la retaguardia? ¿Cierro la marcha? —Tas estaba encantado con la idea y olvidó inmediatamente sus saquillos—. ¡Nadie me había puesto a retaguardia hasta ahora! Ni siquiera Tanis.
—Sí, tú te... eh... ocupas de la retaguardia. Vigila atentamente, y no me molestes sea lo que sea lo que me veas hacer o me oigas decir.
—De acuerdo, Palin, lo haré —prometió solemnemente el kender, que ocupó su posición, pero enseguida volvió dando brincos—. Perdona, Palin, pero puesto que estamos solos en la Torre, ¿contra quién se supone que tengo que proteger la retaguardia?
El mago se exhortó a tener paciencia para sus adentros antes de contestar.
—Si, por ejemplo, el hechizo de cerrojo mágico incluye salvaguardias, realizar un contraconjuro en la cerradura podría provocar que esos guardianes aparecieran.
—¿Te refieres a esqueletos, espectros y cadáveres andantes? —Tas parecía entusiasmado—. Oh, espero que pase... Es decir, espero que no ocurra eso —rectificó rápidamente al ver la expresión torva del mago—. Vigilaré, lo prometo.
Tas regresó a su puesto, pero no bien Palin empezaba a evocar las palabras del conjuro, sintió un tirón en la manga.
—¿Sí, Tas? —Palin luchó contra la tentación de arrojar al kender por la ventana—. ¿Qué pasa ahora?
—¿Es porque tienes miedo de los espectros y los cadáveres andantes por lo que no has intentado escapar hasta ahora?
—No, Tas. Es porque tenía miedo de mí mismo.
—Dudo que pueda guardarte la espalda contra ti mismo, Palin —comentó el kender tras reflexionar unos segundos.
—En efecto, Tas, no puedes. Y ahora, vuelve a tu puesto.
Palin calculó que disponía de quince segundos de paz antes de que la novedad de estar en retaguardia perdiera interés y Tasslehoff volviera a darle la lata. Se aproximó a la puerta, cerró los ojos y extendió las manos.
No tocó la puerta, sino la magia que la rodeaba. Sus dedos rotos... Recordaba un tiempo en que eran largos, delicados y ágiles. Buscó la magia, tanteó como un hombre ciego; al percibir un cosquilleo en las yemas de los dedos, lo embargó la emoción. Había hallado un hilo de magia; lo alisó y encontró otro, y otro más, hasta que el encantamiento vibró bajo su toque. El tejido mágico era suave y fino, un fragmento cortado de un relámpago y colgado sobre la puerta. No era un conjuro sencillo, pero tampoco excesivamente complejo. Uno de sus alumnos aventajados habría podido deshacerlo. Ahora era su orgullo el que estaba herido.
—Siempre me subestimaste —murmuró al ausente Dalamar. Tiró de un hilo, y el tejido de magia se deshizo en sus manos.
La puerta se abrió.
Un soplo de aire fresco, impregnado del penetrante olor de los cipreses, penetró en la Torre como habría hecho una persona en la boca de un ahogado para intentar devolverle la vida. Los espíritus que vagaban entre las sombras de los árboles interrumpieron su incesante ir y venir y centenares de ellos se volvieron al unísono para contemplar la Torre con sus ojos sombríos. Ninguno se movió hacia allí, ninguno hizo intención de aproximarse. Permanecieron suspendidos, vigilando, en el aire susurrante.
—No usaré magia —les dijo Palin—. Sólo tengo comida y agua en mi mochila. Me dejaréis en paz. —Llamó a Tas con un ademán, un gesto innecesario puesto que el kender brincaba ya a su lado—. Quédate cerca de mí, Tas. No es momento para salir a explorar por ahí. No debemos separarnos.
—Lo sé —contestó, excitado, el kender—. Todavía ocupo el puesto de retaguardia. ¿Adónde vamos, exactamente?
Palin miró al otro lado de la puerta. Años atrás había una escalera de piedra y un patio; ahora el primer escalón se apoyaba sobre una capa de agujas muertas de ciprés, que rodeaba la Torre como un foso seco. Los propios cipreses formaban un muro alrededor del pardo foso, y sus verdes ramas creaban un dosel bajo el que podrían caminar. Parados en las sombras de los árboles, vigilantes, se hallaban los espíritus de los muertos.
—Vamos a buscar un camino, un sendero, cualquier cosa que nos conduzca fuera de este bosque —contestó Palin.
Metió las manos en las mangas para hacer hincapié en el hecho de que no iba a utilizarlas, cruzó el umbral y se encaminó directamente a la línea de árboles. Tas lo siguió, representando su papel de vigilante de retaguardia intentando mirar hacia atrás al mismo tiempo que caminaba hacia adelante, toda una proeza de agilidad para la que, al parecer, se necesitaba cierta práctica, ya que el kender estaba teniendo dificultades.
—¡Deja de hacer eso! —instó Palin, prietos los dientes, la segunda vez que Tasslehoff chocó contra él. Se acercaban a la línea de árboles y Palin sacó una mano de la manga justo el tiempo suficiente para agarrar a Tas por el hombro y obligarlo a darse media vuelta—. Mira hacia adelante.
—Pero si estoy en retaguardia... —protestó Tasslehoff, que se interrumpió antes de acabar la frase—. Oh, entiendo. Lo que te preocupa es lo que tenemos delante.
Los muertos no tenían cuerpos; habían dejado atrás la envoltura de carne fría como las mariposas dejaban sus capullos. Otrora, al igual que mariposas tras la metamorfosis, esos espíritus habrían volado libres al nuevo destino que los aguardaba al final del viaje, fuera cual fuera. Ahora estaban atrapados, como si se encontraran dentro de un frasco colosal, obligados a vagar sin rumbo, buscando una salida.
Tantas almas, un río que se arremolinaba en torno a los troncos de los cipreses, cada una de ellas una gota de agua en un caudaloso torrente. Palin apenas podía distinguir una de otra. Los rostros pasaban deslizándose veloces, manos o brazos o cabello ondeando detrás cual diáfanos pañuelos de seda. Las caras eran lo más terrible, pues todas lo miraban con un ansia que lo hacía vacilar, aflojar el paso. El roce del aliento, que él había tomado erróneamente por el soplo del aire, le rozó la mejilla; percibió palabras susurradas y sufrió un escalofrío.
«La magia —decían—. Danos la magia.» Lo miraban. Al kender no le hacían caso. Palin vio que el kender movía los labios y casi adivinó sus palabras, pero no las oyó. Era como si tuviese los oídos taponados con los susurros de los muertos.
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