Margaret Weis - El río de los muertos

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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—Sí, Tas, podría haber muerto. Gracias. —Bajó la vista hacia el kender y su expresión torva se suavizó. Puso la mano en el hombro de Tas—. Muchísimas gracias.

Sus ojos volvieron de nuevo a la Torre y el gesto severo reapareció. El ceño hacía que las arrugas de su rostro se marcaran más profundas. Siguió mirando fijamente el edificio y, tras respirar hondo varias veces, se encaminó hacia él. Estaba muy pálido, incluso más que cuando se encontraba al borde de la muerte, y traslucía resolución. Más resolución de la que Tas había visto nunca en una persona.

—¿Dónde vas ahora? —preguntó, dispuesto a emprender otra aventura, aunque no le habría importado disfrutar de un breve descanso.

—A encontrar a Dalamar.

—Pero si lo hemos buscado y buscado y...

—No, no lo hemos hecho —replicó Palin. Ahora estaba furioso, y tenía intención de actuar antes de que su ira se enfriara—. ¡Dalamar no tiene derecho a hacer esto! No tiene derecho a retener a esas desdichadas almas.

Cruzó el umbral y empezó a subir la escalera espiral que conducía a los niveles altos del edificio. Se mantuvo cerca de la pared ya que la escalera no tenía barandilla al otro lado. Un paso en falso y se precipitaría al oscuro hueco.

—¿Vamos a liberarlos? —preguntó Tas, que subía detrás de Palin—. ¿Aun después de que han intentado matarte?

—No era su intención. No pueden evitarlo. Algo los impulsa a buscar la magia. Ahora sé quién está detrás de ello y me propongo detenerlo.

—¿Cómo lo haremos? —quiso saber el kender, anhelante. Palin no lo había incluido en su aventura exactamente, pero con seguridad se debía a un despiste—. Me refiero a detenerlo. Ni siquiera sabemos dónde está.

—Lo detendré aunque tenga que derribar esta Torre piedra a piedra —fue todo cuanto respondió Palin.

La larga y peligrosa ascensión de la escalera espiral a través de una oscuridad casi absoluta los condujo hasta una puerta.

—Ya he intentado eso —anunció Tas. Tras examinarla, le dio un empujón de prueba—. No cede.

—Oh, ya lo creo que sí.

Palin alzó las manos y pronunció una palabra. Empezó a brillar una luz azulada y en las puntas de sus dedos chisporrotearon llamas. El mago respiró hondo y extendió las manos hacia la puerta. Las llamas ardieron con mayor intensidad.

De pronto, silenciosamente, la puerta se abrió.

—¡Quieto, Tas! —ordenó Palin, ya que el kender se disponía a entrar de un salto.

—Pero si la has abierto —protestó Tas.

—No —dijo el mago con voz dura. Las llamas azules habían desaparecido—. Yo no la abrí.

Dio un paso adelante, observando atentamente el interior de la habitación. Los pocos rayos de sol que conseguían penetrar a través de las ramas extendidas de los cipreses, también tenían que salvar el obstáculo de polvo y barro acumulados durante años en las ventanas para iluminar la gruesa capa de polvo que cubría el interior de la estancia. Dentro reinaba un gran silencio.

—Quédate en el rellano, Tas.

—¿Quieres que me ocupe de la retaguardia otra vez? —preguntó el kender.

—Sí, Tas —contestó Palin en voz baja. Dio otro paso y ladeó la cabeza, atento a captar el más leve sonido. Entró despacio en la habitación—. Te ocuparás de la retaguardia. Avísame si se acerca alguien.

—¿Un espectro o un trasgo devorador de cadáveres? Por supuesto, Palin.

Tas se quedó en el rellano, saltando ora en un pie ora en otro, intentando ver lo que pasaba en la habitación.

—La retaguardia es un puesto realmente importante —se recordó a sí mismo el kender, nervioso porque no veía ni oía nada—. Sturm siempre cerraba la marcha. O Caramon. A mí nunca me asignaron la retaguardia porque Tanis decía que los kenders no son muy buenos para eso, principalmente porque nunca se quedan detrás...

»¡No te preocupes, Palin, ya voy! —gritó, cediendo a la tentación, y entró corriendo en la estancia—. Nada ni nadie se acerca a escondidas por detrás. Nuestra retaguardia es segura. ¡Oh!

Tas se detuvo de golpe. Tampoco es que tuviera otra opción. La mano de Palin lo sujetaba con inflexible firmeza por el hombro.

Dentro de la habitación estaba oscuro y hacía frío; incluso en el más caluroso día de verano seguiría oscura y fría. La luz invernal iluminaba estanterías ocupadas por innumerables libros. Junto a ellos había depósitos de rollos de pergaminos, semejantes a un panel de abejas, algunos de ellos ocupados, pero vacíos en su mayoría. Repartidos por el suelo había arcones de madera, cuyas tallas ornamentales se encontraban casi ocultas bajo el polvo. Las pesadas cortinas que cubrían las ventanas, así como las otrora hermosas alfombras, también estaban cubiertas de polvo y los tejidos deshilachados y podridos.

Al otro lado de la habitación había un escritorio, y alguien se encontraba sentado detrás de él. Tas estrechó los ojos, intentando ver mejor en la tenue luz grisácea. Ese alguien era un elfo de cabello largo y lacio que antaño había sido negro, pero que ahora tenía un irregular mechón canoso que se extendía desde la frente hacia atrás.

—¿Quién es? —preguntó en un susurro audible.

El elfo permanecía sentado, completamente inmóvil. Tas, creyendo que dormía, no había querido despertarlo.

—Dalamar —contestó Palin.

—¡Dalamar! —repitió el kender, estupefacto. Giró la cabeza para mirar a Palin, creyendo que le gastaba una broma. Si era así, Palin no se reía—. ¡Pero no puede ser! Él no está aquí. Lo sé porque aporreé la puerta y grite «Dalamar» muy, muy fuerte, y nadie respondió. Verás, grité así—: ¡Dalamar! —chilló—. ¡Hola! ¿Dónde has estado?

—No te oye, Tas. No puede oírte ni verte.

El hechicero permanecía sentado detrás del escritorio, con las delgadas manos enlazadas ante sí y los ojos mirando fijamente al frente. No se había movido al entrar ellos; sus ojos no se desviaron, como sin duda tendrían que haber hecho, ante el sonido de la penetrante voz del kender. No movió ni un dedo.

—Quizás está muerto —dijo Tas, sintiendo una curiosa sensación en el estómago—. Desde luego es lo que parece, ¿verdad, Palin?

El elfo continuó paralizado en la silla.

—No —contestó Palin—. No está muerto.

—Pues es un modo muy raro de echar una siesta —comentó Tas—. Sentado bien derecho. Quizá, si le doy un pellizco...

—¡No lo toques! —advirtió bruscamente el mago—. Está en éxtasis.

—Sé dónde está eso —afirmó Tas—. Al norte de Flotsam, a unos ochenta kilómetros. Pero Dalamar no está en Estasis, Palin. Está aquí mismo.

Los ojos del elfo, que habían permanecido abiertos y sin ver, se cerraron de repente. Permanecieron así largo rato. Volvía del estado de éxtasis, del encantamiento que había llevado su espíritu fuera del mundo, dejando su cuerpo atrás. Aspiró aire por la nariz, manteniendo los labios firmemente apretados. Cerró los dedos e hizo un gesto como de dolor. Los abrió y los cerró y luego empezó a frotárselos.

—La circulación se detiene —dijo Dalamar mientras abría los ojos y miraba a Palin—. Es muy doloroso.

—Qué lástima me das —dijo Palin.

La mirada de Dalamar se dirigió a los dedos rotos y retorcidos del otro mago. No comentó nada y siguió frotándose las manos.

—¡Hola, Dalamar! —saludó alegremente Tas, contento de tener la oportunidad de meter baza en la conversación—. Me alegra volver a verte. ¿Te he dicho ya cuánto has cambiado desde la última vez que te vi, en el primer funeral de Caramon? ¿Quieres que te lo cuente? Hice un discurso realmente bueno, y luego se puso a llover y todo el mundo, que ya estaba triste, se puso aún más triste, pero entonces tú realizaste un conjuro, un hechizo maravilloso que hizo que las gotas de lluvia resplandecieran y el cielo se llenara con muchos arco iris...

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