Margaret Weis - El río de los muertos

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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—No me refiero al banquete —dijo ella mientras desechaba las mesas bellamente adornadas, las flores fragantes y las miles de velas que iluminaban la noche—. Os doy las gracias por el honor que me hacéis esta noche. El regalo que vais a darme es algo que he deseado desde hace mucho tiempo, y para el que me he estado preparando. Confío en ser digna de él —añadió quedamente, casi con tono reverente.

Silvanoshei se quedó estupefacto y, durante un instante, sintió disminuir el placer de su regalo; tenía que haber sido una maravillosa sorpresa. Entonces el alcance de sus palabras penetró en su mente. El honor que le haría. El regalo que deseaba desde hacía mucho. Su esperanza de ser digna de ello. ¿Qué otra cosa podía significar sino que se refería al regalo de su amor?

Extasiado, besó fervorosamente la mano que le ofrecía. Se prometió a sí mismo que al cabo de unas horas besaría sus labios.

Los músicos dejaron de tocar. Sonaron unas campanillas anunciando la cena. Silvanoshei ocupó su lugar a la cabecera de la mesa, llevando a Mina de la mano y situándola a su derecha. Los otros elfos y los oficiales humanos ocuparon sus sitios o, al menos, eso supuso el joven rey; aunque no habría podido jurar ni eso, ni si había alguien más presente ni si las estrellas alumbraban el cielo ni si había hierba bajo sus pies.

Sólo era consciente de Mina. Kiryn, sentado enfrente de Silvanoshei, intentó hablar con su primo, pero el rey no escuchó una sola palabra. No bebía vino; se bebía a Mina con los ojos. No comía fruta; devoraba a la joven humana. La pálida luna no alumbraba la noche; Mina la iluminaba. La música era discordante comparada con la voz de ella. El ámbar de sus ojos lo envolvía. Existía en una dorada embriaguez de felicidad y, como ebrio de vino de miel, no cuestionó nada. Por su parte, Mina hablaba con los vecinos de mesa, encantándolos con su fluido elfo y su conversación sobre el Único y los milagros que ese dios realizaba. Apenas se dirigió a Silvanoshei, pero su mirada ambarina se posaba a menudo sobre él, y esa mirada no era cálida ni amorosa, sino fría, expectante.

Eso podría haberlo hecho sentirse inquieto, pero el joven monarca tocó la caja que guardaba junto a su corazón para tranquilizarse, evocó las palabras de Mina, y su inquietud desapareció.

«Turbación pudorosa», se dijo, y la observó mientras hablaba de ese dios Único, orgulloso de verla salir airosa entre sabios y eruditos elfos como su primo.

—Perdóname si te hago una pregunta sobre ese dios Único, Mina —dijo Kiryn con deferencia.

—No sólo te perdono, sino que te animo a hacerla —contestó la joven con una leve sonrisa—. No temo las preguntas, aunque algunos podrían temer las respuestas.

—Eres un oficial de los Caballeros de Takhisis...

—De Neraka —lo corrigió ella—. Somos Caballeros de Neraka.

—Sí, he oído que vuestra organización ha hecho ese cambio al haber partido Takhisis...

—Como lo hizo el dios de los elfos, Paladine.

—Cierto. —La expresión de Kiryn era muy seria—. Aunque se sabe que las circunstancias de la marcha de uno y otro son distintas. Aun así, eso no es relevante para mi pregunta. En su breve historia, los caballeros negros, sea cual fuere su denominación, han sostenido que los elfos son sus acérrimos e implacables enemigos. Nunca han mantenido en secreto su manifiesto de que planean purgar el mundo de elfos y apoderarse de sus tierras para sí mismos.

—Kiryn —intervino en tono enfadado Silvanoshei—, éste no es precisamente un tema para...

Mina puso su mano sobre la del rey, que sintió el roce como fuego en la carne, llamas que quemaban y cauterizaban por igual.

—Dejad hablar a vuestro primo, majestad —dijo la muchacha—. Continúa, por favor.

—En consecuencia, no entiendo por qué conquistáis nuestra tierra y nos... —Hizo una pausa, el gesto severo.

—¿Y os dejamos vivir? —terminó Mina por él.

—No sólo eso —dijo Kiryn—, sino que curáis a nuestros enfermos en nombre de ese dios Único. ¿Qué pueden importarle a ese dios, un dios de nuestros enemigos, los elfos?

Mina se recostó en el respaldo. Tomó la copa de vino e hizo girar el delicado recipiente de cristal entre sus dedos, observando cómo las velas parecían arder en el caldo.

—Supongamos que soy la dirigente de una gran urbe. Dentro de las murallas de la ciudad viven miles de personas que esperan que yo las proteja. Bien, en esa ciudad hay dos familias muy poderosas que se odian. Ambas se han jurado destruir a la otra. Luchan entre sí cada vez que se encuentran, creando conflictos y enemistad en mi ciudad. Digamos que un peligro amenaza de repente a mi ciudad, que la atacan fuerzas poderosas del exterior. ¿Qué ocurre? Si esas dos familias siguen luchando entre ellas, sin duda la ciudad caerá. Pero si las dos familias acuerdan unirse y combatir juntas contra ese enemigo, tendremos una oportunidad de derrotar a nuestro adversario en común.

—Y ese adversario en común sería... ¿quién? ¿Los ogros? —preguntó Kiryn—. Antes eran vuestros aliados, pero he oído que desde que os atacaron...

Mina sacudió la cabeza.

—Los ogros llegarán a conocer al dios Único. Acudirán a unirse a la batalla. Vamos, sé directo —lo animó, sonriéndole—. ¡Los elfos sois siempre tan comedidos! No temas herir mis sentimientos. No me enfadaré. Haz la pregunta que realmente quieres plantearme.

—De acuerdo. Eres responsable de desenmascarar al dragón. Eres responsable de su muerte. Nos descubriste la verdad sobre el escudo. Nos has dado la vida cuando podrías habérnosla quitado. Nada es gratis, se dice. Toma y daca. ¿Qué esperas que te demos a cambio? ¿Qué precio hemos de pagar por todo esto?

—Servir al Único —contestó Mina—. Eso es todo lo que se requiere de vosotros.

—¿Y si elegimos no servir a ese dios? —preguntó Kiryn, serio y ceñudo—. Entonces, ¿qué?

—Es el Único quien nos elige, Kiryn —repuso Mina con la vista prendida en la gota de fuego que titilaba en el vino—. Nosotros no lo elegimos a Él. Los vivos le sirven. Y también los muertos. Especialmente los muertos —añadió en un tono tan bajo, suave y nostálgico que sólo Silvanoshei la oyó.

Ese tono y su extraña expresión le asustaban.

—Vamos, primo —dijo el rey, lanzando a Kiryn una mirada iracunda, de advertencia—. Dejemos a un lado esas discusiones filosóficas. Me producen dolor de cabeza. —A continuación hizo una seña a los criados—. Servid más vino, traed fruta y pasteles. Y decidles a los músicos que vuelvan a tocar. Quizás así no lo oigamos —le dijo a Mina con una risa.

Kiryn guardó silencio, pero siguió mirando a Silvanoshei con expresión preocupada.

Mina no escuchó al joven rey. Sus ojos recorrían la multitud. Celoso de que cualquiera le robara la atención de la muchacha, Silvanoshei se dio cuenta enseguida de que buscaba a alguien. Siguió su mirada, reparó en dónde se detenía y vio que estaba localizando a todos sus oficiales. Sus ojos se posaron en cada uno de ellos, y todos y cada uno de ellos respondieron, ya fuera dándose por enterados con una mirada o, como en el caso del minotauro, con una ligera inclinación de la astada cabeza.

—No tienes que preocuparte, Mina —dijo Silvanoshei, dando un tono algo cortante a su voz para mostrar que estaba molesto—. Tus hombres se están comportando bien, mejor de lo que había esperado. El minotauro sólo ha roto su copa de vino, ha partido un plato, ha hecho un agujero en el mantel y ha eructado lo bastante fuerte para que se lo haya oído en Thorbardin. En conjunto, una velada muy satisfactoria.

—Nimiedades —musitó ella—. Tan intrascendente. Tan sin sentido.

Mina aferró la mano de Silvanoshei de repente, y el joven rey sintió como si los dedos de la joven le apretaran el corazón. Sus ojos ambarinos lo miraron.

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