—Silvanoshei —dijo Mina al cabo de unos instantes, durante los cuales calzadas y ciudades atrapadas en el dorado ámbar fueron reemplazadas paulatinamente por la imagen del joven elfo—. Pido disculpas por no ir a presentar mis respetos antes, majestad, pero he estado muy ocupada.
Atrapado en el ámbar, Silvanoshei forcejeó.
—¡Mina! ¡Presentar tus respetos! ¿Cómo puedes usar ese término conmigo? Te amo, Mina. Pensé que... Pensé que tú también me amabas.
—Y te amo, Silvanoshei —contestó suavemente la muchacha, con el mismo tono de alguien que hablara con un niño quejoso—. El Único te ama.
La resistencia del joven rey no le valió de nada; el ámbar lo absorbió, se endureció, lo inmovilizó.
—¡Mina! —gritó atormentado y se abalanzó hacia ella.
El minotauro se puso de un salto delante de la joven y desenvainó la espada.
—¡Silvan! —gritó, alarmado, Kiryn, que consiguió agarrarlo.
Las fuerzas abandonaron a Silvanoshei. La impresión era demasiado intensa. Se tambaleó y se desplomó en el suelo, agarrando el brazo de su primo, a punto de arrastrarlo en su caída.
—Su majestad no se encuentra bien. Llevadlo a sus aposentos. —Ordenó Mina, cuya voz se suavizó con un dejo de lástima al añadir:— Dile que rezaré por él.
Con ayuda de los sirvientes, Kiryn consiguió transportar a Silvanoshei a sus habitaciones. Fueron por corredores y escaleras secretas, pues no convenía que los cortesanos viesen a su monarca en condiciones tan lamentables.
Una vez en sus aposentos, Silvanoshei se tumbó en la cama y rehusó hablar con nadie. Kiryn se quedó con él, cada vez más preocupado, hasta casi ponerse también enfermo. Esperó hasta que, finalmente, comprobó con alivio que su primo dormía, superado su dolor por el agotamiento.
Imaginando que Silvanoshei dormiría durante horas, Kiryn fue a descansar también. Indicó a los sirvientes que su majestad se encontraba indispuesto y dio órdenes de que no fuera molestado. Los sirvientes corrieron las cortinas de los ventanales, dejando la habitación a oscuras, salieron de puntillas y cerraron la puerta con suavidad. Unos músicos se sentaron en la antesala y tocaron música suave para sosegar su reposo.
Silvanoshei durmió profundamente, como si estuviese drogado, y cuando despertó al cabo de unas cuantas horas se sentía atontado. Permaneció tumbado mirando las sombras, escuchando la voz de Mina. «Pido disculpas por no ir a presentar mis respetos antes, majestad, pero he estado muy ocupada...» «Rezaré por él...» Sus palabras eran afiladas cuchillas que le infligían una nueva herida cada vez que él las repetía. Y las repitió una y otra vez. Los aguzados puñales se clavaron en su corazón, en su orgullo. Sabía que ella lo había amado antes, pero ahora nadie creería tal cosa. Todos pensaban que lo había utilizado y lo compadecían, igual que se compadecía él.
Encorajinado, agitado, apartó las sábanas de seda y el cobertor de plumas bordado y abandonó el lecho. Su cabeza estaba febril con los mil planes que acudían a su mente. Planes para reconquistarla, para humillarla; planes nobles para realizar cosas grandiosas a despecho de ella; planes degradantes de arrojarse a sus pies y suplicarle que volviera a amarlo. Descubrió que ninguno de ellos extendía un bálsamo calmante sobre las terribles heridas. Ninguno de ellos aliviaba el terrible dolor.
Recorrió su habitación de un lado a otro, una y otra vez, pasando delante del escritorio, pero estaba tan ensimismado que no reparó en el extraño estuche de pergaminos hasta la vigésima vuelta, cuando un rayo de sol se coló a través de un resquicio en las cortinas de terciopelo, cayó sobre el estuche y lo iluminó, atrayendo así su atención.
Se paró, miró la caja fijamente, cavilando. El estuche no estaba allí esa mañana. De eso no le cabía duda. No era suyo; no llevaba el emblema real ni tenía la rica decoración de los que utilizaban sus mensajeros. Por el contrario, su aspecto era deteriorado, como si se hubiese utilizado muy a menudo.
Se le ocurrió la absurda idea de que el estuche pertenecía a Mina. Era un pensamiento completamente irracional, pero un ser enamorado es capaz de cualquier cosa. Extendió la mano para cogerlo, pero se detuvo.
Silvanoshei era un joven perdidamente enamorado, pero no estaba tan trastornado como para haber olvidado las lecciones de prudencia aprendidas al pasar gran parte de su vida huyendo de quienes buscaban acabar con su vida. Había oído comentarios sobre estuches de pergamino que guardaban en su interior serpientes venenosas o que se habían sometido a un conjuro para expulsar gases letales. Debería llamar a un guardia y ordenar que lo sacaran de la habitación.
—Después de todo, ¿qué más da? —se preguntó amargamente—. Si muero, pues que muera. Al menos así acabará este tormento. Y... ¡podría ser de ella!
Temerariamente, cogió el estuche. Examinó despacio el sello, pero la impresión en la cera estaba borrosa y fue incapaz de descifrarla. Lo rompió y tiró de la tapa con impaciencia, temblándole los dedos, y finalmente la sacó con tanta fuerza que un objeto salió lanzado y cayó en la alfombra, donde brilló al reflejar el único rayo de sol.
Se inclinó para observarlo extrañado y después lo recogió. Sostuvo, entre el pulgar y el índice, un pequeño anillo, un aro de rubíes que se habían tallado en forma de lágrima, o quizá sería más acertado describirlos como gotas de sangre. El anillo era una pieza de excelente factura. Sólo los elfos podían hacer un trabajo tan exquisito.
El corazón le latió con fuerza. El anillo era de Mina, seguro. ¡Lo sabía! Miró el interior del estuche y vio un papel enrollado. Dejó el anillo sobre el escritorio y sacó la carta. Las primeras palabras apagaron el rayo de esperanza que tan brevemente había reconfortado su corazón. «Mi querido hijo», empezaba la misiva. Sin embargo, a medida que avanzaba en la lectura, la esperanza renació con la intensidad de un fuego voraz, devorador.
«Mi querido hijo,
»Esta carta será breve, ya que he estado muy enferma. Me he recuperado, pero todavía sigo muy débil, demasiado para escribir. Una de mis damas hace de escribiente. Los rumores de que estás enamorado de una joven humana han llegado a mis oídos. Al principio me enojé, pero mi enfermedad me llevó tan cerca de la muerte que ha cambiado por completo mi forma de pensar. Sólo quiero tu felicidad, Silvanoshei. Este anillo posee propiedades mágicas. Si se lo das a una persona que te ama, asegurará que ese amor por ti perdure eternamente. Si se lo das a alguien que no te quiere, el anillo hará que te corresponda con un amor tan apasionado como el tuyo.
»Toma el anillo con la bendición de tu madre, mi querido hijo, y entrégaselo a la mujer que amas con un beso de mi parte.»
La carta iba firmada con el nombre de su madre, aunque no era su firma. Debía de haberla escrito una de las elfas que antaño eran damas de honor de Alhana pero que ahora se habían convertido en sus amigas, eligiendo compartir el destierro con ella y la dura vida de un proscrito. No reconocía la letra, pero tampoco era de extrañar. Sintió una punzada de preocupación por la mala salud de su madre, aunque recobró el ánimo al recordar que decía que se encontraba mejor. Su alegría, mientras miraba de nuevo el anillo y releía sus propiedades mágicas, fue indescriptible. Una alegría que arrolló toda lógica, toda razón.
Sosteniendo el preciado anillo en la palma de la mano, lo alzó a sus labios y lo besó. Empezó a hacer planes para un gran banquete, para mostrar al mundo entero que Mina lo amaba a él y sólo a él.
10
El Banquete de Compromiso
La Torre de las Estrellas bullía con el ajetreo de los preparativos. Su majestad, el Orador de las Estrellas, ofrecía un gran banquete en honor a Mina, la salvadora de los silvanestis. Habitualmente, un banquete así habría necesitado meses de preparación, días enteros dándole vueltas a la lista de invitados, semanas de consulta con los cocineros sobre el menú, más semanas decidiendo la disposición de la mesa y eligiendo las flores adecuadas. Era una muestra de la juventud e impetuosidad del joven rey, decían algunos, el hecho de que anunciase que el banquete se celebraría al cabo de veinticuatro horas.
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