—Conseguirlo quizá no sea tarea fácil, milord —contestó el ayudante—. Veréis en el informe de Dogah que éste aprueba y admira todo lo que Mina hace. Está encaprichado con ella. Sus hombres le son tan leales a esa mujer como sus propias tropas. Advertiréis que Dogah firma ahora su informe con la frase «en nombre del dios Único».
—Esa Mina los ha embrujado. Una vez que haya desaparecido y el hechizo se haya roto, recobrarán el sentido común. Pero ¿cómo librarnos de ella? Ése es el problema. No quiero que las fuerzas de Dogah se vuelvan contra mí...
Targonne cogió de nuevo el informe y lo releyó. Esta vez empezó a sonreír. Dejó la hoja en el escritorio, se recostó en el respaldo de la silla y se puso a desarrollar el plan que tenía en mente. Los números, pensó, cuadraban bien.
—¿Viven aún los prisioneros elfos? —preguntó de improviso.
—Sí, milord. Pensé que quizá podríais necesitarlos para alguna otra cosa.
—¿Dices que hay una mujer entre ellos?
—Así es, milord.
—Excelente. Los dos varones ya no me sirven para nada. Deshazte de ellos del modo que el verdugo encuentre más divertido, y trae aquí a la hembra. Necesito pluma y tinta, y asegúrate de que esté hecha con bayas o lo que quiera que sea que utilizan los elfos. También necesito un estuche de misivas de diseño y manufactura elfos.
—Creo que hay alguno en la tesorería, milord.
—Trae el menos valioso. Por último, quiero esto. —Targonne dibujó un diagrama y se lo tendió a su ayudante.
—Sí, milord —contestó el hombre tras examinarlo un momento—. Tendrá que hacerse especialmente.
—Por supuesto. Diseño elfo. Haz hincapié en eso. Y —añadió Targonne—, procura que el coste sea bajo.
—Naturalmente, milord.
—Una vez que haya plantado mis instrucciones en la mente de la elfa, se la enviará de vuelta a Silvanesti, dejándola cerca de la capital. Que uno de los mensajeros esté preparado para partir esta noche.
—Entendido, milord.
—Una cosa más —agregó el Señor de la Noche—. Yo mismo realizaré un viaje a Silvanesti dentro de los próximos quince días. No sé cuándo exactamente, de modo que ocúpate de que todo esté preparado para que pueda salir en cualquier momento.
—¿Por qué iréis allí, milord? —preguntó, sobresaltado, el ayudante.
—El protocolo requiere mi asistencia al funeral —contestó Targonne.
Silvanesti era un país ocupado; Silvanost era una capital ocupada. Los peores temores de los elfos se habían hecho realidad. Fue para protegerse exactamente de ese desastre por lo que habían autorizado que se levantase la barrera mágica. El escudo, la personificación de sus temores y desconfianza hacia el mundo, los había ido consumiendo lentamente, alimentándose de esos miedos para obtener una perniciosa vida para sí mismo. Cuando el escudo cayó, el mundo, representado por los soldados de los Caballeros de Neraka, marchó sobre Silvanost, y los elfos —enfermos y exhaustos— capitularon. Rindieron la ciudad a su más temido enemigo.
Los Kirath pronosticaron lo peor. Hablaron de campos de esclavos, de saqueos e incendios, de tormento y tortura. Instaron a los elfos a luchar hasta que la muerte se hubiese llevado hasta el último de ellos. Mejor morir libres, decían los Kirath, que vivir como esclavos.
Transcurrió una semana y ni un solo elfo varón fue sacado a rastra de su casa para torturarlo. No se había ensartado en picas a ningún bebé elfo. Ninguna mujer elfa había sido violada y abandonada para que muriera entre un montón de basura. Los caballeros negros ni siquiera entraron en Silvanost, sino que acamparon fuera de la ciudad, en el campo de batalla donde las tropas de Mina habían luchado y perdido y la propia Mina había sido hecha prisionera. La primera orden dada a los soldados de los caballeros negros fue no incendiar Silvanost, e incinerar los restos del Dragón Verde, Cyan Bloodbane. Un destacamento incluso luchó y derrotó a una partida de ogros, que, eufóricos al descubrir la desaparición del escudo, habían intentado llevar a cabo su propia invasión. Muchos jóvenes elfos llamaban salvadores a los caballeros negros.
Los niños elfos se habían curado y jugaban en la hierba, que ahora crecía verde, bajo el brillante sol. Las mujeres elfas paseaban por sus jardines, disfrutando de las flores que antes se consumían bajo el escudo pero que ahora empezaban a rebrotar. Los hombres elfos caminaban por las calles libremente y sin restricciones. El rey, Silvanoshei, seguía siendo el dirigente. Todos los asuntos se consultaban con los Cabezas de Casas. Un observador mal informado habría pensado que eran los caballeros negros quienes se habían rendido a los silvanestis.
Habría sido injusto decir que los Kirath se sentían decepcionados. Eran leales a su pueblo y se alegraban —y la mayoría daba las gracias por ello— de que hasta entonces el baño de sangre que habían esperado no se hubiese producido. Algunos de los miembros de mayor edad de los Kirath afirmaban que lo que les estaba ocurriendo a los elfos era mucho peor que eso. No les gustaba ese hablar continuamente sobre un dios Único. También desconfiaban de los caballeros negros, que, sospechaban, no eran tan amantes de la paz como daban a entender. Los Kirath habían oído rumores sobre compañeros emboscados que habían desaparecido, transportados a lomos de Dragones Azules, y de los cuales nunca más se había sabido nada.
Alhana Starbreeze y sus fuerzas habían cruzado la frontera cuando el escudo cayó, y ahora ocupaban un territorio al norte de la capital, más o menos a mitad de camino entre Silvanost y la frontera. Nunca permanecían en un sitio mucho tiempo, sino que se trasladaban de un campamento a otro, ocultando sus desplazamientos, camuflándose en los bosques que muchos de ellos, incluida la propia Alhana, antaño conocían y amaban. No es que Alhana temiese realmente que sus tropas y ella fueran descubiertas; los cinco mil hombres de los caballeros negros tenían trabajo más que suficiente con controlar Silvanost. El comandante sería un necio si dividiese sus tropas y las enviara a territorio desconocido, buscando elfos que habían nacido y crecido en los bosques. Pero Alhana había sobrevivido tanto tiempo porque nunca corría riesgos, de modo que los elfos siguieron desplazándose de un lado para otro.
No pasaba un solo día en el que Alhana no anhelara ver a su hijo. Yacía despierta por la noche haciendo planes para entrar a escondidas en la ciudad, donde su vida corría peligro, no sólo por parte de los Caballeros de Neraka, sino de su propio pueblo. Conocía Silvanost, conocía el palacio, ya que había sido su hogar. Por la noche los planes parecían factibles y estaba decidida a llevarlos a cabo. Por la mañana, cuando se los contaba a Samar, el guerrero señalaba todas las dificultades y le exponía todas las posibilidades de que la aventura terminara en desastre. Siempre acababa imponiendo su criterio, no tanto porque Alhana temiera lo que pudiera ocurrirle a ella si la descubrían, sino por lo que podría ocurrirle a Silvanoshei. Se mantenía informada de lo que pasaba en Silvanost a través de los Kirath; observaba, esperaba y se reconcomía, y, como todos los demás elfos, se preguntaba qué tramaban los caballeros negros.
A los Kirath, a hombres y mujeres como Rolan, Alhana Starbreeze, Samar y sus exiguas fuerzas de resistencia, les parecía que sus compatriotas habían vuelto a caer presa del hechizo de una pesadilla como la que se apoderó del país durante la Guerra de la Lanza. Excepto que esta ilusión era un sueño vivido con los ojos abiertos y no se la podía combatir, porque hacerlo sería luchar contra los soñadores. Los Kirath y Alhana hacían los planes que podían para cuando llegara el día en que el sueño terminara y los soñadores despertasen a una realidad de pesadilla.
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