Margaret Weis - El río de los muertos

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El río de los muertos: краткое содержание, описание и аннотация

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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Gilthas se mantuvo apartado de los otros, rememorando su infancia como había estado haciendo desde que se separó de su madre. Evocaba esos tiempos, pensaba en Laurana y en Tanis, en el amor y los tiernos cuidados que le habían prodigado, cuando vio a los guardias levantarse como impulsados por un resorte. Con las manos sobre las empuñaduras de las espadas, corrieron para formar un círculo protector a su alrededor.

Gilthas no había oído ningún ruido, pero eso no era de extrañar. Como solía decirle su esposa para tomarle el pelo, tenía «oídos humanos». Espada en mano, Planchet acudió junto a su rey. La Leona siguió en el centro del claro, escudriñando la oscuridad. Silbó las notas del canto del ruiseñor.

Llegó la respuesta, y La Leona silbó de nuevo. Los elfos se relajaron, aunque no bajaron la guardia. El corredor entró en el campamento y al divisar a La Leona se aproximó a ella; empezó a hablar en kalanesti, el lenguaje de los Elfos Salvajes.

Gilthas hablaba un poco esa lengua, pero sólo pudo captar fragmentos de la conversación, ya que ambos mantenían un tono bajo, además de que el corredor hablaba demasiado deprisa para entenderlo, interrumpiéndose sólo para coger aire. Gilthas se habría acercado para sumarse a la conversación, pero de repente fue incapaz de mover un solo músculo. Se daba cuenta, por el tono del corredor, que las noticias que traía no eran buenas.

Entonces vio a su esposa hacer algo que nunca había hecho: cayó de rodillas e inclinó la cabeza. La espesa melena le cubrió el rostro como un velo de luto. Se llevó las manos a los ojos y se echó a llorar.

Planchet cogió el brazo del joven monarca, pero éste se soltó de un tirón y echó a andar aunque ni siquiera sentía los pies, ni el suelo que pisaba, de manera que tropezó, aunque consiguió recuperar el equilibrio. Al oír que se aproximaba, La Leona recobró el control de sí misma. Se incorporó precipitadamente y salió a su encuentro. Le agarró las manos; las suyas estaban frías como las de un muerto, y Gilthas se estremeció.

—¿Qué ocurre? —demandó en una voz que no reconoció como la suya—. ¡Vamos, habla! Mi madre... —Fue incapaz de decirlo.

—Tu madre ha muerto —susurró La Leona, cuya voz sonaba temblorosa y ronca por el llanto.

Gilthas suspiró profundamente, pero su dolor era suyo. Como rey, tenía un pueblo en el que pensar.

—¿Qué ocurrió con el dragón? —preguntó duramente—. ¿Y Beryl?

—Beryl está muerta —respondió su esposa—. Hay algo más —se apresuró a añadir al ver que Gilthas iba a hablar—. El temblor que sentimos... —La voz le falló. Se humedeció los resecos labios antes de continuar—. Algo salió mal. Tu madre luchó sola. Nadie sabe por qué ni qué paso. Beryl llegó y... tu madre se enfrentó sola al dragón.

Gilthas inclinó la cabeza, incapaz de soportar el dolor.

—Laurana hirió a Beryl con la Dragonlance, pero no la mató. Furiosa, la Verde aplastó la Torre... Tu madre no pudo escapar...

La Leona guardó silencio un momento y después continuó hablando; su voz sonaba aturdida, como si no pudiese creer lo que estaba diciendo.

—El plan de atrapar al dragón funcionó. La gente tiró de las cuerdas para bajarla. El ataque de tu madre impidió que Beryl exhalara sus gases venenosos. Cuando la tuvieron en el suelo, parecía que había muerto, pero sólo estaba fingiendo. Beryl se levantó y estaba a punto de atacar cuando el suelo cedió bajo ella.

Gilthas miraba a su esposa fijamente, consternado, incapaz de hablar.

—Los túneles... —siguió la elfa mientras las lágrimas corrían por sus mejillas—. Los túneles se vinieron abajo con el peso del dragón. La Verde cayó y... y la ciudad se desplomó sobre ella.

Planchet soltó un grito ahogado. Los guardias elfos, que se habían ido acercando para escuchar, dieron un respingo y gritaron.

Gilthas no podía hablar, no podía emitir ningún sonido.

—Díselo —ordenó La Leona al corredor, con voz entrecortada, y volvió la cara hacia un lado—. Yo no puedo.

El corredor se inclinó ante el rey. El hombre tenía el semblante blanco y los ojos desmesuradamente abiertos. Empezaba a recobrar la respiración.

—Majestad —dijo, hablando en el lenguaje qualinesti—, me apena profundamente deciros que la ciudad de Qualinost no existe. No ha quedado nada de ella.

—¿Hay supervivientes? —preguntó Gilthas, más con un gesto que con palabras.

—No podía haberlos, majestad —contestó el elfo—. Qualinost es ahora un lago. Nalis Aren. Un lago de muerte.

Gilthas se abrazó a su esposa, y ella lo estrechó con fuerza mientras murmuraba palabras de consuelo incoherentes que no podían dar consuelo. Planchet lloraba sin rebozo, como los guardias elfos, que empezaron a musitar plegarias por las almas de los muertos. Apabullado, abrumado, incapaz de asimilar la enormidad del desastre, Gilthas siguió estrechando a su esposa contra sí y contempló fijamente la oscuridad que era un lago de muerte cubriéndole.

34

La presencia

El Dragón Azul voló en círculos sobre las copas de los árboles, buscando un lugar donde aterrizar. Los cipreses crecían muy juntos, tanto que Filo Agudo habló de volar de vuelta al este, donde las praderas y las suaves y bajas colinas proporcionaban sitios más adecuados para descender. Sin embargo, Goldmoon no le permitió dar la vuelta. Se aproximaba al final de su viaje, y sus fuerzas menguaban de segundo en segundo, cada latido de su corazón era un poco más lento, un poco más débil. El tiempo que le quedaba era precioso, no podía perder un instante. Oteando desde el lomo del dragón, observó el río de almas que fluía bajo ella, y le pareció que no avanzaba por el impulso de las fuertes alas del Azul, sino arrastrada por la lastimera marea.

—¡Allí! —dijo, señalando.

Un afloramiento rocoso, brillando blanco como tiza a la luz de la luna, emergía en medio de los cipreses. La forma del afloramiento era extraña. Visto desde arriba, tenía la apariencia de una mano extendida, con la palma hacia arriba, como para recibir algo.

Filo Agudo lo observó atentamente y, tras pensarlo un momento, opinó que podía aterrizar sin peligro, aunque sería tarea de ellos bajar por la empinada cara del saliente rocoso.

A Goldmoon eso no le preocupaba. Sólo tenía que meterse en el río para que la llevara a su destino.

El dragón aterrizó en la palma de la mano blanca como tiza, con la mayor suavidad posible para no sacudir a sus pasajeros. Goldmoon desmontó, su cuerpo joven transportando su debilitado espíritu.

Ayudó a Acertijo a bajarse de la espalda del Dragón. Esa ayuda era necesaria, ya que Filo Agudo giró un ojo y asestó al gnomo una mirada torva. Acertijo se había pasado todo el viaje disertando sobre la nula idoneidad de los dragones para el vuelo, de la poca fiabilidad de escamas y piel, huesos y tendones para esa tarea. Filo Agudo sacudió ligeramente un ala y faltó poco para que lanzara al gnomo por la pendiente del afloramiento, pero Acertijo, perdido en un sueño feliz de hidráulica, ni siquiera se percató.

Goldmoon alzó la vista hacia Tasslehoff, que seguía sentado cómodamente sobre la espalda del dragón.

—Pues ya estás aquí, Goldmoon —dijo el kender mientras agitaba la mano—. Espero que encuentres lo que quiera que vas buscando. Bueno, dragón, pongámonos en marcha. No hay que perder tiempo. Tenemos que quemar ciudades, devorar doncellas, apoderarnos de tesoros y todo lo demás. ¡Adiós, Goldmoon! ¡Adiós, Acerti...!

Con un chasquido de dientes, Filo Agudo arqueó la espalda y se sacudió. Las despedidas de Tasslehoff se cortaron en mitad de la frase cuando el kender salió lanzado patas arriba y fue a aterrizar de manera contundente en el suelo rocoso del risco.

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