Margaret Weis - El río de los muertos

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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—¿Qué demo...? —empezó a gritar Torvald al explorador, pero luego cambió de opinión y empezó a trepar él mismo por la escalera de mano.

Otro temblor sacudió el suelo y el techo del túnel se abrió. La intensa luz del sol que penetró a raudales por el agujero casi cegó a los enanos. El horrorizado Torvald vio el ojo rojo del furioso dragón mirándolo, y a continuación las vigas que sostenían el techo del túnel se partieron y la escalera se astilló. El ojo desapareció en medio de una inmensa nube de polvo y escombros. El techo se vino abajo.

El mundo se desplomó sobre Torvald, derribándolo de la escalera. Los aterrorizados gritos de sus compañeros moribundos se alzaron entre el estruendo de los huesos de Krynn al quebrarse. Lo último que oyó fue el ruido de toneladas de rocas precipitándose sobre él, aplastándole el cráneo y la caja torácica.

La piedra, en la que los enanos habían confiado desde antaño para buscar cobijo y protección contra sus adversarios, se convirtió en su enemiga. En su asesina. En su tumba.

Rangold de Balifor, un hombre de cuarenta años, había sido mercenario desde que tenía catorce. Luchaba por una sola razón: el pillaje. No tenía lealtad a nada ni a nadie, no sabía de política, cambiaba de bando en medio de la batalla si alguien hacia que la oferta mereciera la pena. Se había unido al ejército de Beryl porque había oído comentar que iba a marchar contra Qualinost. Llevaba mucho tiempo esperando con ansia el saqueo de la ciudad elfa. Hombre previsor, Rangold llevaba consigo varios sacos de arpillera en los que se proponía llevar a casa la fortuna que obtuviese.

El mercenario se encontraba a la orilla del río, comiendo pan rancio y carne seca de vaca, esperando a que llegara su turno de cruzar la corriente. Los malditos elfos habían cortado los puentes. Las cuerdas colgaban a gran altura, porque la torrentera era profunda y el caudal del río era bajo en esa época del año. Los exploradores mantenían la vigilancia, pero informaban que no veían elfos. Las primeras unidades habían empezado a cruzar, algunos de los hombres cargando los equipos sobre la cabeza y otros las armas. Saltaba a la vista la inquietud de los que no sabían nadar a medida que vadeaban más y más profundamente en el agua. Estaba fría, pero corría tranquila en esa época. En primavera, alimentado por el deshielo de las nieves, el río habría sido infranqueable.

De vez en cuando, se veía un Dragón Rojo volando en círculos por encima del ejército, vigilando. A los hombres no les gustaban los Rojos, no confiaban en ellos aunque lucharan en el mismo bando, y no dejaban de echar ojeadas a lo alto, confiando en que la bestia se alejara. A Rangold le importaban un bledo los dragones; temblaba cuando el miedo al dragón se apoderaba de él, se lo sacudía de encima cuando había pasado, y seguía engullendo su comida. La idea de matar elfos y robar sus riquezas despertaba su apetito.

Su primera punzada de inquietud surgió cuando el suelo se combó repentinamente bajo sus pies, haciéndole perder el equilibrio y provocando que tirara el pan y la carne que tenía en las manos. Una rama cayó con un crujido. Un árbol se desplomó. Las aguas del río se agitaron y encresparon, rompiendo contra la orilla. Rangold se aferró al árbol y miró en derredor, intentando descubrir qué estaba pasando. En el aire, el Dragón Rojo extendió las alas y sobrevoló el bosque a poca altura a la par que lanzaba gritos que parecían advertencias, pero nadie entendió lo que decía.

Los temblores continuaron y se volvieron más fuertes. Una nube enorme de polvo y escombros se alzó en el aire, tan densa que ocultó la luz del sol. Los que cruzaban el río perdieron el equilibrio y cayeron al agua. Los que se encontraban en la orilla empezaron a chillar y a correr hacia uno u otro lado, presas del pánico y el desconcierto, mientras el suelo seguía combándose y sacudiéndose bajo sus pies.

—¿Cuáles son vuestras órdenes, señor? —gritó el capitán.

—No ceder terreno —respondió lacónicamente su superior, un Caballero de Neraka.

—Eso es más fácil decirlo que hacerlo —replicó el capitán, iracundo, mientras se esforzaba por mantener el equilibrio—. ¡Creo que deberíamos salir pitando de aquí!

—¡Te he dado una orden, capitán! —gritó el caballero—. Esto acabará dentro de...

En medio de un crujido ensordecedor, una rama enorme se rompió y cayó con un golpe estruendoso, enterrando al caballero y al capitán bajo sus ramas secundarias. De los restos salieron gritos y gemidos, súplicas de ayuda a las que Rangold hizo oídos sordos. El mercenario ignoraba lo que el resto del ejército pensaba hacer, y tampoco le importaba. Como el capitán había sugerido, Rangold iba a salir pitando de allí.

Empezó a trepar por el banco de la orilla, pero en ese momento oyó un retumbo ominoso, creciente, atronador. Se giró para ver el origen del ruido y se encontró con un espectáculo horripilante. Un muro de agua, borboteante y espumajosa, se abalanzaba sobre ellos. Los bancos del río de la Rabia Blanca se desmoronaron a causa de las sacudidas del terreno. Se abrieron fisuras en las rocosas torrenteras por las que discurría la corriente. Libre de los límites que la confinaban, violentamente agitadas por los repetidos temblores de tierra, las aguas se desbordaron con un ímpetu que arrasaba todo a su paso.

La crecida arrancó de cuajo árboles, desprendió enormes rocas de las caras de la torrentera por la que avanzaba fragorosamente, llevándose por delante piedras y restos.

Rangold miró de hito en hito, horrorizado, y luego se dio media vuelta y empezó a correr. Tras él, los que estaban atrapados en el agua pedían auxilio a gritos, pero la crecida ahogó rápidamente sus voces al arrastrarlos corriente abajo. Rangold intentó trepar a lo alto de la ribera, pero ésta era empinada y resbaladiza. Experimentó un momento de terrible pánico, y después el agua se estrelló contra él con una fuerza que le aplastó el esternón y paró el latido de su corazón. Su cuerpo, desmadejado y ensangrentado, se convirtió en uno más de los restos que el río arrastró corriente abajo.

Bramando y aullando de rabia, Beryl se hundió más y más a medida que el terreno cedía. La tierra se resquebrajaba bajo su peso. Las grietas se extendieron e irradiaron hacia fuera. Edificios, árboles y hogares se desmoronaron y cayeron por las fisuras que se ensanchaban progresivamente. El cuartel general de los Caballeros de Neraka, aquel feo edificio bajo y achaparrado, se derrumbó sobre sí mismo con un estruendo atronador. Los escombros llovieron sobre el dragón y le golpearon la cabeza y perforaron sus alas. El palacio del rey, construido de álamos vivos, se destruyó cuando los árboles se arrancaron de raíz, las ramas se rompieron y los inmensos troncos se retorcieron y se hicieron pedazos.

Los qualinestis que se habían quedado para defender su tierra murieron entre los escombros de las casas que habían cincelado con tanto esmero o en los jardines que tanto habían amado. Aunque sabían que la muerte era inminente y que no había escapatoria posible, siguieron luchando contra su enemigo hiriendo a Beryl con lanzas y espadas hasta que el pavimento se abrió bajo sus pies. Murieron con esperanza, porque a pesar de haber perecido, creían que su ciudad sobreviviría y volvería a levantarse de las ruinas.

Fue mejor que murieran antes de saber la verdad.

Beryl comprendió de repente que no iba a sobrevivir, que no podía escapar a su destino, y dicha certidumbre la dejó perpleja. No era así como se suponía tenía que acabar aquello. Ella —la fuerza más poderosa que jamás había visto Krynn— iba a morir de un modo ignominioso, en un agujero en el suelo. ¿Cómo podía haber ocurrido tal cosa? No lo entendía...

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