El clamor y los gritos de desafío, alzándose desde los tejados, sonaron en sus oídos más dulces que los cantos de los bardos y dieron a sus músculos cansados una fuerza renovada. Los elfos aparecieron en los puentes en arco que marcaban los límites de Qualinost. Elfos y caballeros surgían entre las ramas de las copas de los árboles como una floración de plantas mortíferas. Las balistas que habían permanecido ocultas con enredaderas se movían para situarse en posición. Los lanzadores de hondas se incorporaron al ataque. Una única orden clamada en voz alta dio paso a cientos más. Los elfos se lanzaban al ataque.
Lanzas disparadas con las balistas surcaron el aire hacia lo alto, volaron en un grácil arco sobre el cuerpo de Beryl. Atadas a las lanzas, cuerdas ondeantes siguieron su trazado; eran cuerdas hechas con vestidos de boda, con ropas de bebés, con delantales de cocinar y atuendos ceremoniales de senadores. Los centenares de lanzas transportaron las cuerdas hacia arriba y por encima de Beryl. Cuando las lanzas se precipitaron hacia el suelo, las cuerdas se posaron sobre el dragón, a través de su cuerpo, sus alas y su cola.
Los que manejaban las hondas se sumaron al ataque, lanzando proyectiles al aire. Atados a ellos iban más cuerdas que pasaron por encima del dragón. Cargadas de nuevo, las balistas dispararon otra vez. Los que manejaban hondas repitieron los lanzamientos una y otra vez.
Los hechiceros elfos ejecutaron conjuros, pero no sobre el dragón, sino sobre las cuerdas. Los lanzaron sin saber si la magia errática y caprichosa funcionaría o no, movidos por la desesperación más que por la certeza de que el resultado respondiese a sus expectativas. En algunos casos, los hechiceros realizaban los conjuros tal como los conocían en la Cuarta Era, y en otros utilizaban los de la magia primigenia de la era actual. Y todos, unos y otros, funcionaron a la perfección. Los magos elfos estaban atónitos; jubilosos, pero atónitos.
Algunos hechizos reforzaban la cuerda y hacían que la tela adquiriese la resistencia del acero. Otros causaban que la cuerda ardiera con fuego mágico. Las llamas encantadas se propagaban a lo largo de la soga, quemando al dragón pero sin consumir el material con el que estaba tejida. Algunos conjuros la hacían tan pegajosa como una telaraña, de manera que se adhería firmemente a las escamas del dragón. Otros conjuros hicieron que la cuerda se enrollara en espiral, como si estuviese viva, y se enroscó una y otra vez sobre las patas del dragón, atándolo como un pollo camino del mercado.
A continuación, algunos elfos tiraron las armas y agarraron los extremos de las cuerdas, a la espera de la última orden. Más y más cuerdas surcaron el aire hasta que Beryl tuvo el aspecto de una colosal polilla atrapada en la telaraña tejida por millares de arañas.
Beryl no podía hacer nada, a pesar de ser consciente de lo que le ocurría. Laurana miraba directamente a los ojos del reptil, y primero vio en ellos jocosidad ante los ridículos esfuerzos por atraparla de aquellos insignificantes seres; después irritación, cuando Beryl se dio cuenta de que sus movimientos se entorpecían progresivamente con las cuerdas. La irritación dio paso rápidamente a la furia, cuando comprobó que no podía hacer nada para remediarlo. Lo único que podía hacer era mirar fijamente a la gema.
El cuerpo del dragón tembló de rabia e impotencia, la saliva goteó entre sus fauces, los músculos del cuello se hincharon y se tensaron al intentar, sin éxito, apartar los ojos de la joya. Las cuerdas siguieron cayendo sobre su cuerpo, añadiendo sobrepeso a las alas y enredándole la cola. Le era imposible mover las patas traseras, ya que las tenía atadas. Las espantosas cuerdas se estaban enroscando alrededor de las patas delanteras. También sentía que estaban tirando de ella hacia abajo, y de repente sintió miedo. No podía hacer nada para salvarse.
Ése era el momento, mientras Beryl seguía retenida por la gema y atrapada por las cuerdas, en el que Laurana había planeado atacarla con la Dragonlance, hundir el arma en el cuello de la bestia para impedir que expulsara su aliento mortífero. La estrategia había sido que ella arremetiera con la lanza al mismo tiempo que Medan utilizaba la espada para matar al dragón.
Era un buen plan, pero Medan estaba muerto y ella se encontraba sola. Para empuñar la lanza tendría que soltar la espada, y el dragón se liberaría del encantamiento. Sería un momento muy peligroso.
La elfa empezó a retroceder, todavía sosteniendo la espada firmemente a pesar de que los músculos le temblaban por el esfuerzo. Paso a paso, reculó hacia la pared donde había dejado la Dragonlance para tenerla al alcance. Tanteó tras de sí con la mano derecha, ya que no se atrevía a apartar la vista de Beryl. Al principio, Laurana no encontró la lanza y el miedo se apoderó de ella. Entonces sus dedos tocaron el metal, cálido por la caricia del sol, y su mano se cerró sobre el arma al mismo tiempo que ella soltaba un profundo suspiro de alivio.
Allá abajo, Dumat gritaba a los que agarraban las cuerdas que tiraran de ellas con fuerza. Los elfos y los caballeros que habían manejado las balistas y las hondas dejaron las armas y corrieron a agarrar las sogas, añadiendo su esfuerzo al de los que ya tiraban de ellas. Lenta pero inexorablemente, empezaron a bajar al enredado dragón hacia el suelo.
Laurana respiró hondo, haciendo acopio de todas sus fuerzas. Pronunciando el nombre de Sturm para sus adentros, buscó en su interior el valor, la determinación y la voluntad que habían acompañado al caballero en la Torre cuando la muerte se abalanzó sobre él. El único temor de la elfa era que Beryl la atacara en cuanto se liberara del hechizo y exhalara el mortífero aliento sobre ella antes de que tuviese tiempo de matar a la bestia. Si ocurría así, si Laurana moría antes de lograr su cometido, los elfos de allá abajo perecerían sin haber llevado a buen fin su meta, ya que Beryl les lanzaría su aliento venenoso y acabaría con ellos en un instante.
Laurana jamás se había sentido tan sola. No había nadie para ayudarla; ni Sturm, ni Tanis, ni el gobernador. Ni los dioses.
«Todos estamos solos al final, sin embargo —se recordó a sí misma—. Aquellos a quienes amé me tomaron de la mano en el largo viaje, pero cuando llegamos al momento de la separación definitiva, me soltaron y siguieron adelante, dejándome atrás. Ahora me ha llegado el turno de dar ese paso adelante. De caminar sola.»
Laurana alzó la espada con la gema Estrella Perdida y la arrojó por encima del parapeto. El hechizo se rompió. Los ojos de Beryl parpadearon y después ardieron por la ira.
Beryl tenía dos objetivos. El primero era liberarse de la irritante red que la sujetaba. El segundo, matar a la elfa que la había engañado, inmovilizándola con la trampa mágica que hasta una cría recién salida del cascarón habría tenido el sentido común de evitar. Beryl podía ocuparse de una cosa o de la otra. Estaba a punto de matar a la elfa cuando un tirón de las cuerdas, especialmente violento, la arrastró hacia abajo.
Oyó risas. Pero no provenían del suelo, de los elfos, sino de arriba, del cielo.
Dos de sus subordinados, ambos Rojos, y de los que había sospechado que conspiraban contra ella, volaban en círculo entre las nubes, muy, muy arriba, y se reían. Beryl supo al instante que se reían de ella, disfrutando de su humillación.
Jamás se había fiado de ellos, de esos dragones nativos. Sabía muy bien que la servían simplemente por miedo, no por lealtad. Atribuyéndoles motivos para la traición conformes a su lógica, llegó a la irracional conclusión de que los Dragones Rojos estaban conchabados con los elfos y que esperaban que ella se encontrara completamente atrapada con las cuerdas para acercarse y matarla.
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