Margaret Weis - El río de los muertos

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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«Debo de haber pasado a su lado», se dijo. Embargada por el miedo al dragón no lo había visto. Kelevandros estaba agazapado en las sombras, paralizado, aparentemente incapaz de moverse.

—Kelevandros, lo que sientes es el miedo al dragón —le dijo, preocupada.

El gobernador Medan dejó la Dragonlance apoyada contra la pared.

—Y pensar que todavía tenemos que bajarla —dijo, inhalando con trabajo.

En ese momento, Kelevandros dio un salto. El acero centelleó en su mano.

Laurana gritó una advertencia y se lanzó a detenerlo, pero era demasiado tarde.

El joven elfo asestó una puñalada a través de la capa que llevaba el gobernador, dirigida para dar debajo del brazo alzado con el que había sostenido la Dragonlance, una zona que la armadura no protegía. Hundió el cuchillo hasta la empuñadura en la caja torácica de Medan y después lo sacó de un tirón. Su mano y la hoja estaban manchadas de sangre.

Medan soltó un grito de dolor. Su cuerpo se puso tenso. Se llevó la mano al costado y se tambaleó hacia adelante, cayendo al suelo sobre una rodilla.

—¡Ah! —Boqueó para coger aire, sin conseguirlo. El cuchillo le había perforado el pulmón—. ¡Ah!

—Kelevandros... —susurró Laurana, conmocionada—. ¿Qué has hecho?

El elfo no había apartado la mirada del gobernador, pero ahora volvió los ojos hacia ella. Tenían una expresión enloquecida, febril, y su rostro estaba lívido. Alzó la mano para rechazarla, levantó el cuchillo.

—¡No os acerquéis a mí, señora! —gritó.

—Kelevandros, ¿por qué? —preguntó, impotente—. Iba a ayudarnos...

—Mató a mi hermano —jadeó el elfo, temblorosos los pálidos labios—. Lo mató hace años con su sucio dinero y sus repugnantes promesas. Lo utilizó, y durante todo el tiempo lo despreció. ¿Aún no has muerto, bastardo?

Kelevandros se lanzó para apuñalar de nuevo a Medan.

Rápidamente, Laurana se interpuso entre el elfo y el humano. Por un instante pensó que Kelevandros, en su ira, iba a apuñalarla. Le hizo frente sin miedo. Su muerte no importaba. Moriría antes o después. El plan tan cuidadosamente proyectado se había hecho pedazos.

—¿Qué has hecho, Kelevandros? —repitió tristemente—. Nos has condenado a todos.

Él le lanzó una mirada iracunda; le espumeaban los labios. Alzó el cuchillo, pero no para descargarlo sobre ella. Con un sollozo desgarrador, arrojó el arma contra la pared. Laurana la oyó rebotar con un ruido metálico.

—Ya estábamos condenados, señora —dijo el elfo, ahogado por los sollozos.

Salió del cuarto, corriendo ciegamente. O no veía por donde iba o no le importaba, ya que chocó contra la barandilla de plata y oro entretejidos. El antiguo barandal se cimbreó y después cedió bajo el peso del joven elfo. Kelevandros se precipitó por el borde; no hizo el menor intento de agarrarse, y cayó al suelo sin un grito.

Laurana se llevó la mano a la boca y cerró los ojos, horrorizada por la muerte del joven elfo. Estaba temblorosa, intentando desesperadamente erradicar la sensación de entumecimiento que la paralizaba.

—No me rendiré —se dijo—. No lo haré... Es mucho lo que depende de...

—Señora... —La voz de Medan sonaba muy débil.

El gobertador estaba tendido en el suelo, con la mano todavía apretada contra el costado como si así pudiese parar la hemorragia que estaba agotando su vida. Su rostro tenía un tono ceniciento, y sus labios estaban exangües.

Con los ojos cegados por las lágrimas, Laurana cayó de rodillas a su lado y empezó a apartar frenéticamente los pliegues de la ensangrentada capa para descubrir la herida, para ver si podía hacer algo para detener la hemorragia.

Medan le cogió la mano y la sujetó con fuerza al tiempo que sacudía la cabeza.

—Lloráis por mí —musitó, atónito.

Laurana no tuvo fuerzas para contestar. Las lágrimas le corrían por las mejillas.

Él sonrió e hizo un movimiento como si fuese a besarle la mano, pero no tenía fuerzas. Sus dedos apretaron aún más la mano de Laurana. Se esforzó por hablar, a pesar de los espasmos de dolor que le sacudían el cuerpo.

—Debéis iros —le dijo, utilizando la fuerza que le quedaba para pronunciar cada palabra—. Tomad la espada... y la lanza. Sois vos quien está ahora al mando, Laurana.

La elfa se estremeció. Sois vos quien está ahora al mando. La frase le sonaba familiar; evocaba otros tiempos de oscuridad y muerte. No se le ocurría por qué o dónde las había oído antes. Sacudió la cabeza.

—No, no puedo... —dijo, quebrada la voz por el llanto.

—El Áureo General —musitó Medan—. Me habría gustado haberla visto...

Soltó un suspiro. La mano ensangrentada se aflojó y cayó inerte al suelo. Sus ojos siguieron mirándola fijamente, y aunque no había vida en ellos, Laurana vio su fe en ella firme, inquebrantable.

Había hablado en serio. Ella estaba al mando. Sólo que no era su voz la que decía aquellas palabras. Era otra voz... lejana.

«Eres tú quien está ahora al mando. Estás capacitada para dirigir la operación. Adiós, querida muchacha. Tu luz brillará en este mundo. Ha llegado la hora de que se extinga la mía.»

—No, Sturm, no puedo hacer esto —gritó desconsoladamente—. ¡Estoy sola!

Igual que lo estuvo Sturm, solo en lo alto de otra torre, bajo el brillante sol de un nuevo día. Había afrontado una muerte cierta, y no había vacilado.

Laurana lloró por él. Lloró por Medan y por Kelevandros. Lloró por el odio que los había destruido a los dos y que seguiría destruyendo hasta que alguien, en alguna parte, tuviese el valor de amar. Lloró por sí misma, por su debilidad. Cuando ya no le quedaron más lágrimas, levantó la cabeza. Ahora estaba tranquila, de nuevo controlada.

—Sturm Brightblade. —Laurana unió las manos, rezándole, ya que no había nadie más que oyera su plegaria—. Amigo de verdad.

Necesito tu fortaleza. Necesito tu coraje. Acompáñame, para que así pueda salvar a mi pueblo.

Laurana se limpió las lágrimas. Con manos firmes, sin temblar, cerró los párpados del gobernador y besó su fría frente.

—Tuvisteis el coraje de amar —le dijo suavemente—. Eso será vuestra salvación y la mía.

La luz del sol penetró en el cuarto, brilló en la Dragonlance recostada contra la pared, centelleó en la sangre del suelo. Laurana miró a través del acceso en arco al cielo azul, al cielo vacío. Los dragones menores se habían marchado. No se alegró. Su partida significaba que Beryl llegaba.

Pensó con desesperación en el plan que el gobernador Medor y ella habían hecho, y luego rechazó resueltamente tanto la idea como el desánimo. El arco de Kelevandros, la flecha de señales con la punta embreada y el yesquero estaban tirados en el suelo. Ahora no tenía nadie que disparara esa flecha. Ella no podía hacerlo y enfrentarse al dragón al mismo tiempo. No podía avisar a Dumat, que estaría esperando la señal para dar la orden.

—No importa —se dijo—. Sabrá cuándo es el momento. Todos lo sabrán.

Desabrochó el cinturón de la espada ceñido a la cintura del gobernador. Procurando mover con rapidez los dedos agarrotados y temblorosos, se puso el cinturón con la pesada espada y arregló los pliegues de la capa para tapar el arma. La prenda blanca estaba manchada de rojo con la sangre de Medan. Eso era algo que no podía remediar. Tendría que encontrar el modo de explicárselo al dragón; no sólo lo de la sangre, sino por qué razón una rehén estaba sola en lo alto de la Torre, sin su guardián. Beryl sospecharía. Sería estúpida si no sospechara, y la Verde no lo era.

«Esto es inútil. No hay ninguna posibilidad», pensó Laurana. Oyó a Beryl acercarse, y el chasquido de sus colosales alas que ocultaron el sol. Se hizo la oscuridad. El aire estaba cargado del olor del venenoso aliento del dragón.

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