Medan no creía en una vida más allá de la tumba. Ninguna mente racional podría hacerlo, a su modo de ver. La muerte era el olvido perpetuo. El corto sueño de cada noche nos preparaba para el largo de la noche final. Sin embargo, creía que incluso en ese olvido perpetuo añoraría su jardín y el suave queso sobre el oloroso pan; añoraría la luz de la luna brillando sobre un cabello dorado. Acabó el queso y echó migas de pan a los peces. Se quedó sentado otra hora en el jardín, escuchando el triste canto de la alondra. Sus ojos se empañaron un instante, pero fue porque el canto del ave enmudecería para él, y por la belleza de las tardías flores que también echaría de menos. Cuando los ojos se le nublaron, supo que era el momento de partir.
El caballero negro Dumat estaba allí para ayudarlo a ponerse la armadura. El gobernador no llevaría la armadura completa ese día. Beryl repararía en ese detalle y le parecería sospechoso. A los elfos se los había vencido, matado o expulsado. La capital elfa le era entregada sin lucha. Su gobernador estaba allí para recibirla en la hora triunfal. ¿Para qué iba a necesitar armadura? Además, Medan necesitaba libertad de movimientos para actuar con rapidez, y no quería encontrarse entorpecido por la pesada coraza ni la cota de malla. Se puso la armadura ceremonial —el reluciente peto con el lirio y la calavera, y el yelmo—, pero prescindió de todo lo demás.
Dumat lo ayudó a sujetar la larga y ondeante capa sobre los hombros. La prenda estaba hecha de lana que primero se había sumergido en tinte negro y después en otro púrpura. Orlada con galón dorado, la capa llegaba hasta el suelo y pesaba casi tanto como una cota. Medan la despreciaba, y nunca se la ponía excepto en los días en que tenía que exhibirse ante el senado. Ese día, sin embargo, le sería útil, porque cubriría una multitud de culpas. Una vez ataviado, hizo unas pruebas con la capa para asegurarse de que desempeñaría la tarea que se esperaba de ella.
Dumat arregló los pliegues de manera que la prenda cayera sobre su hombro izquierdo, ocultando bajo ellos la espada que llevaba a la cadera. No era la espada mágica, Estrella Perdida. De momento, su arma habitual serviría a su propósito. Tenía que acordarse de sujetar el borde de la capa con la mano izquierda, a fin de que el viento levantado por las alas del dragón no la hiciera ondear. Practicó varias veces mientras Dumat lo observaba con ojo crítico.
—¿Crees que funcionará? —preguntó el gobernador.
—Sí, milord. Si Beryl atisba el acero, pensará que sólo es vuestra espada, como la lleváis siempre.
—Excelente. —Medan soltó la capa, desabrochó el cinturón del arma e hizo intención de ponerla a un lado. Luego, pensándolo mejor, se la tendió a Dumat—. Ojalá te sirva tan bien como me ha servido a mí.
El ayudante rara vez sonreía, y tampoco lo hizo en esa ocasión. Se desprendió de su propia espada —que era la reglamentaria— y se puso la del gobernador, con su excelente hoja templada. No dio muestras de agradecimiento salvo un quedo y lacónico «gracias», pero Medan vio que su regalo había complacido y conmovido al soldado.
—Será mejor que te vayas ya —dijo el gobernador—. Tienes que cabalgar hasta Qualinost y te queda mucho por hacer antes de la hora señalada.
Dumat iba a saludar, pero el gobernador le tendió la mano. El ayudante vaciló antes de cogerla y estrecharla en silencio, efusivamente. Después se marchó. Montó en su caballo y galopó de vuelta a Qualinost.
Medan repasó mentalmente el plan una vez más para comprobar si había pasado algo por alto. Quedó satisfecho. Ningún plan era perfecto, desde luego, y las cosas rara vez iban como uno esperaba, pero estaba seguro de que Laurana y él habían previsto la mayoría de las contingencias. Cerró la puerta de su casa y echó la llave. Se preguntó si regresaría por su propio pie para abrirla o si llevarían su cadáver para enterrarlo en el jardín, como había pedido. En los días venideros, cuando los elfos volvieran a su tierra, ¿viviría alguien en esa casa? ¿Se acordaría alguien de él?
—La casa del detestado gobernador Medan —dijo con una sonrisa desganada—. Quizá la quemen hasta los cimientos. Los humanos lo harían.
Pero los elfos no eran los humanos. No se resarcían con una venganza tan pobre, conscientes de que no serviría para nada. Además, no querrían dañar el jardín. Eso podía darlo por cierto.
Le quedaba una cosa más que hacer antes de marcharse. Buscó en el jardín hasta encontrar dos rosas perfectas, una roja, la otra blanca. Las arrancó, y quitó las espinas a la blanca. La roja, con todas sus espinas, la puso debajo de su armadura, contra su pecho.
Con la rosa blanca en la mano, salió de su jardín sin volverse a mirar atrás. ¿Para qué? Llevaba en su mente la imagen y la fragancia, y esperaba, si le llegaba la muerte, vivir para siempre en la belleza, la paz y la soledad.
En su caso, Laurana hacía más o menos lo mismo que Medan, con unas pocas diferencias. Sólo había conseguido tragar unos bocados antes de apartar el plato. Bebió un vaso de vino para que le diese ánimos y después se retiró a su habitación.
No tenía a nadie que la ayudara a vestirse, ya que había mandado marcharse a sus doncellas a la seguridad del sur. Lo habían hecho a regañadientes, y se separaron de su señora con lágrimas. Ahora sólo quedaba Kelevandros con ella. Lo había instado a que se marchara también, pero el elfo se había negado y Laurana no lo presionó. Quería quedarse, dijo, para redimir el honor de su familia que había sido mancillado por la traición de su hermano.
Laurana lo entendió, pero casi lamentó haberlo entendido. Kelevandros era el sirviente perfecto, anticipándose a sus deseos y necesidades, discreto, un trabajador diligente y esforzado. Pero ya no reía ni cantaba mientras realizaba sus tareas. Estaba silencioso, distante, absorto en sus pensamientos, rechazando cualquier muestra de compasión.
Laurana se ciñó a la cintura la falda de cuero que habían diseñado para ella años antes, cuando era el Áureo General. Tenía suficiente vanidad femenina para advertir que le quedaba un poco más ajustada que en su juventud, y suficiente sentido de lo absurdo para sonreír por el hecho de que le hubiese importado. La falda iba abierta por un costado para facilitarle los movimientos, y le servía como protección cuando caminaba o cabalgaba. Hecho eso, empezó a llamar a Kelevandros, pero el elfo esperaba al otro lado de la puerta y entró en la habitación cuando aún no había acabado de pronunciar su nombre.
Sin mediar palabra, Kelevandros le ajustó el mismo peto, azul con el borde dorado, que había llevado hacía tantos años, y después Laurana se echó una capa por los hombros. Era una prenda demasiado grande. La había hecho especialmente para esa ocasión, trabajando día y noche para tenerla acabada a tiempo. Era blanca, de lana finamente cardada, y se abrochaba delante con siete cierres dorados. A los lados llevaba aberturas para sacar los brazos. Se estudió críticamente en el espejo, moviéndose, caminando, parándose, para comprobar que no se atisbaba cuero ni metal que la delatara. Tenía que aparecer como la presa, no como el depredador.
Dado que la capa le estorbaba el movimiento de los brazos, Kelevandros se ocupó de peinar y colocar el largo cabello alrededor de los hombros. El gobernador Medan había querido que llevara puesto el yelmo, argumentando que necesitaría su protección, pero Laurana se negó. El yelmo estaría fuera de lugar, y la Verde sospecharía.
—Después de todo —le había dicho, medio en broma medio en serio—, si ataca, supongo que un yelmo no cambiaría nada.
Sonaron campanillas fuera de la casa.
—El gobernador Medan ha llegado —dijo Laurana—. Es la hora.
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