Margaret Weis - El río de los muertos

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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—Aquí está actuando la magia. —La voz de lord Tasgall sonaba severa—. Nos han engañado. Se nos ha embaucado para sacarnos de la ciudad. Opino que deberíamos retirarnos.

—Milord —protestó lord Ulrich, riendo—, pero si sólo es un fuerte rocío.

—¡Un fuerte rocío! —repitió lord Tasgall, que resopló despectivo—. ¡Heraldo, toca retirada!

El heraldo se llevó el cuerno a los labios y lanzó el toque de retirada. Los caballeros reaccionaron con disciplina, sin dejarse dominar por el pánico. Hicieron volver grupas a sus caballos y empezaron a cabalgar en columna en dirección contraria. Los soldados de infantería dieron media vuelta y se encaminaron ordenadamente hacia las murallas. Los caballeros avanzaron para cubrir la retirada de los soldados de a pie. A los arqueros se los veía ahora en las almenas, aprestadas las flechas.

Sin embargo, Gerard se dio cuenta —todo el mundo lo hizo— que por muy deprisa que se movieran, la extraña niebla los envolvería antes de que los soldados más próximos a las murallas hubiesen llegado a ellas. La bruma se deslizaba sobre el suelo con la rapidez de una caballería lanzada a la carga a galope tendido. Gerard la contempló atentamente a medida que se aproximaba. Parpadeó y se frotó los ojos. Debía de estar viendo visiones.

Aquello no era niebla. No era un «fuerte rocío». Eran los refuerzos de Mina.

Un ejército de espíritus.

Un ejército de conscriptos, ya que las almas de los muertos estaban atrapadas en el mundo, sin poder partir de él. Cada espíritu que abandonaba el cuerpo que lo había atado a este mundo, experimentaba un instante de alegría exultante y libertad. Esa sensación era aplastada casi de inmediato. Un ser inmortal atrapaba el alma del muerto y le transmitía su ansia inmensa, un ansia de magia.

«Tráeme la magia y serás libre», era la promesa. Una promesa que no se cumplía, ya que esa ansia nunca podría saciarse, porque crecía en proporción a lo que engullía. Los espíritus que luchaban para liberarse descubrían que no tenían dónde ir.

No hasta que fueron convocados.

Una voz, una voz humana, una voz mortal, la voz de Mina, los emplazó.

«Luchad por el Único y seréis recompensados. Servid al Único y seréis libres.»

Desesperados, sufriendo tormentos sin fin, los espíritus obedecieron. No se agruparon en formación, porque su número era ingente. El alma del goblin, su horrendo semblante recreado en la memoria que guardaba de su envoltura mortal, enseñó los dientes de niebla, asió una espada de sutil vapor, y respondió a la llamada. El alma del Caballero de Solamnia, que había perdido toda noción de honor y lealtad hacía mucho, respondió a la llamada. Las almas del goblin y del caballero avanzaron codo con codo, sin saber a qué atacaban o contra qué luchaban. Su único pensamiento era complacer a la Voz y, de ese modo, escapar.

Una niebla fue lo que al principio les pareció a los mortales que la afrontaban, pero Mina apeló al Único para que les abriera los ojos y vieran lo que antes se les había ocultado. Y los vivos fueron obligados a contemplar a los muertos.

La niebla tenía ojos y bocas, manos que se extendían, voces que susurraban desde la niebla que no era tal, sino miríadas de almas, cada cual conservando la memoria de lo que había sido, una imagen trazada en el éter con la mágica fosforescencia de la luz de luna y el fuego fatuo. El rostro de cada espíritu llevaba impreso el horror de su existencia, una existencia que no conocía el reposo, que sólo conocía la búsqueda interminable y el impotente desconsuelo de no hallar nunca.

Los espíritus empuñaban armas, pero eran armas de niebla y brillo de luna y no podían matar ni lisiar. Blandían una única arma, la más terrible: la desesperación.

A la vista del ejército de almas atrapadas, los soldados de infantería arrojaron sus armas, sordos a los gritos furiosos de sus oficiales. Los caballeros que protegían los flancos miraron a los muertos y se estremecieron de horror. Su instinto era hacer lo mismo que los soldados, dejarse dominar por el terror y el pánico. Aguantaron firmes un momento merced a la disciplina —la disciplina y el orgullo—, pero después se miraron unos a otros, sin saber qué hacer, y vieron su propio miedo reflejado en los rostros de sus compañeros.

El ejército fantasmal entró en el campamento enemigo. Las almas revolotearon agitadas entre tiendas y carretas. Gerard oyó los relinchos espantados de los caballos y también, por fin, ruidos de movimiento en el campamento, llamadas de oficiales, el tintineo de armas. Entonces todos los ruidos quedaron ahogados por los espíritus, como si estuviesen celosos de unos sonidos que sus bocas muertas no podían emitir. El campamento enemigo desapareció de la vista, y el ejército de espíritus fluyó hacia la ciudad de Solanthus.

Millares de bocas gritaban en silencioso tormento, chillidos susurrantes cual un gélido viento que helaba la sangre de los vivos. Cientos de miles de manos muertas se tendían hacia lo que nunca podrían asir. Miles de millares de pies muertos marcharon sobre el suelo sin que una sola brizna de hierba se doblara.

Los oficiales cayeron presa del mismo terror que sus hombres y renunciaron a mantener el orden en las tropas. Los soldados de infantería rompieron filas y echaron a correr, despavoridos, hacia las murallas, los más rápidos apartando a empellones o derribando a los más lentos a fin de alcanzar la seguridad de los altos muros.

Pero las murallas no ofrecían protección. Un foso no era obstáculo para los que ya estaban muertos, porque no temían ahogarse. Las flechas no podían frenar el avance de aquellos que no tenían cuerpos que ensartar. Las fantasmales legiones se deslizaron bajo las afiladas puntas de los rastrillos y revolotearon como un enjambre ante las puertas, filtrándose por las troneras y las aspilleras.

Detrás del ejército de muertos venía otro de vivos. Los soldados a las órdenes de Mina se habían mantenido ocultos en las tiendas, esperando que los espíritus avanzaran, que aterrorizaran al enemigo y lo hicieran huir en medio del caos. Tras la cobertura de su escalofriante ejército, los soldados de Mina salieron de las tiendas y corrieron a la batalla. Sus órdenes eran atacar a los Caballeros de Solamnia cuando estuviesen en campo abierto, aislados, cortada su retirada, fáciles presas del terror.

Gerard intentó detener la huida de los soldados, que se pisoteaban en su afán por escapar del ejército fantasmal. Cabalgó en pos de ellos, gritándoles que permanecieran en sus puestos, pero no le hicieron caso y siguieron corriendo. Todo desapareció. Las almas de los muertos lo rodearon; sus formas incorpóreas titilaban con una blancura incandescente que perfilaba manos y brazos, pies y dedos, ropas y armaduras, armas u otros objetos que les habían sido familiares en vida. Se aproximaron a él y su caballo relinchó aterrado. Se encabritó, tiró a Gerard al suelo y salió disparado, desapareciendo en la bullente niebla de fantasmales manos extendidas.

Gerard se levantó torpemente. Desenvainó la espada en un gesto reflejo, pues ¿a quién iba a matar? Jamás había estado tan aterrorizado. El roce de las almas era como niebla fría. No podía contar el número de muertos que lo rodeaba. Uno, cien, mil. Las almas se entrelazaban unas con otras, era imposible distinguir dónde acababa una y dónde empezaba otra. Aparecían y desaparecían de su vista, de modo que se sentía mareado y confuso si las miraba.

No lo amenazaban ni lo atacaban, ni siquiera aquellas que sí lo habrían hecho en vida. Un enorme hobgoblin extendió unas manos peludas, que de repente eran las manos de una hermosa joven elfa, que a su vez pasó a ser un pescador, que, tras un tembloroso titileo, se convirtió en un niño enano, lloroso y aterrado. Los rostros de los muertos colmaron a Gerard de un terror sin nombre, porque vio en todos ellos la desesperación y la angustia del prisionero que yace olvidado en la mazmorra que es su tumba.

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