Margaret Weis - El río de los muertos

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El río de los muertos: краткое содержание, описание и аннотация

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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—Con todo respeto, milord —dijo Gerard—, pero no visteis acercarse a este ejército.

—Hubo magia de por medio —intervino lord Nigel, sombrío—. Un sueño mágico afectó a toda la ciudad y sus alrededores. Los soldados de las patrullas informaron que los venció ese extraño sueño, tanto a hombres como animales. Creíamos que lo había hecho la Primera Maestra Goldmoon, pero el Maestro de la Estrella Mikelis nos ha asegurado que ella no podría lanzar un conjuro tan poderoso. —Miró desasosegado a Odila. Las palabras de la mujer sobre la mente de un dios le hicieron caer en un detalle inquietante—. Mikelis nos dijo que ningún mortal podría hacerlo. Y, sin embargo, todos nos quedamos dormidos.

«Yo no —pensó Gerard—. Y tampoco el kender ni el gnomo. Goldmoon hizo que los barrotes se derritieran como si fuesen de cera. ¿Qué fue lo que dijo? "Ignoro cómo tengo poder para hacer lo que hago. Sólo sé que se me da lo que deseo, sea lo que fuere."»

¿Quién se lo daba? Gerard miró a Odila, intranquilo. Ninguno de los otros caballeros habló. Todos compartían las mismas ideas inquietantes, y nadie quería expresarlas. Entrar en eso sería caminar al borde de un precipicio con los ojos vendados.

—Sir Gerard, lady Odila, os agradezco vuestra paciencia —dijo lord Tasgall al tiempo que se ponía de pie—. Tenemos información suficiente para actuar en consecuencia. Si os necesitáramos de nuevo, os llamaremos.

Los estaban despidiendo. Gerard se levantó, saludó y dio las gracias a los caballeros uno por uno. Odila esperó y salió con él. Al echar una ojeada hacia atrás, Gerard vio a los caballeros absortos ya en la discusión.

—No parece que tengamos elección —comentó Odila a la par que sacudía la cabeza—. No podemos quedarnos sentados, esperando que les lleguen refuerzos. Tendremos que atacar.

—Un modo condenadamente extraño de llevar a cabo un sitio —reflexionó Gerard—. Podría entenderlo, ya que su cabecilla apenas ha dejado atrás los pañales, pero el capitán me pareció un oficial muy espabilado. ¿Por qué siguen la corriente a esa chica?

—Quizá también ha tocado sus mentes —murmuró Odila.

—¿Qué? —preguntó Gerard. La mujer había hablado en voz tan baja que creyó que no la había entendido.

Odila sacudió la cabeza con desánimo y siguió caminando.

—Olvídalo. Fue una idea estúpida —dijo.

—Pronto entraremos en batalla —pronosticó Gerard, esperando levantarle el ánimo.

—Cuanto antes mejor. Me gustaría encontrarme con esa arpía pelirroja llevando una espada en la mano. ¿Qué tal un trago? —preguntó de repente—. O dos, o seis o treinta.

Un tono extraño en su voz hizo que Gerard la observara atentamente.

—¿Qué pasa? —demandó ella, a la defensiva—. Quiero beber para quitarme de la cabeza a ese condenado dios, eso es todo. Vamos, yo invito.

—No, gracias. Me voy a la cama. A dormir. Y tú deberías hacer lo mismo.

—No sé cómo esperas que duerma con esos ojos mirándome fijamente. De acuerdo, vete a la cama si tan cansado estás.

El joven caballero empezó a preguntar de qué ojos hablaba, pero Odila se alejó en dirección a una taberna, cuyo cartel era un dibujo de un perro de caza que sostenía en la boca un pato muerto.

Demasiado cansado para darle importancia, Gerard fue en busca de un buen merecido descanso.

Gerard durmió todo el día y parte de la noche. Despertó con el ruido de alguien llamando a la puerta.

—¡Arriba! ¡Arriba! —llamó una voz, en tono bajo—. A presentarse en el patio dentro de una hora. Nada de luces y sin hacer ruido.

Gerard se sentó. En la habitación había claridad, pero era la luz blanca y fantasmal de la luna, no del sol. Al otro lado de la puerta se oyó el movimiento amortiguado de caballeros, pajes, escuderos y servidores, todos en pie y activos. Así que sería un ataque nocturno. Un ataque por sorpresa.

Nada de ruidos. Nada de luz. Nada de tambores llamando a las tropas. Nada que revelara el hecho de que el ejército de Solanthus se preparaba para salir a galope y romper el cerco. Gerard aprobaba el plan. Una idea excelente. Sorprenderían dormido al enemigo. Con suerte, quizá lo pillaban con las secuelas de una noche de jarana.

Se había acostado sin desnudarse, así que no tuvo que vestirse, sólo ponerse las botas. Bajó rápidamente la escalera, atestada de criados y escuderos que corrían haciendo recados para sus señores. Se abrió paso a empujones entre el apiñado gentío, deteniéndose únicamente para preguntar dónde estaba la armería.

En las calles reinaba un silencio extraño, ya que la mayor parte de la ciudad dormía. Gerard encontró al encargado de la armería y a sus ayudantes vestidos sólo a medias, ya que los habían sacado de la cama sin darles tiempo para más. El encargado estaba consternado por no poder proporcionar a Gerard una armadura solámnica como era debido.

—Dame uno de los equipos que se utilizan para las prácticas —dijo Gerard.

El hombre estaba horrorizado; no le cabía en la cabeza mandar a la batalla a un caballero con una armadura abollada, llena de arañazos y que no era de su medida. Gerard estaría hecho un esperpento. Al joven caballero no le importaba. Iba a tomar parte en su primera batalla, y habría ido completamente desnudo sin que ello le preocupara ni poco ni mucho. Tenía su espada, la que le había dado el gobernador Medan, y eso era lo que contaba. El encargado de la armería protestó, pero Gerard se mostró firme y, finalmente, el hombre le dio lo que le pedía. Sus ayudantes —dos chicos de trece años y caras marcadas por el acné— se mostraban muy excitados y lamentaban no poder tomar parte en la lucha. Actuaron como escuderos de Gerard.

Éste se dirigió desde la armería a los establos, donde los mozos de cuadra ensillaban caballos a un ritmo frenético al tiempo que intentaban tranquilizar a los animales, muy nerviosos por la inusitada conmoción. El jefe de establos miró recelosamente al desconocido con armadura prestada, pero Gerard le hizo saber, en unos términos que no dejaban lugar a duda, que estaba dispuesto a robar un caballo si no se lo proporcionaba por las buenas. Aun así, probablemente el jefe de establos no habría accedido a sus demandas, pero en ese momento entró lord Ulrich y, a pesar de desternillarse de risa al ver a Gerard con aquel desastroso equipo, avaló las credenciales del joven y dio orden de que se lo tratara con la consideración debida a un caballero.

El jefe de establos no llegó a tanto, pero proporcionó un caballo a Gerard. El animal parecía más apropiado para tirar de una carreta que para transportar a un caballero. Gerard esperaba que al menos se encaminara al campo de batalla y no a empezar el reparto matinal de leche.

Tanto discutir y porfiar para conseguir equipo y montura se le estaba haciendo interminable y la impaciencia lo consumía; temía perderse la batalla. En realidad, llegó al patio antes que la mayoría de los caballeros, donde los soldados de infantería se situaban en formación. Bien entrenados, ocupaban sus posiciones rápidamente, obedeciendo órdenes impartidas en voz baja. Habían amortiguado el ruido de las cotas de malla con tiras de tela, y a uno de ellos se le cayó el pelo cuando dejó caer la lanza ruidosamente sobre las baldosas. Siseando maldiciones, los oficiales se le echaron encima, prometiendo toda clase de atroces castigos.

Los caballeros empezaron a reunirse. También ellos habían envuelto partes de sus armaduras con trapos para amortiguar el ruido. Los escuderos se situaron al costado de cada uno de los caballos, listos para entregar arma, escudo y yelmo. Los portaestandartes ocuparon sus puestos. Los oficiales hicieron otro tanto. Salvo por los sonidos normales de la guardia de la ciudad llevando a cabo las rondas acostumbradas, el resto de la ciudad estaba en silencio. Nadie gritó demandando qué pasaba; no se reunió una multitud de mirones. Gerard admiró tanto la eficiencia de los oficiales como la lealtad y el sentido común de los ciudadanos. Debía de haberse corrido la voz de casa en casa, advirtiendo a la gente que se quedara dentro y no encendiera luces. Lo sorprendente era que todo el mundo obedeciese.

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