Margaret Weis - El río de los muertos

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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La imagen era tan espantosa que Gerard tuvo miedo de volverse loco. Intentó recordar en qué dirección se encontraba Solanthus para llegar hasta la ciudad, porque allí al menos sentiría el tacto de una mano cálida, tan distinta a la caricia de los muertos, pero la caída del caballo lo había desorientado. Aguzó el oído para captar sonidos que pudieran indicarle en qué dirección encaminarse. Al igual que en la niebla real, el sonido se distorsionaba. Oyó entrechocar de armas y gritos de dolor, y supuso que en alguna parte había hombres luchando contra los vivos, no contra los muertos, pero no pudo precisar de qué dirección venían los ruidos de la batalla. Entonces oyó una voz que hablaba fría y desapasionadamente.

—Aquí hay otro.

Dos soldados, dos hombres vivos, luciendo el emblema de Neraka, se lanzaron contra él y las figuras fantasmales se dividieron como pañuelos de seda blanca cortados por una cuchilla. Los soldados atacaron sin destreza, asestando golpes con sus espadas, confiando en superarlo por la fuerza bruta antes de que se recobrara del paralizante terror. Con lo que no habían contado era con el hecho de que Gerard sintió tanto alivio de ver un enemigo de carne y hueso, uno al que se podía dar puñetazos y patadas y hacerlo sangrar, que el solámnico se defendió enérgicamente.

Desarmó a uno de los hombres, lanzando su espada por el aire, y propinó un puñetazo en la mandíbula del otro. No se quedaron para continuar la lucha. Al descubrir que su adversario era más fuerte de lo que esperaban, echaron a correr y dejaron a Gerard en manos de sus espantosos carceleros, las almas de los muertos.

La mano de Gerard se cerró espasmódicamente sobre la empuñadura de su espada. Temiendo otra emboscada, no dejaba de echar ojeadas a su alrededor, asustado de seguir donde estaba y más asustado de moverse. Los espíritus lo observaban, rodeándolo.

Un toque de cuerno hendió el aire como una cimitarra. Provenía de la ciudad, llamando a retirada. Fue un toque frenético y cortado rápidamente, en medio de una nota, pero indicó a Gerard la dirección hacia dónde debía dirigirse. Tuvo que dominar el instinto, ya que la última vez que había visto las murallas éstas se encontraban a su espalda, mientras que el sonido del cuerno había llegado del frente. Echó a andar hacia adelante, lentamente, reacio a tocarse con los espíritus, aunque era absurdo preocuparse por eso, porque aunque algunos extendían las manos hacia él en lo que parecía una lastimosa súplica y otros lo hacían con aparente intención de matarlo, no podían hacerle nada aparte de infundirle terror. Sin embargo, con eso era más que suficiente.

Cuando su contemplación se le hizo insoportable, cerró los ojos de manera involuntaria, esperando hallar cierto alivio, pero resultó aún más angustioso, porque entonces sintió el roce de los fantasmales dedos y oyó los susurros de las voces espectrales.

Para entonces, los soldados de infantería habían llegado a las enormes puertas de hierro de las murallas. Los aterrados hombres las golpearon a la par que pedían a gritos que las abrieran. Las puertas siguieron cerradas y atrancadas. Furiosos y asustados, llamaron a voces a sus compañeros del interior para que los dejasen entrar. Los soldados empezaron a empujar las puertas y a sacudirlas al tiempo que maldecían a los que estaban dentro.

Surgió una luz blanca y un estampido sacudió el suelo; una sección de la muralla, próxima a la puerta, explotó y enormes fragmentos de piedra quebrada llovieron sobre los soldados apiñados ante las puertas cerradas. Murieron centenares, aplastados bajo los cascotes. Los que sobrevivieron se quedaron atascados entre los escombros, suplicando ayuda, pero nadie acudió. Desde dentro de la ciudad las puertas permanecieron cerradas y atrancadas. El enemigo empezó a penetrar por la grieta abierta.

Al oír la explosión, Gerard escudriñó al frente intentando ver qué había pasado. Las almas giraban alrededor de él, pasaban a su lado, y sólo contempló rostros blancos y manos extendidas. Desesperado, se abalanzó contra las ondeantes figuras asestando golpes a diestro y siniestro con su espada. Habría tenido el mismo resultado si hubiese intentado cortar azogue, porque los muertos esquivaban las arremetidas para después apiñarse a su alrededor en mayor número.

Al caer en la cuenta de lo que estaba haciendo, Gerard se detuvo e intentó recobrar el control. Estaba tembloroso y empapado de sudor. La idea de su momentánea locura lo horrorizó. Se sentía como si lo estuviesen asfixiando; se quitó el casco y respiró profundamente varias veces. Cuando se hubo calmado, pudo oír voces —voces vivas— y el sonido de armas entrechocando. Siguió parado un instante más para orientarse y volvió a ponerse el yelmo, dejando levantada la visera a fin de ver y oír mejor. Mientras corría hacia el sonido, los muertos intentaron agarrarlo con sus gélidas manos. Tuvo la espeluznante sensación de ir corriendo a través de enormes telas de araña.

Llegó donde estaban seis soldados enemigos, vivos y bien vivos, que combatían contra un caballero montado. No pudo ver el rostro con el casco, pero sí dos largas y negras trenzas agitándose sobre sus hombros. Los soldados tenían rodeada a Odila e intentaban desmontarla del caballo. Ella los golpeaba con la espada, les daba patadas, detenía sus arremetidas con el escudo. Y al tiempo, mantenía su caballo bajo control.

Gerard atacó a los hombres desde atrás, cogiéndolos por sorpresa. Atravesó a uno con la espada y sacó el arma de un tirón a la par que propinaba un codazo en las costillas a otro. Al doblarse el hombre, le rompió la nariz de un rodillazo.

Odila descargó su espada sobre la cabeza de otro con tanta fuerza que hendió casco y cráneo, salpicando de sangre, sesos y fragmentos óseos a Gerard. El solámnico se limpió los ojos de sangre y se volvió hacia un soldado que tenía agarrada la brida del caballo e intentaba derribar al animal. Gerard descargó la espada contra las manos del individuo, al tiempo que Odila golpeaba a otro, con el escudo primero y después con su espada. Otro hombre se metió debajo del caballo y se situó a la espalda de Gerard. Antes de que éste tuviera tiempo de girarse para hacer frente a su nuevo adversario, el soldado propinó un violento golpe a Gerard a un lado de la cabeza.

El yelmo lo salvó de morir; la hoja rebotó en el metal y le abrió un tajo en la mejilla. Gerard no sintió dolor, y supo que le había herido sólo porque saboreó la sangre que resbalaba hasta su boca. El hombre le agarró la mano con la que empuñaba la espada, y le apretó los dedos con la fuerza de un cepo para obligarlo a soltarla. Gerard le golpeó en la cara y le rompió la nariz, a pesar de lo cual el tipo siguió forcejeando. El joven solámnico lo apartó de un empellón y le asestó un punterazo en la ingle que lo derribó en el suelo. Se adelantó para rematarlo, pero el hombre se incorporó con rapidez y echó a correr.

Demasiado exhausto para perseguirlo, Gerard se quedó quieto, respirando a boqueadas. Ahora le dolía la cabeza, y de un modo espantoso. También le resultaba doloroso sostener la espada, de manera que se la cambió a la mano izquierda, aunque lo que podría hacer con ella estaba por ver, ya que nunca había aprendido a manejarla con esa mano. Supuso que al menos podría utilizarla como un garrote.

Odila tenía la armadura abollada y cubierta de sangre, y Gerard ignoraba si la mujer estaba herida, pero no le quedaba resuello ni para preguntárselo. La mujer seguía montada en su caballo, mirando en derredor con la espada presta, esperando el siguiente ataque.

De repente Gerard cayó en la cuenta de que podía vislumbrar árboles perfilados contra el estrellado cielo. También vio a otros caballeros, algunos montados, otros a pie, otros de rodillas en el suelo y algunos tendidos. Veía las estrellas, las murallas de Solanthus, que resplandecían blancas a la luz de la luna, salvo una terrible excepción: faltaba una sección enorme de muralla, cerca de las puertas. Delante había un inmenso montón de piedras rotas.

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