Margaret Weis - El río de los muertos

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El río de los muertos: краткое содержание, описание и аннотация

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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Mina sonrió levemente, y la sonrisa dio calidez a sus ojos, que parecieron fluir sobre Gerard como miel.

—A lord Targonne le habría impresionado profundamente ese parecer. Al difunto lord Targonne.

—Lamento oír que ha muerto. —Gerard miró al arquero con un atisbo de impotencia; el hombre sonreía como si supiese exactamente lo que Gerard pensaba y sentía.

—Targonne está con el Único —contestó Mina en tono solemne y serio—. Cometió errores, pero ahora lo entiende y se arrepiente.

Aquello sorprendió extraordinariamente a Gerard. No sabía qué decir. ¿Quién era ese dios, el Único? No se atrevía a preguntar, pensando que, como Caballero de Neraka, debería saberlo.

—He oído hablar de ese dios —dijo Odila en tono severo. No hizo caso a Gerard, que le había pellizcado en la pierna para que se callase—. Alguien se refirió al Único. Una de esas falsas místicas de la Ciudadela de la Luz. ¡Blasfemia! Eso es lo que opino. Todo el mundo sabe que los dioses desaparecieron.

Mina alzó los ojos ambarinos y los clavó en Odila.

—Puede que los dioses desaparecieran para ti, solámnica —repuso—, pero no para mí. Suelta las ataduras de la dama solámnica y deja que desmonte. No te preocupes, que no intentará escapar. Después de todo, ¿adonde podría ir?

Gerard hizo lo que le mandaba y ayudó a Odila a bajar del caballo.

—¿Es que te propones que nos maten a los dos? —demandó en un susurro mientras desanudaba la tira de cuero que rodeaba sus muñecas—. ¡No es momento para discutir sobre teología!

—De momento, ha servido para que me desates las manos ¿verdad? —contestó ella, mirándolo a través de las espesas pestañas.

Él le propinó un fuerte empellón en dirección a Mina. Odila trastabilló, pero recobró el equilibrio y se plantó bien erguida ante la muchacha, que sólo le llegaba al hombro.

—No hay dioses para nadie —repitió, con la típica obstinación solámnica—. Ni para ti ni para mí.

Gerard se preguntó qué tendría en mente. Imposible adivinarlo. Tendría que estar alerta, preparado para pillar su plan y secundarlo.

Mina no estaba enfadada, ni siquiera molesta. Miró a Odila con paciencia, como haría una madre con una niña mimada que tiene una rabieta. Luego alargó la mano.

—Cógela —le dijo a Odila.

La solámnica la miró desconcertada, sin entender.

—Coge mi mano —repitió Mina, como si hablara con una niña torpe.

—Haz lo que te dice, condenada solámnica —ordenó Gerard.

Odila le lanzó una mirada. Lo que quiera que había esperado que ocurriera, no era eso. Gerard suspiró para sus adentros y sacudió la cabeza. Odila miró de nuevo a Mina y pareció a punto de negarse. Entonces su mano se tendió hacia la muchacha, y la solámnica contempló su mano sorprendida, como si el miembro estuviese actuando por propia iniciativa, en contra de su voluntad.

—¿Qué brujería es ésta? —gritó, y lo decía en serio—. ¿Qué me estás haciendo?

—Nada —repuso suavemente Mina—. La parte de tu ser que busca alimento para tu espíritu se tiende hacia mí.

La joven tomó la mano de Odila en la suya.

Odila soltó una exclamación ahogada, como de dolor. Intentó soltarse, pero no pudo, aunque Mina no hacía fuerza, que Gerard viera. Las lágrimas brotaron en los ojos de Odila; la mujer se mordió el labio inferior. El brazo le temblaba, su cuerpo se sacudía. Tragó saliva y pareció intentar soportar el dolor, pero al momento siguiente cayó de rodillas. Las lágrimas se desbordaron y corrieron por las mejillas. Inclinó la cabeza.

Mina se acercó a ella y le acarició el largo y oscuro cabello.

—Ahora lo ves —dijo quedamente—. Ahora lo entiendes.

—¡No! —gritó Odila con voz ahogada—. No, no lo creo.

—Sí que lo crees —afirmó Mina, que le cogió por la barbilla y le alzó la cabeza, obligándola a mirar sus ojos ambarinos—. No te miento. Tú te mientes a ti misma. Cuando hayas muerto, irás con el Único, y ya no habrá más mentiras.

Odila la miraba con expresión enloquecida.

Gerard se estremeció, helado hasta lo más profundo de su ser.

El arquero se inclinó y le dijo algo a Mina, que escuchó y asintió con la cabeza.

—El capitán Samuval cree que puedes proporcionar información valiosa sobre las defensas de Solanthus. —Mina sonrió y se encogió de hombros—. No necesito tal información, pero el capitán piensa que él sí la necesita. Por lo tanto, se te interrogará antes de matarte.

—No os diré nada —replicó roncamente Odila.

—No, supongo que no. —Mina la miró con tristeza—. Tu sufrimiento será en vano porque, te lo aseguro, no puedes revelarme nada que no sepa ya. Hago esto sólo para complacer al capitán Samuval. —Se agachó y besó a Odila en la frente—. Encomiendo tu alma al Único —dijo. Luego se irguió y se volvió hacia Gerard.

—Gracias por entregar tu mensaje. Te aconsejaría que no regresaras a Qualinost. Beryl no te permitirá entrar en la ciudad. Lanzará su ataque mañana al amanecer. En cuanto al gobernador Medan, es un traidor. Se ha enamorado de los elfos y sus costumbres, y su amor ha cobrado forma en la reina madre, Lauralanthalasa. No ha evacuado la ciudad como se le ordenó. Qualinost está repleta de soldados elfos, dispuestos a dar la vida en defensa de su ciudad. El rey, Gilthas, ha tendido una trampa a Beryl y a sus ejércitos; una trampa astuta, he de reconocer.

Gerard se quedó boquiabierto a más no poder. Pensó que tendría que defender a Medan, pero luego supo que no debía, porque al hacerlo se implicaría a sí mismo. O tal vez ella ya sabía que no era lo que aparentaba y que, hiciera lo que hiciera, nada cambiaría. Al menos se las arregló para preguntar lo que necesitaba saber.

—¿Se ha...? ¿Se ha puesto sobre aviso a Beryl? —Sentía la boca seca, y apenas pudo pronunciar las palabras.

—El dragón está en manos del Único, como todos nosotros —contestó Mina.

Le dio la espalda. Unos oficiales que aguardaban se adelantaron para reclamar su atención y la acosaron a preguntas. Se acercó a ellos para escucharlos y contestarles. Gerard había sido despedido.

Odila se puso de pie, tambaleándose, y se habría caído si Gerard no se hubiese adelantado y, fingiendo que la asía del brazo, la sostuvo. Se preguntó quién sostenía a quién realmente. Desde luego él necesitaba apoyo. Sudando profusamente, se sentía como si lo hubiesen estrujado.

—Yo no puedo contestarte —dijo el capitán Samuval, aunque Gerard no había preguntado nada. El capitán caminó a su lado para conversar—. ¿Es verdad lo que ha dicho Mina sobre Medan? ¿Es un traidor?

—Yo no... No lo... —La voz le falló. Estaba harto de mentir, aparte de que parecía inútil de todos modos. La batalla de Qualinost se sostendría al amanecer del día siguiente, si daba crédito a lo que la chica había dicho, y le creía, aunque no tenía ni idea de cómo o por qué. Sacudió la cabeza cansinamente—. Supongo que no importa. Ya no.

—Nos alegraría que te unieses a nuestras filas —ofreció el capitán Samuval—. Ven, te enseñaré dónde hay que llevar a la prisionera. El interrogador está todavía instalándose, pero lo tendrá todo listo mañana por la mañana. No nos vendría mal otra espada. —Echó una ojeada a la ciudad, cuyas murallas se encontraban abarrotadas de soldados—. ¿Cuántos hombres crees que hay ahí dentro?

—Un montón —contestó Gerard, dando énfasis a sus palabras.

—Sí, supongo que tienes razón. —El capitán se frotó la barbilla—. Apuesto a que ella lo sabe. —Movió el pulgar hacia Odila, que caminaba como ausente, sin apenas reparar en lo que la rodeaba ni adonde se dirigía, y sin importarle.

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