—Se me encargó que entregara el mensaje al Señor de la Noche —replicó obstinadamente, interpretando la quintaesencia del ayudante de un alto mando: oficioso y engreído—. Si lord Targonne ha muerto, entonces mis órdenes exigen que se lo entregue a la persona que ha ocupado su lugar.
—Como quieras. —El minotauro tenía prisa. Lo aguardaban cosas más importantes que intercambiar frases con el ayudante de un gobernador. Galdar apuntó con el pulgar hacia la nube de polvo—. Estarán instalando la tienda de mando. Encontrarás a Mina allí, dirigiendo el asedio. Destacaré a un hombre para que te guíe.
—No hace falta, señor... —empezó Gerard, pero el minotauro no le hizo ningún caso.
—En cuanto a tu prisionera —siguió Galdar—, puedes entregársela al interrogador. Estará montando su tienda cerca de la forja del herrero, como siempre.
Una desagradable imagen de brasas al rojo vivo y tenazas para desgarrar carne acudió a su mente. El minotauro ordenó a uno de los caballeros que los acompañase. Gerard podría haber pasado perfectamente sin esa compañía, pero no se atrevió a hacer objeciones. Saludó al minotauro y taconeó al caballo. Por un instante temió que el animal, al sentir unas manos desconocidas manejando las riendas, se plantara, pero Odila le dio un leve taconazo y el caballo se puso en movimiento. El minotauro observó intensamente a Gerard, que sintió correrle el sudor por el pecho bajo aquel escrutinio. Después el minotauro hizo volver grupas a su montura y se alejó a galope. Él y el resto de la patrulla se perdieron de vista enseguida, detrás de la línea de los árboles. Gerard tiró de las riendas y oteó hacia atrás, en dirección al río.
—¿Qué pasa? —demandó el caballero negro que los escoltaba.
—Me preocupa mi dragón —contestó Gerard—. Filo Agudo pertenece al gobernador. Han sido compañeros durante años. Me juego la cabeza si le ocurre algo. —Se volvió a mirar al caballero—. Me gustaría ir para comprobar que todo va bien y poner al corriente a Filo Agudo de lo que pasa.
—Mis órdenes son llevarte ante Mina —adujo el caballero.
—No es necesario que vengas —replicó Gerard de manera cortante—. Mira, parece que no lo entiendes. Filo Agudo tiene que haber oído el toque de los cuernos. Es un Azul. Ya sabes cómo son los Azules. Husmean la batalla. Probablemente piensa que los malditos solámnicos han destacado a toda la condenada ciudad para encontrarlo. Si se siente amenazado, podría atacar por error a vuestro ejército...
—Mis órdenes son llevarte ante Mina —repitió el caballero con cerril obstinación—. Después de que le presentes tu informe, podrás volver con el dragón. No debes preocuparte por la bestia. No nos atacará. Mina no se lo permitiría. En cuanto a sus heridas, Mina lo curará, y los dos podréis regresar a Qualinesti.
El caballero siguió adelante, dirigiéndose hacia el grueso principal del ejército. Gerard masculló imprecaciones contra el caballero bajo la seguridad que le ofrecía el casco, pero no le quedó más remedio que seguirlo.
—Lo siento —dijo, aprovechando el ruido de los cascos del caballo—. Estaba seguro de que se lo tragaría. Si se libraba de nosotros, del servicio en la patrulla, haría lo que le diese la gana durante una o dos horas, y después regresaría a su unidad. —Gerard sacudió la cabeza—. Es mi mala suerte la que me ha puesto en el camino del único caballero negro responsable.
—Lo intentaste —dijo Odila que, retorciendo las manos, se arregló para darle una palmadita en la rodilla—. Hiciste todo lo posible.
El guía marchaba delante a buen paso, deseoso de cumplir con su tarea. Molesto porque no se movieran más rápido, les hizo un gesto para que apresuraran el paso. Gerard hizo caso omiso del caballero y siguió dándole vueltas a lo que el minotauro había dicho sobre que los caballeros negros estaban poniendo sitio a Solanthus. De ser así, podían ir de camino hacia un ejército de diez mil hombres o más.
—¿A qué te referías cuando dijiste que odiaba a los hombres? —preguntó Odila.
Sacado bruscamente de sus reflexiones, Gerard no tenía la menor idea de qué hablaba la mujer, y así se lo hizo saber.
—Dijiste que despreciabas a las mujeres y que yo odiaba a los hombres. ¿A qué te referías?
—¿Cuándo dije eso?
—Cuando hablábamos sobre cómo llamarte. Y añadiste que los dos le teníamos más miedo a la vida que a la muerte.
Gerard sintió que enrojecía, y se alegró de que el casco le ocultara la cara.
—No me acuerdo. A veces digo cosas sin pensar...
—Me da la impresión de que llevas reflexionando sobre eso desde hace mucho tiempo —lo interrumpió Odila.
—Sí, bueno, tal vez. —Gerard se sentía incómodo. No había sido su intención abrirse tan completamente, y desde luego no quería hablar con ella de lo que guardaba en su interior—. ¿Es que no tienes otras cosas de las que preocuparte? —demandó, irritado.
—¿Cosas como agujas al rojo vivo clavadas debajo de mis uñas? —inquirió fríamente ella—. ¿O mis articulaciones descoyuntándose en el potro? Sí, tengo mucho de lo que preocuparme. Prefiero hablar de esto.
Gerard guardó silencio un momento.
—No estoy seguro de lo que quise decir —contestó después, violento—. Quizá fue simplemente el hecho de que no parece que tengas muy buena opinión de los hombres en general, no sólo de mí. Eso es comprensible. Pero vi cómo reaccionabas con los otros caballeros durante la reunión del Consejo, y con el carcelero, y...
—¿Y cómo reacciono? —demandó la mujer, que se giró en la silla para mirarlo—. ¿Qué pasa con mi modo de reaccionar?
—¡No te vuelvas! —espetó Gerard—. Eres mi prisionera, ¿recuerdas? No tenemos que mantener una agradable charla.
Ella aspiró sonoramente por la nariz.
—Para tu información, adoro a los hombres. Lo que pasa es que creo que todos son unos embaucadores, unos sinvergüenzas y unos mentirosos. Forma parte de su encanto.
Gerard abrió la boca para replicar cuando el caballero de escolta regresó a galope hacia ellos.
—¡Maldita sea! —masculló Gerard—. ¿Qué querrá ahora ese idiota?
—Estás remoloneando —dijo el caballero en tono acusador—. Date prisa, he de volver a mi servicio.
—Ya he perdido un dragón por una lesión —replicó Gerard—. No estoy dispuesto a perder también un caballo.
Sin embargo, no había nada que hacer. Ese caballero iba a pegarse a ellos como una garrapata chupasangre, así que Gerard aceleró el paso.
Al entrar en la periferia del campamento vieron que el ejército empezaba a atrincherarse para el asedio. Los soldados instalaban los reales fuera del alcance de las flechas procedentes de las murallas de la ciudad. Unos cuantos arqueros de Solanthus habían probado suerte, pero los proyectiles quedaron muy cortos y, finalmente, dejaron de disparar. Probablemente sus oficiales les habían dicho que dejaran de hacer el tonto y ahorraran flechas.
Nadie en el campamento enemigo prestaba atención a los arqueros, aparte de echar una ojeada de vez en cuando a las murallas donde se alineaban los soldados. Las miradas eran furtivas y a menudo las seguía un comentario con un compañero; después, ambos enarcaban las cejas, sacudían la cabeza y reanudaban el trabajo antes de que un oficial se diese cuenta. Los soldados no parecían asustados ante la vista imponente de la ciudad, sino simplemente desconcertados.
Gerard satisfizo su curiosidad y observó atentamente alrededor. No formaba parte de ese ejército, de modo que su interés parecería justificado. Se volvió hacia su guía.
—¿Cuándo llega el resto de las tropas?
—Los refuerzos vienen de camino. —La voz del caballero sonó tranquila, pero Gerard advirtió que los ojos del hombre parpadearon bajo el yelmo.
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