Margaret Weis - El río de los muertos

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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El miedo al dragón la arrolló. Empezó a temblar; las manos se le quedaron heladas, entumecidas. El gobernador estaba equivocado. Ella no podía hacer eso...

Un rayo de sol escapó bajo las alas del dragón y resplandeció en la Dragonlance. El arma ardió con fuego plateado.

Conmovida por su belleza, Laurana recordó a aquellos que habían enarbolado las lanzas tanto tiempo atrás. Se recordó a sí misma de pie, junto al cadáver de Sturm, con la lanza en la mano, haciendo frente a su asesina con aire desafiante. También en aquella ocasión había tenido miedo.

Laurana estiró la mano para tocar la Dragonlance. No tenía intención de utilizarla. Medía dos metros y medio, y no podría ocultársela al dragón. Sólo deseaba tocarla, por los recuerdos y en memoria de Sturm.

Quizá fue porque Sturm estaba con ella en ese momento. Quizá porque el valor de quienes blandieron esa lanza formaba parte del arma y ahora fluía a través del metal. Quizá porque su propio valor, el del Áureo General, el que siempre había estado allí, fluyó de ella a la lanza. Lo único que supo con certeza fue que, cuando la tocó, se le ocurrió un plan. Sabía lo que haría.

Resuelta, Laurana asió la Dragonlance y la llevó consigo al balcón.

32

Estrella perdida

Hubo un tiempo en el que pensó que los dragones eran hermosos. Los dragones enemigos, los dragones de la diosa Takhisis. Eran hermosos, sí, y letales. Los Rojos, cuyas escamas lanzaban destellos llameantes con la luz del sol y cuyo aliento era fuego. Los Azules, con su vuelo rápido y grácil, girando entre las nubes, elevándose en las corrientes térmicas. Los Blancos, fríos y resplandecientes, y los Negros, brillantes, sinuosos, y los Verdes, la muerte esmeralda. Les temía, los odiaba y los despreciaba, pero jamás había matado a uno sin sentir una intensa punzada de remordimiento al ver a una criatura tan magnífica caer del cielo mortalmente herida.

Ese dragón no era hermoso. Beryl era fea, gorda e hinchada; horrenda. Sus alas apenas podían soportar el inmenso cuerpo. Su cabeza estaba mal formada, con la frente sobresaliendo por encima de los ojos, que eran inexpresivos y opacos. Tenía la mandíbula inferior colgante, y los dientes montados unos sobre otros y podridos. El color de sus escamas no era el verde brillante de las esmeraldas, sino el de una carne putrefacta, de carne comida por gusanos. Sus ojos no brillaban con inteligencia, sino que titilaban con la débil llama de la codicia y la astucia artera. Fue entonces cuando Laurana supo con certeza que ese dragón no era de Krynn. Beryl no era una criatura tocada por la mente de los dioses. No rendía culto a nada salvo a su propio deseo salvaje, no veneraba a nadie salvo a sí misma.

La sombra de las alas de Beryl se deslizó sobre Qualinost, cubriendo la ciudad de oscuridad. Laurana se mantuvo erguida, orgullosamente, en el balcón, contemplando la ciudad, y vio que la oscuridad no hacía languidecer a los álamos ni marchitaba las rosas. Eso podría llegar después, pero ahora el pueblo elfo y la tierra elfa se erguían desafiantes.

—Libraremos al mundo de un monstruo, al menos —musitó Laurana en el mismo instante en que la primera ráfaga de viento provocada por las alas del dragón le sacudía el cabello—. Estabas equivocado, Kelevandros. Éste no es el momento de nuestra perdición. Es nuestra hora de gloria.

Beryl voló pesadamente hacia ella, con las fauces abiertas en una babeante mueca de triunfo. El miedo al dragón irradiaba de la bestia en oleadas, pero ya no afectaba a Laurana. Había experimentado el sobrecogimiento generado por una deidad, y ese monstruo mortal no tenía nada de aterrador para ella, por espantosa que fuese su apariencia.

Un antepecho de oro bruñido, que le llegaba a la cintura, bordeaba el balcón de la Torre del Sol. Era un antepecho grueso y sólido, pues había sido moldeado del núcleo de la propia Torre por antiguos hechiceros elfos. El balcón sobresalía en una línea voladiza de suave trazo y el pretil rodeaba protectoramente a quien estuviese detrás. Era lo bastante amplio para acoger una delegación de elfos. Una elfa sola, en el centro, parecía muy pequeña, casi perdida. Tendría que haber habido dos personas en él, conforme al plan. Beryl esperaría a dos: el gobernador Medan y su prisionera, la reina madre.

Nada de lo que Laurana pudiese decir o hacer, ninguna mentira que se le ocurriera, despejaría las sospechas de Beryl. Hablar sólo le daría tiempo a la Verde para pensar y reaccionar.

Los rojizos ojos de Beryl recorrieron el balcón. Ahora se encontraba lo bastante cerca para distinguir detalles y, aparentemente, lo que veía no la conformaba, porque su mirada fue de un lado a otro del balcón varias veces. La saliente frente se arrugó y los perversos ojos se estrecharon; las fauces, repletas de dientes, se torcieron en una mueca, como si ya hubiese previsto que ocurriría algo así.

Eso ya no importaba. No importaba nada salvo que en ese día los qualinestis y quienes eran sus amigos y aliados dedicarían hasta su último aliento en destruir a aquella despreciable bestia.

Laurana llevó la mano al broche de la capa blanca y lo soltó. La prenda cayó al suelo del balcón. La armadura de Laurana, la del Áureo General, brilló con la luz del sol. El viento de las alas del dragón agitó su cabellera, que ondeó hacia atrás como un estandarte dorado.

Beryl se encontraba ya peligrosamente cerca de la Torre. Unos pocos impulsos más con las alas y la inmensa cabeza estaría tan cerca de Laurana que podría tocarla extendiendo el brazo. La elfa sufrió una arcada por los gases del nocivo y mortífero aliento del dragón. Medio asfixiada, temió perder el sentido. El viento —un viento frío, con un indicio de trueno— cambió de dirección y sopló desde el norte, alejando los gases venenosos.

Laurana asió la empuñadura de la espada, Estrella Perdida, y la desenvainó. La hoja centelleó al reflejar la luz del sol, y la gema resplandeció.

Beryl vio la espada en manos de la mujer elfa y la imagen le resultó divertida. Sus fauces se abrieron en lo que podría ser una espantosa risa, pero entonces la Verde percibió la magia. Los ojos rojizos brillaron enardecidos, y la saliva escurrió entre los colmillos. Los crueles ojos se desviaron hacia la Dragonlance, una llama argéntea bajo los rayos del sol, y se abrieron de par en par. Beryl inhaló con sobrecogimiento y deseo.

La legendaria Dragonlance, perdición de dragones. Forjadas por Theros Ironfeld, el del Brazo de Plata, valiéndose del sagrado Mazo de Kharas, las lanzas tenían el poder de atravesar las escamas de los reptiles y penetrar a través de músculos, tendones y huesos. Los dragones nativos de ese insignificante mundo hablaban de la lanza con miedo y sobrecogimiento. Beryl se había reído con desdén, pero se había despertado su curiosidad y su ansia de ver una, de poseerla, porque las lanzas eran mágicas.

Una espada mágica, una lanza mágica, una reina elfa, una ciudad elfa... Rica recompensa para el trabajo de ese día.

Asiendo la espada por debajo de la empuñadura, Laurana caminó hasta el borde del balcón y sostuvo en alto a Estrella Perdida. Levantó la voz y clamó como un himno enardecedor de desafío y orgullo:

—¡Soliasi Arath!

Abajo, a gran distancia del balcón de la Torre del Sol, Dumat se agazapaba en las sombras del tejado de una casa elfa. Ocultos tras el camuflaje de las ramas de álamo, veinte elfos lo observaban, esperando la señal. Al lado de Dumat se encontraba su esposa elfa, Ailea, lista para traducir si el oficial tuviese que impartir órdenes. Dumat hablaba un poco el elfo, y Ailea se reía siempre por su acento. Una vez le dijo que era como oír a un caballo hablando elfo. Él le sonrió y ella le devolvió la sonrisa, ambos seguros de sí mismos, ambos dispuestos. Se habían despedido la noche anterior.

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