—¡Tirad, maldita sea! —susurró Dumat—. ¡Tirad!
Los elfos vieron morir a la reina madre, a sus seres queridos. Vieron al dragón destruir la Torre del Sol, el símbolo de la esperanza y el orgullo elfos. Emplearon la fuerza que les proporcionaban el dolor y la rabia para tirar de la bestia hacia abajo.
Beryl luchó para librarse de las cuerdas y del espantoso dolor, pero cuanto más se revolvía más se enredaba en la telaraña elfa. Las sacudidas de sus miembros, su cabeza y su cola aplastaban edificios y derribaban árboles. Se debatía ferozmente para soltarse, porque sabía que cuando cayese al suelo sería vulnerable. Los elfos se acercarían con lanzas y flechas para rematarla.
Los elfos advirtieron que el dragón empezaba a debilitarse. Sus sacudidas se tornaron menos violentas, menos destructivas.
La bestia estaba muriendo.
Convencidos de ello, los elfos tiraron con todo su empeño y, finalmente, tuvieron éxito. Consiguieron arrastrar el colosal cuerpo de Beryl al suelo.
La gran Verde aterrizó con un golpe demoledor que aplastó edificios y a todos los que no habían podido escabullirse. La fuerza del impacto causó temblores en el subsuelo, zarandeó a los enanos que esperaban en los túneles, desprendió rocas y polvo sobre sus cabezas, haciendo que alzaran la vista, consternados, a las vigas que apuntalaban las paredes e impedían que los túneles se desplomaran.
Cuando los temblores cesaron y el polvo se posó, los elfos empuñaron sus lanzas y corrieron a rematar al dragón. Después de haberlo destruido, estarían preparados para enfrentarse a su ejército. Los elfos empezaron a hablar de victoria. Qualinost había sufrido graves daños, muchos habían muerto, pero la nación elfa sobreviviría. Enterrarían a sus muertos y los llorarían. Entonarían cantos triunfales por la muerte del dragón.
Sin embargo, Beryl no estaba muerta; ni mucho menos, como había dicho Dumat. La Dragonlance le había causado un intenso dolor que la había trastornado, ofuscando su mente, pero ahora el dolor empezaba a remitir. Su pánico desapareció y dio paso a una furia que era fría, calculadora y peligrosa, mucho más peligrosa que sus destructoras sacudidas. Sus tropas se estaban agrupando en masa en las orillas de las dos corrientes —dos afluentes del río de la Rabia Blanca— que rodeaban y protegían la ciudad. En esos momentos estarían preparándose para cruzar esas corrientes. Los elfos habían echado abajo los puentes, pero los soldados de Beryl habían llevado cientos de balsas y pontones flotantes por los que el ejército cruzaría las torrenteras de treinta metros de anchura.
A no tardar, sus soldados invadirían Qualinost y pasarían a cuchillo a los elfos. La sangre elfa fluiría por las calles, más dulce para Beryl que el vino de mayo. La llegada de sus tropas le planteaba una nueva dificultad: no podría utilizar sus gases venenosos para matar a los elfos, o acabaría también con sus soldados. Pero eso sólo era un pequeño inconveniente, nada por lo que preocuparse. Simplemente mataría elfos a decenas, no a centenares.
Obligándose a relajarse, Beryl fingió debilidad y yació despatarrada ignominiosamente sobre el suelo. Sintió una sombría satisfacción al sentir que los árboles —tan amados por los elfos— se hacían astillas bajo su gigantesco cuerpo. Parpadeó para librarse de la sangre que le resbalaba por los ojos y contempló la destrucción que había ocasionado en la otrora hermosa ciudad; aquello bastó para levantarle considerablemente el ánimo. Nunca había odiado tanto a nadie ni a nada —ni siquiera a su pariente Malys— como ahora odiaba a los elfos.
Éstos empezaban a salir de sus agujeros, acercándose para mirarla. Sostenían lanzas y arcos, con las flechas apuntadas en su dirección. Beryl los observó con desprecio. No se había forjado la lanza que pudiera acabar con ella, ni siquiera la legendaria Dragonlance. Tampoco podían hacerle nada las flechas, que eran como aguijones de abejas para su tamaño. Vio a elfos rodeándola por doquier, criaturas necias, insignificantes, que la contemplaban con sus pequeños ojillos entrecerrados, parloteando en su lenguaje untuoso.
Que parlotearan lo que quisieran. Pronto tendrían algo de lo que hablar, de eso estaba segura.
El dolor en la cabeza seguía menguando. Tumbada en el suelo, Beryl estudió cuidadosamente la situación. Había roto o soltado algunas de las cuerdas, y podía sentir que otras se iban aflojando. Los conjuros también comenzaban a perder fuerza. Muy pronto, estaría libre para matar elfos, para acabar con ellos de uno en uno, aplastándolos y partiéndolos en dos. Su ejército se le uniría y, entre ambos, al final no quedaría un solo elfo vivo en el mundo. Ni uno solo.
La Dragonlance seguía siendo irritante. De vez en cuando, una abrasadora punzada de dolor le atravesaba la cabeza, con lo que su ira se acrecentaba. Yació en el suelo, con los elfos a la altura de los ojos, observándolos a través de los párpados entrecerrados. A lo lejos, oyó el toque de cuernos, la llamada de su ejército en marcha. Debían de haber visto su caída. Quizá pensaban que había muerto. Quizá sus comandantes despilfarraban ya, en sus obtusos cerebros, la parte del botín que se habrían visto obligados a compartir con ella. Pues se llevarían una sorpresa. Todos iban a llevársela...
Lanzando un rugido de desafío y triunfo, Beryl levantó la cabeza. Sus inmensas garras se hundieron en el suelo. Con un impulso de las gigantescas patas, se puso de pie.
Los túneles de los enanos, una colmena laberíntica construida debajo de Qualinost, se combaron y hundieron bajo el peso del dragón. El suelo cedió.
El rugido de Beryl se transformó en un grito de sobresalto. Luchó para salvarse, arañando con las patas, batiendo frenéticamente las alas para elevarse del hundimiento. Pero las alas seguían enredadas con las cuerdas y sus pies no encontraron apoyo. Una mano inmortal rompió los huesos del mundo, resquebrajó la tierra. Beryl se precipitó por la fisura abierta.
Torvald Granito Blanco, primo del thane de Thorbardin y cabecilla del ejército de enanos que había acudido a Qualinost para combatir a los Caballeros de Neraka, oyó la batalla que se dirimía sobre su cabeza aunque no podía verla. Torvald se encontraba al pie de una escalera de mano que conducía a la superficie, unos seis metros más arriba. Esperaba la señal que significaba que el ejército invasor había empezado a vadear los ríos. Su propio ejército, compuesto por un millar de enanos, emergería entonces de ese túnel y de otros, excavados debajo de la ciudad, para atacar.
El túnel estaba tan oscuro como una noche negra, ya que los gusanos excavadores y sus brillantes larvas habían sido enviados de vuelta a Thorbardin. La oscuridad, el espacio confinado y el olor a tierra recién removida y a desperdicios de los gusanos no molestaban a los enanos, sino que les resultaban familiares y agradables. Sin embargo, estaban deseosos de abandonar los túneles, ansiosos de enfrentarse a sus enemigos, de batallar, y toqueteaban sus hachas y hablaban de la próxima gloria con sombría expectación.
Cuando los enanos sintieron los primeros temblores del suelo bajo sus pies, lanzaron un vítor que levantó ecos por los túneles, ya que esperaban que aquello significara que la estrategia de los elfos estaba funcionando. Al dragón se le había hecho bajar del aire y yacía indefenso en el suelo, enredado en cuerda mágica de la que no podría escapar.
—¿Qué pasa? —bramó Torvald al explorador, que se encontraba agazapado cerca de la salida, con la cabeza asomada entre las ramas de un lilo arbustivo.
—La tienen —fue la lacónica respuesta—. No se mueve. Está en las últimas.
Los enanos volvieron a vitorear. Torvald asintió con la cabeza; iba a dar la orden para que sus hombres empezaran a trepar por la escalera de mano cuando un feroz rugido puso de manifiesto que el explorador se había equivocado. El suelo se sacudió bajo los pies de Torvald; el temblor fue tan fuerte que los puntales que sostenían las paredes crujieron de manera ominosa. El polvo cayó sobre sus cabezas.
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