Margaret Weis - El río de los muertos

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El río de los muertos: краткое содержание, описание и аннотация

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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—Bastante he aguantado con tener que transportar a esa sabandija hasta aquí —gruñó Filo Agudo. Dirigió la mirada hacia Goldmoon y el ojo rojizo del reptil centelleó—. No eres lo que el caballero Gerard afirmó que eras, ¿verdad? No eres una mística oscura.

—No, no lo soy. Pero te agradezco que me hayas traído a Foscaterra —respondió la mujer con aire ausente. No temía la ira del Azul. Sentía una mano protectora sobre ella, tan fuerte como la mano pétrea que ahora la sostenía. Ningún ser mortal podía hacerle daño.

—No quiero tu agradecimiento —replicó Filo Agudo—. No significa nada para mí. Lo hice por ella. —Sus ojos se empañaron y se alzaron a la luna brillante, al cielo estrellado—. Oigo su voz. —Bajó los ojos para mirar fijamente a la mujer—. Tú también la oyes, ¿verdad? Pronuncia tu nombre: Goldmoon, princesa de los que-shus. Conoces la voz.

—La oigo —admitió ella, preocupada—, pero no la reconozco.

—Yo sí —afirmó, agitado, el Azul—. Me convoca, y obedeceré a su llamada, pero no sin mi amo. Él y yo estamos muy unidos.

El dragón extendió las alas y se impulsó para remontar el vuelo directamente hacia arriba a fin de evitar los enormes árboles. Voló hacia el sur, en dirección a Qualinesti.

Tasslehoff se levantó y recogió sus saquillos.

—Espero que sepas dónde nos encontramos, Burrfoot —instó Acertijo en un tono severo y acusador.

—No, no lo sé —contestó alegremente el kender—. No reconozco nada de esto. —Luego añadió con un suspiro de alivio:— Estamos perdidos, Goldmoon. Totalmente perdidos.

—Ellos conocen el camino —dijo la mujer, que contemplaba los rostros de los muertos alzados hacia ella.

Palin y Dalamar se hallaban en la planta baja de la Torre, observando atentamente la densa oscuridad que se extendía debajo de los cipreses. Densa, opresiva y vacía. Los espíritus errantes habían desaparecido.

—Podríamos marcharnos ahora —sugirió Palin.

El mago se encontraba ante la ventana, con las manos metidas bajo las mangas de la túnica, ya que a esa hora temprana en la Torre hacía frío y humedad y él estaba destemplado. Dalamar había mencionado algo sobre un ponche caliente y lumbre en la chimenea de la biblioteca, pero aunque la idea de calentarse el cuerpo y el estómago sonaba bien, ninguno de los dos se movió de donde estaba.

—Podríamos salir ahora, mientras los muertos no rondan por aquí para acosarnos. Podríamos irnos los dos.

—Sí. —Dalamar también miraba por la ventana y tenía las manos guardadas bajo las mangas—. Podríamos irnos. —Echó una mirada de reojo a Palin—. O, más bien, podrías salir tú si quieres, y buscar al kender.

—Pero tú también puedes irte. Nada te retiene aquí ya. —Se le ocurrió algo de repente—. O quizás es que desde que los muertos han desaparecido, también ha desaparecido tu magia.

Dalamar esbozó una torva sonrisa.

—Lo dices como si esperaras que fuera así, Majere.

—Sabes que no era ésa mi intención —replicó Palin, molesto, aunque muy en el fondo de su ser algo musitó que quizá sí era eso lo que había querido decir.

«Aquí estoy, un hombre de edad madura, un hechicero de considerable poder y renombre —se dijo—. No he perdido mis habilidades, como temía, sino que los muertos me han estado robando mi magia. Sin embargo, en presencia de Dalamar, me siento inmaduro, inferior e incompetente, como me sentí la primera vez que vine a la Torre para pasar la Prueba. Quizá peor, porque es algo natural de la juventud tener confianza de sobra en uno mismo. Me estoy esforzando continuamente para demostrar mi valía a Dalamar y siempre me quedo corto. ¿Y por qué lo hago? —se preguntó—. ¿Qué me importa lo que este elfo oscuro opina de mí? Dalamar nunca se fiará de mí, nunca me respetará. No por nada de lo que soy, sino por lo que no soy. No soy mi tío. No soy Raistlin.»

—Podría marcharme, pero no lo haré —manifestó el elfo, cuyas delicadas cejas se fruncieron mientras seguía contemplando la vacía oscuridad. Tuvo un escalofrío y se ajustó más la túnica—. Siento un hormigueo en las puntas de los dedos. Tengo el vello erizado. Aquí hay una presencia, Palin. La he sentido a lo largo de toda la noche. Como un aliento en la nuca, un susurro en el oído. El sonido de una risa distante. Una presencia inmortal, Majere.

Un incómodo desasosiego se había apoderado de Palin.

—Esa chica y su conversación sobre el dios Único te ha afectado, amigo mío. Eso y una imaginación febril, además de que lo que comes no es suficiente ni para sustentar el pajarillo de mi mujer.

No bien había acabado de decirlo, cuando Palin deseó no haber mencionado a su esposa, no haber pensado en Usha.

«Debería abandonar la Torre ahora mismo, aunque sólo fuera para regresar a casa. Usha estará preocupada por mí. Si se ha enterado del ataque a la Ciudadela de la Luz, quizá piensa que he muerto.»

—Pues que lo piense —musitó—. Hallará más paz en la idea de que estoy muerto de la que ha conocido nunca viviendo conmigo. Si me cree muerto, me perdonará por haberle hecho daño. Sus recuerdos serán gratos...

—Deja de mascullar entre dientes, Majere, y mira fuera. ¡Los muertos han regresado!

Donde antes todo era quietud, ahora la oscuridad había cobrado vida de nuevo, bullía con los muertos. Los inquietos espíritus habían regresado, deambulaban entre los árboles, acechaban la Torre, contemplándola con ojos que traslucían ansiedad y ardían con deseo.

Palin soltó un corto y ahogado grito y saltó hacia la ventana. La golpeó tan fuerte con las manos que por poco rompe el cristal.

—¿Qué? —instó el elfo oscuro, alarmado—. ¿Qué ocurre?

—¡Laurana! —exclamó Palin, que recorría con la mirada el río de almas—. ¡Laurana! ¡La he visto! ¡Lo juro! ¡Mira! ¡Mira allí! No... Ya no está...

Se apartó de la ventana y caminó resueltamente hacia la puerta protegida con conjuros.

Dalamar saltó hacia él y lo agarró por el brazo.

—Majere, esto es una locura...

—Voy a salir. —Palin se soltó de un tirón—. Tengo que encontrarla.

—No, Palin. —Dalamar se interpuso en su camino y lo aferró con fuerza, hundiendo los dedos en sus brazos—. No querrás encontrarla. Créeme, Majere, no será Laurana. No la Laurana que conocías. Será... como los otros.

—¡Mi padre no lo era! —replicó furioso mientras forcejeaba para soltarse. ¿Quién habría pensado que el escuálido elfo tendría tanta fuerza?—. Intentó advertirme...

—No lo era al principio —dijo Dalamar—. Pero lo es ahora. No puede evitarlo. Lo sé. Los he utilizado. Me han servido durante años.

Calló, aunque siguió agarrando a Palin y observándolo con cautela. El hechicero humano consiguió librarse de las manos del elfo.

—Suéltame —dijo—. No voy a ninguna parte. —Se frotó los brazos y regresó junto a la ventana para mirar fuera.

—¿Seguro que era Laurana? —preguntó Dalamar tras un corto silencio.

—Ya no estoy seguro de nada. —Pero sí estaba preocupado, frustrado, helado hasta los huesos—. Tú y tu maldito vello de punta...

—... hemos venido al sitio equivocado —gritó lastimeramente una voz estridente y aguda desde la oscuridad—. No es ahí donde quieres ir, Goldmoon. Confía en mí. Conozco las Torres de la Alta Hechicería, y ésta no es la correcta.

—¡Busco al hechicero Dalamar! —llamó otra voz—. Si está dentro, que abra la puerta para dejarme pasar.

—No sé cómo ni por qué —exclamó Palin, que miraba sorprendido a través del cristal—, pero ahí está Tasslehoff y ha traído a Goldmoon.

—Por las apariencias, yo diría que ha sido al revés —comentó Dalamar mientras retiraba el conjuro de la puerta.

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