—La importancia del gnomo —repitió, enfadado, Palin—. Gnomos... La historia de mi tío... ¿Qué quiere decir con eso? Siempre tan condenadamente misterioso...
Rezongando entre dientes, Palin llevó al reacio Tasslehoff escaleras arriba. El mago no hizo caso de las súplicas, las excusas y las mentiras del kender, algunas bastante originales. Su atención se centraba en el pequeño y arrugado gnomo que subía los peldaños a su lado, sin dejar de protestar todo el rato por el dolor de piernas y encomiando las virtudes de la gnomolanzaderas, con las que una escalera no tenía ni punto de comparación.
Palin no conseguía encontrar absolutamente ningún significado a la presencia del gnomo. No a menos que Dalamar tuviese intención de instalar gnomolanzaderas.
Escoltó a los dos a la habitación señalada, soltó a la fuerza los dedos de Tas cuando el kender intentó aferrarse a la jamba de la puerta y lo metió de un empellón. El gnomo entró a continuación, parloteando sobre violación de códigos de la construcción y preguntando sobre las inspecciones anuales. Tras realizar un conjuro de cierre mágico en la puerta, para mantener dentro a sus reacios invitados, Palin se volvió hacia Tasslehoff.
—Bien, con respecto al ingenio de viajar en el tiempo...
—No lo tengo, Palin, de veras —repuso enseguida el kender—. Lo juro por la barba de tío Saltatrampas. Les lanzaste todas las piezas a los draconianos, lo sabes. Están desperdigadas por todo el laberinto de setos...
—¡Ah! —gritó el gnomo y fue hacia un rincón, donde se quedó con la cabeza apoyada contra la pared.
—Las piezas del ingenio se esparcieron por el laberinto de setos —continuó precipitadamente Tas—, junto con los trozos de los draconianos.
—Tas —lo interrumpió severamente Palin, consciente de que el tiempo pasaba y deseando acabar cuanto antes con aquello—. Tienes el ingenio. Regresó a ti. Tiene que regresar a ti, aunque sea en trozos. Creí que lo había destruido, pero el artilugio no puede destruirse, como tampoco puede perderse.
—Palin, yo... —empezó Tas, temblándole los labios.
El mago se preparó para oír más mentiras.
—¿Sí, Tas?
—Palin... ¡Me vi a mí mismo! —barbotó el kender.
—De verdad, Tas, déjate de...
—¡Estaba muerto, Palin! —susurró Tas. Su cara, normalmente rubicunda, se había puesto pálida—. Estaba muerto y... ¡Y no me gustó! Era espantoso, Palin. Estaba frío, muy, muy frío. Y perdido, y asustado. Nunca he estado perdido y nunca he estado asustado. No de ese modo, en cualquier caso.
»No me hagas volver para que muera, Palin —suplicó—. No me conviertas en... ¡En una cosa muerta! Por favor, Palin. ¡Prométeme que no lo harás! —Tasslehoff se agarró al mago con fuerza—. ¡Prométemelo!
Palin nunca había visto al kender tan fuera de sí. Se conmovió hasta el borde de las lágrimas. Estaba desconcertado, preguntándose qué hacer, mientras acariciaba el cabello de Tasslehoff con intención de tranquilizarlo.
«¿Qué puedo hacer? —se preguntó, impotente—. Tasslehoff tiene que volver para morir. No tengo elección en ese asunto. El kender debe regresar a su propio tiempo y morir bajo el pie de Caos. No puedo prometerle lo que me pide, por mucho que desee hacerlo.»
Lo que le asombraba era que Tasslehoff hubiese visto a su propio fantasma. Podría haber pensado que se trataba de una mentira, un intento del kender para distraerlo de su propósito de encontrar el ingenio. Sin embargo, aunque sabía que Tas no dudaría en decir una mentira —ya fuera porque le interesara o simplemente por divertirse—, Palin estaba seguro de que decía la verdad. Había visto miedo en los ojos del kender, algo totalmente inusitado, una imagen que le causaba una profunda tristeza.
Al menos eso respondía a una pregunta acuciante: ¿había muerto realmente Tasslehoff o simplemente había estado deambulando por el mundo todos esos años? El hecho de que hubiese visto a su propio fantasma respondía de manera concluyente. Tasslehoff Burrfoot había muerto al final de la batalla contra Caos. Estaba muerto. O, al menos, debería estarlo.
El gnomo se apartó del rincón, se acercó a ellos y dio unos golpecitos a Palin en las costillas con el dedo.
—¿No habló alguien de comida? —preguntó.
La importancia del gnomo. ¿Qué importancia podía tener ese irritante gnomo?
Soltándose de las manos crispadas de Tas, Palin se arrodilló delante del kender.
—Mírame, Tas. Eso es. Mírame y escucha lo que voy a decirte. No entiendo lo que ocurre. No sé qué está pasando en el mundo, y tampoco Dalamar. Pero sí sé una cosa: el único modo de que podamos descubrir lo que va mal y tal vez arreglarlo es que seas sincero con nosotros.
—Lo soy, Palin —repuso Tas mientras se limpiaba las lágrimas—. ¿Me harás regresar al pasado?
—Me temo que no me queda otro remedio, Tas —contestó Palin de mala gana—. Tienes que entenderlo. Yo no quiero. Haría cualquier cosa, daría cualquier cosa, por no tener que hacerlo. Has visto los espíritus de los muertos y sabes lo terriblemente desdichados que se sienten. No tendrían que seguir en el mundo. Algo o alguien los retiene aquí, prisioneros.
—¿Quieres decir que yo no tendría que encontrarme aquí? —preguntó el kender—. No el yo vivo, sino el yo muerto.
—No lo sé con seguridad, Tas. Nadie lo sabe. Pero creo que no. ¿Te acuerdas de lo que lady Crysania solía decir, que la muerte no era el final, sino el principio de una nueva vida? ¿Que nos reuniríamos con nuestros seres queridos, que nos habían precedido en el viaje, y que estaríamos juntos y conoceríamos nuevos amigos...?
—Siempre creí que estaría con Flint —dijo Tas—. Sé que me echa de menos. —Guardó silencio un instante y luego añadió—: Bien, si piensas que puede ayudar...
Soltó el cierre de su saquillo y, antes de que Palin pudiese detenerle, lo volcó y esparció el contenido sobre el suelo.
Entre huevos de pájaro, plumas de gallina, tinteros, tarros de mermelada, corazones de manzana y lo que parecía ser una estaca que alguien hubiese utilizado como pierna postiza, relucían los engranajes, las gemas, las ruedas y la cadena del ingenio de viajar en el tiempo a la luz de la vela.
—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —dijo el gnomo mientras se ponía en cuclillas y rebuscaba entre el montón de objetos—. Ruedas dentadas, un artilugio y un chirimbolo y un chisme. Palabras técnicas, ¿sabéis? —añadió al tiempo que echaba una ojeada a Tas y a Palin para ver si los había impresionado—. Incomprensibles para los aficionados. No sé muy bien qué era. —Reunió las piezas una por una, mirándolas con interés—. Pero no parece que esté en las condiciones adecuadas para funcionar. Y eso no es una suposición, ojo, sino la opinión de un profesional.
Utilizando la túnica a modo de bandeja, el gnomo llevó las piezas del ingenio hasta una mesa. Sacó la fantástica navaja que también era un destornillador y se puso a trabajar.
—Eh, tú, chico —dijo, agitando la mano en dirección a Palin—. Tráenos algo de comer. Bocadillos. Y una jarra de té fuerte. Tan fuerte como puedas prepararlo. Esta fiesta va a durar toda la noche.
Y entonces, por supuesto, Palin recordó la historia del ingenio. Comprendió la importancia de la presencia del gnomo.
Al parecer, lo mismo le ocurrió a Tasslehoff, que miraba a Acertijo con una expresión abatida y angustiada.
—¿Dónde has estado, Majere? —demandó Dalamar cuando Palin entró en la biblioteca. Saltaba a la vista que el elfo oscuro tenía los nervios de punta, que había estado paseando de un lado a otro de la estancia—. ¡Has tardado mucho! ¿Encontraste el ingenio?
—Sí, y también lo hizo el gnomo. —Palin miró atentamente a Dalamar—. Su aparición aquí...
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