Margaret Weis - El río de los muertos

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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—Completa el círculo —terminó la frase Dalamar.

Palin sacudió la cabeza, escéptico. Recorrió el cuarto con la mirada.

—¿Dónde está Goldmoon?

—Me pidió que la llevara al viejo laboratorio. Dijo que le había sido revelado que el encuentro sería allí.

—¿En el laboratorio? ¿No es peligroso?

—A menos que le asusten las bolas de pelusa y el polvo —respondió el elfo, encogiéndose de hombros—. Es el único peligro que puede haber.

—Antaño una cámara de misterios y de poder, el laboratorio se ha reducido a un depósito de polvo, el refugio de dos viejos inútiles.

—Habla por ti mismo. —Dalamar puso una mano en el brazo de Palin—. Y habla en voz baja. Mina está aquí. Debemos irnos. Trae la lámpara.

—¿Aquí? Pero ¿cómo...?

—Al parecer tiene libre acceso a mi Torre.

—¿Es que no piensas estar con ellas?

—No —respondió escuetamente el elfo—. Se me dio permiso para retirarme y ocuparme de mis asuntos. ¿Vienes o no? —demandó con impaciencia—. No podemos hacer nada, ninguno de los dos. Goldmoon ha de afrontarlo sola.

Palin dudó un momento, pero después decidió que lo mejor que podía hacer para ayudar a Goldmoon era no perder de vista al elfo oscuro.

—¿Adónde vamos?

—Por aquí —contestó Dalamar, que detuvo a Palin cuando el mago humano iba a bajar la escalera.

El elfo se volvió y pasó la mano sobre la pared al mismo tiempo que pronunciaba una palabra mágica. Una runa empezó a brillar débilmente sobre la piedra. El hechicero puso la mano sobre la runa, y una sección de la pared se deslizó hacia un lado, dejando a la vista una escalera. Al entrar en el hueco, escucharon fuertes pisadas que levantaban ecos en la Torre. Imaginaron que era el minotauro. La puerta secreta se cerró tras ellos y ya no oyeron nada más.

—¿Adónde conduce esto? —susurró Palin, levantando la lámpara para alumbrar la escalera.

—A la Cámara de la Visión, donde se encontraban los Engendros Vivientes —contestó Dalamar—. Pásame la lámpara. Iré delante, ya que conozco el camino. —Descendió rápidamente la escalera, con la túnica ondeando contra los tobillos.

—Confío en que no sobreviva ninguno de los Engendros Vivientes —deseó Palin con un gesto de repulsión al recordar lo que había oído comentar sobre algunos de los experimentos más horripilantes de su tío.

—No, murieron hace mucho tiempo, pobres diablos. —Dalamar hizo un alto para mirar a Palin. Sus oscuros ojos relucían con la luz de la lámpara—. Pero la Cámara de la Visión perdura.

—¡Ah! —exclamó Palin, entendiendo de repente.

Cuando Raistlin Majere se convirtió en el Amo de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas, también pasó a llevar una vida recluida. Rara vez salía de la Torre, dedicando su tiempo y su esfuerzo a incrementar sus poderes: mágicos, temporales y políticos. Con el propósito de mantenerse informado de lo que ocurría en el mundo, en especial los acontecimientos que podrían afectarlo, Raistlin había utilizado su magia para crear una ventana al mundo. En lo más profundo de los cimientos de la Torre excavó una pequeña estancia circular, con un estanque en el centro que llenó de agua encantada. Quienquiera que mirase en el estanque podía evocar un lugar y ver y oír lo que estaba sucediendo en ese sitio.

—¿Interrogaste al kender? —se interesó Dalamar mientras descendían por la secreta escalera espiral.

—Sí. Tiene el ingenio. Me dijo otra cosa que me pareció interesante, Dalamar. —Palin alargó la mano y tocó al elfo en el hombro—. Tasslehoff vio a su propio fantasma.

Dalamar se giró y lo alumbró con la lámpara.

—¿De veras? —Su voz sonaba escéptica—. ¿Y no será otro de sus cuentos?

—No. —Palin recordaba muy bien el terror reflejado en los llorosos ojos del kender—. No, decía la verdad. Tiene miedo, Dalamar. Nunca había visto asustado a Tasslehoff.

—Al menos eso prueba que murió —comentó el elfo sin andarse por las ramas. Reanudó el descenso y Palin suspiró.

—El gnomo está intentando arreglar el ingenio. A eso era a lo que te referías con lo de la importancia de la presencia del gnomo, ¿verdad? También fue un gnomo el que arregló el ingenio la última vez que se rompió. Gnimsh. El gnomo al que mi tío mató.

Dalamar no contestó nada y siguió bajando a buen paso.

—¡Escúchame, Dalamar! —instó Palin, que se acercó tanto al otro hechicero que hubo de tener cuidado para no pisarle el repulgo de la túnica y tropezar—. ¿Cómo es que el gnomo ha venido a parar aquí? No es simplemente una... casualidad, ¿verdad?

—No —murmuró el elfo—. Nada de casualidad.

—Entonces, ¿qué? —demandó Palin, exasperado.

Dalamar se paró de nuevo y alzó la lámpara para iluminar la cara de Palin, que echó la cabeza hacia atrás, deslumbrado.

—¿Es que no lo entiendes? —preguntó el elfo oscuro—. ¿Ni siquiera ahora?

—No —repuso, furioso, Palin—. Y creo que tampoco lo entiendes tú.

—No del todo —admitió Dalamar—. No del todo. Sin embargo, esta reunión aclarará muchas cosas.

Bajó la lámpara y empezó a bajar otra vez. No añadió nada más, como tampoco Palin, que no estaba dispuesto a rebajarse más haciendo preguntas que sólo tendrían acertijos por respuesta.

—Ya no funciona el cerrojo mágico —comentó el elfo oscuro mientras empujaba con aire impaciente una puerta cubierta de runas—. Era una pérdida de tiempo y de esfuerzo.

—Obviamente tú también has utilizado esta cámara una o dos veces —observó Palin.

—Oh, sí —repuso Dalamar con una sonrisa—. Vigilo de cerca a todos mis amigos.

Apagó la lámpara de un soplido.

Se encontraban al borde de un estanque de agua tranquila y oscura, tan tranquila y oscura como la cámara en la que habían entrado. Un chorro de llamas azules ardía en el centro del estanque, pero no daba luz. Era como si existiese en otro lugar, en otro tiempo, y Palin no vio nada al principio, salvo el reflejo del fuego azul en el agua. Entonces ambas imágenes convergieron en su vista; el chorro azul llameó y el mago humano pudo ver el interior del laboratorio con tanta claridad como si se hallara en él.

Goldmoon estaba de pie junto a la gran mesa de piedra...

35

El dios único

Goldmoon estaba de pie junto a la gran mesa de piedra, con la mirada fija —pero sin ver— en varios libros que se habían quedado esparcidos sobre ella. Oyó voces que se aproximaban. La de la persona con la que iba a reunirse, la persona que la había convocado a través de los muertos.

Con un escalofrío, Goldmoon se ciñó prietamente los brazos con las manos. Hacía frío en la Torre, un helor que nunca podría caldearse. Era un lugar de oscuridad, de pesadumbre, de ambición desmedida; un lugar de sufrimiento y de muerte. Su punto de destino, el final de su extraño viaje.

Dalamar le había proporcionado una lámpara, pero la débil luz no podía desvanecer la inmensa oscuridad. El brillo de la lámpara sólo servía para hacerle compañía. Sin embargo, agradecía contar con ella y se mantenía cerca de la pequeña llama. No se arrepentía de haber despedido a Dalamar. Nunca le había gustado ni había confiado en el elfo oscuro. Su repentina aparición allí, en ese bosque de muerte, sólo había servido para incrementar su desconfianza hacia él. Utilizaba a los muertos...

—Claro que, también lo hago yo —musitó la mujer.

Un inmenso poder para una persona. Para un simple mortal...

Goldmoon empezó a temblar. Ya había estado en presencia de una deidad, y su alma lo recordaba. Pero en eso había algo que no encajaba...

La puerta se abrió, empujada por una mano impaciente.

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