John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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Se echó hacia atrás, y su expresión se tornó seria por un momento.
—Sí —dijo—, la verdad es que aprecio a la pequeña salvaje.
—Y entonces, ¿por qué has de hacerlo?
—¡Se ha escapado!
Eso era obvio, y no se lo negué.
—¡Tengo que darle una lección!
Tampoco a eso dije nada.
—Por otro lado —añadió—, en el carro ya somos demasiados, y tiene que estar lista para la venta.
Volví a tomar la botella de Paga y eché otro trago.
—¿Quieres comprarla? —preguntó.
En aquel momento pensé en Kutaituchik y en la esfera dorada. La Toma del Presagio había empezado, y tenía que intentar robar la esfera para devolverla a las Sardar, ya fuese esa noche o cualquier otra de las siguientes. Estaba a punto de decir “no” cuando recordé a aquella chica de Cos, atada a la rueda, desesperada. Pensé en si podría pagar la suma que Kamchak pediría. Miré hacia arriba.
De pronto, Kamchak levantó la mano, indicando que me mantuviera en silencio, y escuchó con atención.
Los demás tuchuks del carro hicieron lo mismo. No se movía ni una mosca.
Al fin, también yo oí la llamada de un cuerno de bosko en la distancia, y después otra.
Kamchak se incorporó inmediatamente y gritó:
—¡Están atacando el campamento!
14. Tarnsmanes
Kamchak y yo nos precipitamos al exterior del carro de esclavos. En la oscuridad los hombres se apresuraban. Algunos llevaban antorchas, y otros ya habían montado en sus kaiilas. Las linternas de la guerra, verdes, azules y amarillas, ya estaban encendidas sobre sus varas; era la señal convenida para la reunión inmediata de los Orlus, las centenas, y de los Oralus, los millares. Cada guerrero de los Pueblos del Carro, y eso incluye a todos los hombres no incapacitados, es miembro de un Or, o de una decena; cada decena está incluida en un Orlu, o centena, que a su vez forma parte de un Oralu, o millar. Aquellos que no conocen a los Pueblos del Carro, o que solamente han oído hablar de sus rápidos ataques, tienden a pensar que o bien son unos fanáticos de la organización, o bien solamente unas hordas salvajes de guerreros desaprensivos. Pues bien: ninguno de los dos extremos es cierto. Cada hombre conoce su lugar en su decena, y la de su decena en su centena, y la de su centena en su millar. Durante el día, los cuernos de bosko y los movimientos de los estandartes dirigen las maniobras de esas unidades. Por la noche se hace por medio de linternas de guerra colgadas sobre altas varas que portan algunos jinetes.
Kamchak y yo montamos sobre las kaiilas que habíamos tomado prestadas y nos dirigimos tan rápidamente como nos fue posible, a través de aquella multitud enloquecida, hacia nuestro carro.
Cuando suenan los cuernos de bosko, las mujeres apagan los fuegos y preparan las armas de los hombres, concretamente los arcos y las flechas y también las lanzas. Las quivas se hallan siempre dispuestas sobre las sillas de montar. Los boskos son atados y los esclavos, que podrían aprovechar la confusión para escapar, encadenados.
Después de todo esto, las mujeres suben a lo alto de los carros y escudriñan desde la distancia las linternas de guerra, que pueden leer con la misma facilidad que un hombre, para comprobar si deben mover el carro y en qué dirección.
Oí el llanto de una criatura a la que metían en el interior de un carro. Kamchak y yo no tardamos en llegar al nuestro. Aphris había tenido la precaución de enganchar a los boskos. Kamchak apagó el fuego del exterior a patadas.
—¿Qué ocurre? —preguntó gritando la turiana.
Sin responder, y sin ningún tipo de contemplaciones, Kamchak la agarró por el brazo y la arrastró hacia la jaula de eslín en la que Elizabeth, de rodillas y asustada, estaba encerrada. El guerrero abrió la puerta con su llave y lanzó al interior de la jaula a Aphris. Era una esclava, y por lo tanto había que aprisionarla, para evitar así que se hiciera con un arma o que intentase luchar o prender fuego a los carros.
—¡No, por favor! —grito Aphris, sacando las manos por entre los barrotes.
Pero Kamchak ya había cerrado la puerta y echado el cerrojo.
—¡Amo! —gritaba Aphris.
Yo sabía que para ella era mejor que la encerraran en la jaula; si se hubiese quedado encadenada en el carro, o incluso en la rueda, habría corrido un gran peligro, pues los turianos, acostumbran a incendiar los carros en sus ataques.
Kamchak me dio una lanza, un carcaj con cuarenta flechas y un arco. La kaiila que montaba ya tenía en su silla las quivas, la correa y la boleadora. Acto seguido, saltando desde el último peldaño del carro a la grupa de su montura, se lanzó a galope tendido hacia el lugar de donde procedía la llamada de los cuernos.
Podía oír a Aphris, que continuaba llamando a su amo.
En tan sólo unos cuantos ihns, nos encontramos en el interior de la multitud que se apresuraba hacia sus puestos. Más adelante, los Oralus, los millares, ya estaban en formación, en un frente que se prolongaba a lo largo de varios pasangs. Las largas filas de jinetes, con pocos claros ya entre sus líneas, esperaban con las lanzas enhiestas y los ojos fijos en las linternas de guerra.
Kamchak seguía cabalgando, y para mi sorpresa veía que no se dirigía a ningún Or en concreto, ni a ningún Orlu, ni a ningún Oralu, sino que avanzaba por entre las filas de jinetes hasta que por fin alcanzó el centro del frente, en donde unos cinco o diez guerreros montados en sus kaiilas le esperaban. Conferenciaron rápidamente, y al fin Kamchak levantó el brazo, con lo que se encendieron las linternas de guerra rojas y fueron izadas con cuerdas a lo alto de las varas. No daba crédito a mis ojos: en las enormes y compactas manadas de boskos que teníamos ante nosotros se abrieron instantáneamente unos pasillos. Quienes hacían maniobrar de esta manera a los animales eran los pastores y sus eslines. Así surgieron largos pasillos herbosos franqueados por las moles peludas de los boskos. Inmediatamente, obedeciendo a las linternas de guerra, las filas de jinetes se precipitaron por ellos, formando columnas que se desplazaban con increíble rapidez y precisión, como ríos entre los animales.
Cabalgaba junto a Kamchak, y en un momento habíamos dejado atrás las manadas que mugían, sorprendidas. En aquel momento surgíamos en las llanuras iluminadas por las lunas goreanas. Vimos los cadáveres de unos cuantos centenares de boskos, y a unos doscientos metros de ellos a unos mil guerreros que se alejaban montados en sus tharlariones.
Kamchak, en lugar de perseguirlos, detuvo su montura. Las kaiilas de los guerreros tuchuks que iban tras él horadaron la tierra al detenerse. Una linterna amarilla se había levantado a media vara, bajo las dos luces rojas.
—¡Persigámosles! —grité.
—¡Espera! —me dijo Kamchak—. ¡Somos unos estúpidos! ¡Unos estúpidos!
Tiré de las riendas de mi kaiila para mantenerla quieta.
—¡Escuchad! —gritó Kamchak, desesperado.
En la distancia distinguimos un sonido parecido a un retumbar de alas, y luego, bajo las tres lunas de Gor, nos dimos cuenta de que sobre nuestras cabezas pasaban los tarnsmanes a gran velocidad, en dirección al campamento. Debían ser entre ochocientos y mil, y se podían oír las notas del tambor de tarn que dirigían el vuelo de la formación.
—¡Sí! —gritaba Kamchak—. ¡Somos unos estúpidos!
Un momento después corríamos entre las filas de jinetes en dirección opuesta a la inicial, de vuelta al campamento. Una vez pasamos el grueso de toda la formación, esos millares de guerreros, que hasta ese momento habían permanecido inmóviles, dieron simplemente media vuelta y nos siguieron. Los últimos habían pasado a ser los primeros para simplificar la maniobra.
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