John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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En la parte exterior del círculo de altares había una gran cantidad de animales sujetos por correas, y entre ellos pululaban varios arúspices. Suponía que a cada altar le debía corresponder uno de esos adivinos. En cuanto a los animales, había entre ellos ejemplares de verros, algunos tarks domésticos con los colmillos cubiertos, vulos enjaulados, algunos eslines, e incluso algún bosko. Cerca de los arúspices de los paravaci vi algunos esclavos maniatados, pero no creía que fueran a permitir su sacrificio, pues sabía que tanto los tuchuks como los kassars o los kataii desaprobaban el sacrificio de esclavos, pues afortunadamente para éstos, desconfiaban de sus poderes de predicción. Después de todo, como me había dicho Kamchak, ¿quién podía confiar en el hígado de un esclavo turiano, quién en su corazón, cuando se trataba nada menos que de la elección del Ubar San? Ese razonamiento me pareció absolutamente brillante, y naturalmente supongo que los esclavos debían coincidir con tan buena lógica. Por otra parte, los animales sacrificados se emplean luego como comida, con lo cual la Toma del Presagio, lejos de constituir una matanza inútil de animales, es en realidad una celebración festiva para los Pueblos del Carro, y más cuando no hay ningún Ubar San que elegir, como venía sucediendo desde hacía más de cien años.
De momento todavía no había empezado la Toma del Presagio, y los arúspices no se habían inclinado sobre sus altares. Encima de cada uno de estos últimos se quemaba un pequeño fuego de estiércol de bosko al que se le había echado una varilla de incienso.
Kamchak y yo desmontamos, y desde el exterior del círculo junto con la multitud, contemplamos cómo los cuatro principales arúspices de los Pueblos del Carro se acercaban al altar del centro del campo. Entre ellos, otros cuatro adivinos, cada uno perteneciente a un pueblo diferente, llevaban una amplia caja de madera hecha de varas unidas entre sí, que contenía unos doce vulos blancos domesticados, semejantes a las palomas. Colocaron esa jaula en el altar, y me di cuenta entonces de que cada uno de los principales arúspices llevaba sobre el hombro un saco de lino blanco, parecido a las bolsas para las semillas hechas de reps que llevan los campesinos.
—Éste es el primer presagio —dijo Kamchak—, el que señala si los presagios son favorables a la toma de presagios.
Después de entonar un sentido ruego al cielo, que en ese momento estaba muy despejado, los cuatro arúspices principales echaron un puñado de algo (supongo que se trataría de grano) en el interior de la jaula de aquellas palomas goreanas.
Incluso desde el lugar en el que nos encontrábamos podía verse que los vulos consumían con avidez y frenesí el alimento recibido.
En ese momento los cuatro arúspices se volvieron a sus subalternos, y por tanto a todo el público que les contemplaba con gran expectación, y gritaron:
—¡Es favorable!
De la multitud se alzó un grito de alegría.
—Esta parte de la Toma del Presagio siempre resulta bien —me informó Kamchak.
—¿Cómo es eso?
—No lo sé. Quizás sea porque no alimentan a los vulos durante los tres días anteriores a la Toma del Presagio.
—Sí, quizás sea ésa la razón —admití.
—Me gustaría echar un trago —dijo Kamchak.
—Sí, a mí también me gustaría.
—¿Quién lo comprará?
No quería responder a su pregunta.
—Podemos apostar, si lo deseas —sugirió.
—De acuerdo, de acuerdo, lo compraré.
En ese momento, los arúspices de los cuatro pueblos se dirigían ya con sus animales hacía los altares. La ceremonia de la Toma del Presagio se prolonga durante varios días, en cuyo transcurso se sacrifican centenares de animales. La cuenta se lleva detalladamente, día a día. Mientras Kamchak y yo partíamos, oí gritar a un adivino; según decía, había encontrado un hígado favorable. Inmediatamente, otro de un altar vecino corrió junto a él, y ambos se pusieron a discutir. Deduje que eso de leer los signos de las vísceras debía ser un trabajo muy delicado, que requería interpretaciones sofisticadas, así como delicadeza y sentido común. Estábamos ya cerca de nuestras kaiilas cuando oímos que dos arúspices más gritaban porque habían encontrado hígados claramente desfavorables. Los escribanos, con sus rollos de pergamino, circulaban por entre los altares, y supongo que apuntaban los nombres de los adivinos, el pueblo al que pertenecían y las predicciones que habían obtenido. Los cuatro arúspices principales permanecían en el enorme altar central y hacia él se dirigían lentamente unos hombres con un bosko blanco.
Cuando Kamchak y yo llegamos al carro de esclavos para comprar nuestra botella de Paga estaba oscureciendo.
Por el camino pasamos al lado de una chica de Cos, a la que habían capturado a centenares de pasangs en un ataque a una caravana que se dirigía a Ar. Estaba atada en el centro de una rueda de carro tendida en el suelo. La habían despojado de toda vestimenta, y pudimos ver sobre su muslo la marca reciente de los cuatro cuernos de bosko hecha con el hierro al rojo vivo. Sollozaba, y a su lado el Maestro del Hierro preparaba el collar turiano. De entre sus herramientas sacó una anilla fina y dorada todavía abierta, una lezna caliente y unas tenazas. Giré la cabeza. Inmediatamente oí el grito desgarrador de la muchacha.
—¿Acaso los korobanos no marcan y ponen el collar a sus esclavas? —preguntó Kamchak.
—Sí —tuve que admitir—, así lo hacen.
No podía apartar de mi mente la imagen de la muchacha de Cos sollozando, sujeta a la rueda. La misma suerte iba a correr esa noche Elizabeth Cardwell. Bebí un buen trago de Paga, y decidí que iba a protegerla como me fuese posible de la crueldad que conllevaba la decisión de Kamchak.
—No estás demasiado locuaz —observó Kamchak tomando la botella que le ofrecía.
—¿Estás seguro de que debes llamar al Maestro del Hierro para que acuda a tu carro? —pregunté.
—Sí —contestó Kamchak mirándome fijamente.
Miré a las tablas de madera pulida que formaban el suelo del carro.
—¿No te inspira ningún sentimiento tu pequeña salvaje?
A Kamchak le resultaba imposible pronunciar su nombre. Para él era algo extraordinariamente largo y complicado. “E-liz-a-beth-card-vella”, habría dicho, añadiendo esa “a” porque es una terminación muy común en Gor cuando se trata de nombres femeninos. Como la mayoría de los nativos goreanos parlantes, no podía articular el sonido “w”, que en su idioma no existe o, mejor dicho, solamente se emplea en palabras que obviamente proceden de otras lenguas. Lo cierto es que el sonido “w”, como otros sonidos, es complejo, y que para aprender a pronunciarlo lo mejor es ser un niño, pues la flexibilidad lingüística de la infancia es excepcional, y en esa época se aprenden las lenguas y se adquiere eso que llaman “la fluidez del nativo”. Esa capacidad de aprendizaje es algo que muchos pierden incluso antes de alcanzar la mayoría de edad. Lo que sí podía pronunciar Kamchak era “vella”, pues así le había indicado que se pronunciaban las dos últimas sílabas del apellido de Elizabeth, y el caso era que a menudo se refería a ella de esta manera. Pero lo más habitual era que la llamáramos “la pequeña salvaje”. Pronto había renunciado yo a hablar con ella en inglés, pues pensaba que lo que realmente le convenía era aprender a hablar, pensar y oír en goreano lo más rápidamente posible. En aquellos días utilizaba el goreano bastante bien, aunque no podía, naturalmente, leerlo. Era una analfabeta.
Kamchak me miraba. Luego se echó a reír y me dio una palmada en el hombro.
—Pero, ¡si solamente es una esclava!
—¿Y no te inspira ningún sentimiento?
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