John Norman - Los nómadas de Gor

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Los nómadas de Gor: краткое содержание, описание и аннотация

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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Me encogí de hombros.

Elizabeth ya había vuelto, y traía en sus manos el látigo y las esposas, que entregó a Kamchak. Acto seguido se dirigió a la rueda trasera izquierda del carro, y allí esperó a que Kamchak le encadenara las muñecas en lo alto del borde y alrededor de uno de los radios, mientras ella permanecía de cara a la rueda.

Nadie escapa de los carros —dijo el guerrero.

—Lo sé —dijo Elizabeth con la cabeza erguida.

—Me has mentido, me has mentido al decir que habías ido a por agua.

—Estaba asustada.

—¿Sabes quién teme a la verdad?

—No —respondió Elizabeth.

—Una esclava.

Kamchak le desgarró la piel de larl, y deduje que la chica no podría vestir de aquella manera nunca más.

Elizabeth se mantuvo muy digna, con los ojos cerrados y la mejilla derecha apretada contra el borde de cuero de la rueda. Las lágrimas brotaban abundantemente entre sus párpados apretados, pero en todo momento contuvo los gritos.

No había surgido ni un sonido de su boca cuando Kamchak, satisfecho, la soltó de la rueda. De todos modos, el guerrero mantuvo unidas por las esposas las muñecas de la chica. Elizabeth, con las manos por delante, se quedó cabizbaja y temblorosa. El guerrero agarró la cadena que unía las esposas y le levantó las manos por encima de la cabeza, de manera que Elizabeth quedó con las rodillas ligeramente flexionadas y la cabeza gacha.

—¿Sigues pensando que sólo es una niña? —me preguntó Kamchak.

No respondí.

—Eres un estúpido, Tarl Cabot.

Tampoco respondí.

Kamchak mantenía el látigo enrollado en su mano derecha.

—¡Esclava! —dijo Kamchak.

Elizabeth le miró.

—¿Quieres servir a los hombres?

Lloraba, y negó con la cabeza varias veces, para después volver a dejarla caer.

—Observa —dijo Kamchak dirigiéndose a mí.

Entonces, antes de que yo pudiera entender sus propósitos, sometió a Elizabeth a lo que entre los amos de esclavos se conoce como “La Caricia del Látigo”. Para realizarla, se considera lo ideal coger a la chica desprevenida, y Kamchak lo consiguió. De pronto, Elizabeth gritó y echó a un lado la cabeza. Yo contemplaba, sorprendido, la súbita e incontrolable respuesta de sus sentidos a ese contacto. La Caricia del Látigo es un recurso utilizado por los amos de esclavas para forzarlas a traicionarse a sí mismas.

—Es una mujer —dijo Kamchak—. Supongo que habrás visto cómo se manifestaba su sangre secreta, ¿no? Sí, está preparada, está ávida, es una recompensa para el acero del amo. Tú lo has visto: es una hembra. Es una esclava.

—¡No! —gritó Elizabeth Cardwell—. ¡No!

Pero Kamchak, sujetándola siempre por los brazaletes, la arrastró a una jaula de eslín vacía que se hallaba cerca, sobre una carretilla. Allí la metió, sin quitarle las esposas y después cerró la puerta con un candado.

Elizabeth no podía ponerse de pie en esa jaula tan baja y estrecha, de manera que tuvo que arrodillarse, y puso sus manos esposadas en los barrotes.

—¡No es cierto! —gritó.

—¡Esclava! ¡Esclava! —le dijo Kamchak riéndose.

Elizabeth se ocultó la cara con las manos y empezó a sollozar. Sabía tan bien como nosotros que se había descubierto, que su sangre había surgido en su interior, incontrolada, y ahora su memoria debía burlarse de la histeria de su rechazo. Sí, Elizabeth nos había mostrado, y se había mostrado a sí misma, quizás por primera vez, el indiscutible esplendor de su belleza, y el verdadero significado de ésta.

Su respuesta había sido la de una auténtica mujer.

—¡No es cierto! —murmuraba una y otra vez, sollozando como no lo había hecho durante el castigo del látigo—. ¡No es cierto!

—Esta noche —dijo Kamchak mirándome— llamaré al Maestro del Hierro.

—¡No lo hagas! —dije.

—Sí, lo haré.

—Pero, ¿por qué?

—Porque —me respondió sonriendo con frialdad— ha tardado demasiado en ir por agua.

No dije nada. Kamchak, para ser un tuchuk, no era demasiado severo. El castigo para las esclavas que han intentado huir es a menudo penosísimo, y a veces culmina con la muerte de la castigada. Con Elizabeth no iba a hacer más de lo que normalmente se hacía con las esclavas entre los carros, incluso con aquellas que nunca habrían osado contestar a su amo o desobedecerle. Se podía decir que Elizabeth era afortunada a su manera. Kamchak habría podido decir que le estaba permitido vivir. No creía que ella volviese a intentar huir nunca más.

Vi que Aphris se dirigía a escondidas a la jaula para llevar un tazón de agua a Elizabeth. La turiana lloraba.

Si Kamchak la hubiese visto, no le habría dicho nada.

—Ven conmigo —me dijo el guerrero—. Cerca del carro de Yachi, del Clan de los Trabajadores del Cuero, hay una kaiila nueva que me gustaría ver.

Realmente, aquél era un día muy ocupado para Kamchak.

No compró la kaiila que se encontraba cerca del carro de Yachi, aunque en apariencia era un excelente animal. En un momento dado, Kamchak tomó un grueso pedazo de piel y con él se envolvió el brazo izquierdo. Seguidamente golpeó con la mano derecha el morro del animal, el cual no respondió con la rapidez deseada por Kamchak a su agresión: solamente consiguió hacer unos rasguños en la protección de Kamchak antes de que éste retrocediera de un salto y quedase fuera del alcance de la kaiila que intentaba morderle tirando de la cadena que la aprisionaba.

—Un animal tan lento —dijo Kamchak— puede costarle la vida a un hombre en un combate.

Supuse que tenía razón. La kaiila y su jinete luchan en combate como si se tratara de un solo animal salvaje, provisto de lanza. Después de probar esa kaiila, Kamchak se dirigió a un carro en el que discutió con el amo de un semental sobre el cruce de una de sus boskos hembras a cambio de un favor semejante por su parte. El asunto se saldó satisfactoriamente para ambos. En otro de los carros regateó el precio de un juego de quivas forjadas en Ar y después de quedar de acuerdo en el precio se convino que se las entregarían, junto a una nueva silla de montar, al día siguiente. Después comimos carne de bosko seca con Paga, tras lo cual el guerrero se reunió con Kutaituchik en el carro del Ubar, en donde ambos intercambiaron bromas sobre la necesidad de mantener afiladas las quivas, engrasadas las ruedas y saludables a los boskos. Después de dejar al somnoliento personaje se reunió con otros tuchuks de alto rango sobre la tarima. Como ya había sospechado, Kamchak era una persona bastante importante entre los de su pueblo. Después de entrevistarse con Kutaituchik y los demás, Kamchak se detuvo en el carro de un Maestro del Hierro y allí le citó para que acudiera esa misma noche al nuestro, lo cual me produjo indignación.

—No puedo dejarla encerrada en la jaula de los eslines toda la vida —dijo Kamchak—. Hay mucho que hacer alrededor de nuestro carro.

Pero mi enfado pasó cuando Kamchak tomó prestadas dos kaiilas de un guerrero tuchuk que ni siquiera me conocía y me propuso visitar el Valle del Presagio.

Después de sobrepasar una pequeña loma, nos encontramos con una zona rica en hierba, en la que se habían plantado numerosas tiendas, pero lo más sorprendente no eran éstas, sino los centenares de altares de piedra que se levantaban aquí y allá y que formaban un círculo de unos doscientos metros de diámetro. En el centro habían construido una amplia plataforma circular de piedra, sobre la cual se alzaba un inmenso altar cuadrilátero; a cada uno de sus lados se llegaba por medio de una escalera diferente. En uno de los lados estaba el signo de los tuchuks, y en los otros el de los kassars, el de los kataii y el de los paravaci. Todavía no le había dicho nada a mi amigo sobre el asunto de la quiva paravaci que la noche anterior había estado a punto de matarme, pues bastante problema habíamos tenido ya con la desaparición de Elizabeth Cardwell, y por la tarde las citas de Kamchak nos habían impedido hablar con tranquilidad. Resolví que le hablaría del tema en otra ocasión, pero no esa tarde, pues estaba convencido de que aquélla no iba a ser una buena tarde para nadie en nuestro carro, excepto para el guerrero, que parecía muy satisfecho con los acuerdos a los que había llegado.

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