Hasta el día en que fui visitado por aquellos dominicos del Santo Oficio…
En la biblioteca de mi alquería de Mallorca me interrogaron, sin saber que yo no deseaba otra cosa que hablar. Me hicieron ponerme en pie y prestar juramento, sobre el libro de los cuatro Evangelios que tocaba con la mano derecha, de decir la verdad sobre mí mismo y sobre los demás. Y luego me ordenaron que me sentara, y yo obedecí sin apartar su mirada de la mía, porque ardía en deseos de empezar a hablar.
Tenía que contener mi nerviosismo para que no me tomaran por un demente. Esta vez tenía que esforzarme en hablar lenta y razonablemente.
– Os estaba esperando -dije entonces, con una voz suave y amable.
El inquisidor pareció no haberme entendido bien, porque se inclinó levemente hacia delante y me preguntó:
– Perdón, ¿decíais?
– Llevo años esperando vuestra visita. ¿Cómo habéis podido retrasaros tanto?
– ¿Esperabais desde hace tiempo ser enjuiciado por la Santa Inquisición? ¿Acaso tenéis cuentas en asuntos de fe que queréis confesar ahora?
– Nada de qué arrepentirme, excepto el no haber sido más diestro en mi propósito.
– ¿Y cuál es ese propósito, Ramón Llull? Vuestra fama es mucha, y sois llamado por todos doctor iluminado, por el ardiente vigor que abrasa vuestro corazón y los entusiasmados proyectos que concebisteis para la extensión y dominio de las leyes de la Ciencia; a cuyo fin repelisteis las peregrinaciones y multiplicasteis los escritos, siendo éstos tan numerosos que abrazan casi todos los conocimientos humanos, y anuncian pensamientos que por su originalidad sorprendieron y entusiasmaron a muchos sabios. Por lo que no tenéis nada que temer si vuestro propósito ha sido siempre tan recto como afirmáis. Ved en mí sólo un humilde siervo de Dios que busca la verdad tal y como dicen que vos la habéis buscado; pero, recordad, buscando la verdad es posible errar el camino y desviarse de la recta senda de la fe; y si bien el hombre está expuesto a errar, es locura perseverar en el error cuando se demuestra su existencia. Responded, entonces, a mi pregunta: ¿cuál era vuestro propósito, Ramón Llull?
– Encontrar un sentido a toda la locura de este mundo.
– ¿Por qué tendría que tener sentido? Este mundo es sólo una morada temporal. Cada uno de nosotros responderá de sus acciones al llegar ante el Reino del Altísimo.
– Os equivocáis, porque sí encontré la Verdad; pero en un lugar donde jamás habría imaginado encontrarla. Un lugar que vosotros jamás soñaríais que pudiera existir sobre la faz de este mundo.
El inquisidor sonrió levemente, y dijo:
– Decidme, Ramón Llull: ¿dónde está ese lugar?
– Más allá de Romania y de las tierras del Gog y Magog. Es una larga historia…
– Adelante -dijo frotándose las manos con satisfacción-, deseo escucharla, y tenemos tiempo de sobra para hacerlo.
– Atended pues; es la historia de mi último viaje: El relato de las hazañas del hombre más asombroso que conocí jamás; Roger de Flor, aventurero y pirata. La historia de sus amigos: Joanot de Curial, Ricard de Ca n' y Sausi Crisanislao, y del fantástico viaje que juntos realizamos hasta tierras legendarias… Es la historia de la mágica ciudad de Apeiron, con sus torres de luz y cristal, y su batalla eterna contra los demonios… De Neléis la consejera, y de Ibn-Abdalá, y de tantos bravos almogávares… Escuchad ahora, porque soy ya muy viejo y deseo narrar esta historia para que no se pierda en mi memoria, como el esqueleto de una barca deshaciéndose sobre la arena, con cada ola arrancándole un pedazo de madera tras otro; hasta que ya no sepa con certeza si todo ha sucedido realmente o si fue producto de mi imaginación… Escuchad ahora…
Tendiendo su mano temblorosa hacia el arcón repleto de papeles, Fray Gerónimo, en lo que parecían ser sus últimas palabras, le indicó a su discípulo, Nicolau Eimeric, que allí encontraría todos los detalles sobre la oscura odisea de Ramón Llull.
Durante los últimos años fray Gerónimo había estado releyendo toda aquella documentación, anotando allí donde era necesario, alguna explicación racional de los acontecimientos.
Su secreto quedaba ahora confiado en manos de su discípulo, tal vez el único que podía compartir con él aquella terrible historia, que había conservado dentro de él como la más oculta de las vergüenzas, intentando, sin éxito, descubrir el misterio y el horror que escondían aquellas páginas. Fray Gerónimo parecía muy cansado tras la sangría que le había sido practicada; sus últimas palabras apenas fueron un susurro, y quedó profundamente dormido al cabo de un instante. Uno de los físicos le indicó entonces a fray Nicolau Eimeric que debía marcharse, y el dominico llamó a dos legos para que llevaran aquel arcón hasta su celda.
Una vez en la soledad de su interior, fray Nicolau procedió a leer los legajos que cuidadosamente había guardado fray Gerónimo.
Durante casi dos días estuvo concentrado en su lectura, sin más interrupciones que las necesarias y habituales en la vida del convento, sintiendo cómo el terror se afianzaba en su interior con cada frase, con cada párrafo que completaba.
Al terminar el manuscrito, fray Nicolau Eimeric devolvió los legajos al arcón.
Reconoció en aquellas letras que había leído el venerable trazado de la mano de su maestro, pero no albergaba ninguna duda sobre el auténtico autor de aquel texto. Lo que acababa de leer sólo podía ser obra del Maligno, y como tal debía ser destruido.
Llamó a los dos legos, y les ordenó que quemaran inmediatamente aquel arcón, y que no se atrevieran a abrirlo siquiera.
Ramón Llull murió a principios del año mil trescientos dieciséis.
Desobedeciendo la imposición del tribunal eclesiástico de permanecer confinado en su alquería mientras el proceso contra él siguiera abierto, Ramón había embarcado nuevamente hacia la costa norte de África. En las calles de Bugía fue apedreado por una multitud indignada por sus palabras; y, ya agonizante, fue recogido por unos marinos genoveses que le llevaron hasta su barco donde expiró.
Tenía entonces ochenta y cuatro años.
En el tiempo transcurrido entre el nacimiento y la muerte de Ramón el mundo había cambiado por completo; había dejado de ser un disco plano, una «T» en el interior de una «O», para convertirse en algo mucho más vasto e impredecible.
Treinta años después de su muerte, la Peste Negra arrasó Europa.
A finales del mil trescientos cuarenta y ocho la epidemia se había extendido por Italia, Francia, España y Portugal. En esos pocos y terribles años la enfermedad mató a veinticinco millones de europeos, y Mallorca perdió un cuarenta y cuatro por ciento de sus pobladores. Pero no fue el fin del mundo. La vida en la Tierra continuó pese a todo.
Superviviente de la Peste, y conocedor de la inquietante narración del último viaje de Ramón Llull, Nicolau Eimeric, designado Inquisidor General de la Corona de Aragón durante los turbulentos años del Cisma de Occidente, denunció ante el Papa la obra de Ramón Llull como sospechosa de error y herejía, y emprendió una feroz cruzada personal contra las escuelas lulistas. Finalmente, consiguió una bula condenatoria de Gregorio XI, y fue prohibida la lectura pública de los escritos del genial mallorquín, muchos de los cuales se perdieron para siempre en las hogueras de la Santa Inquisición. La documentación sobre estos hechos es, todavía hoy, incompleta.
La historia y la leyenda se han entretejido desde entonces en torno a la gigantesca figura de Ramón Llull, el Doctor Iluminado.
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