Juan Aguilera - La locura de Dios

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Inicios del siglo XIV. El `doctor iluminado`, el fraile medieval mallorquín Ramón Llull, acompaña a una partida de almogávares en una arriesgada expedición por tierras de Oriente.
El objetivo es descubrir la mítica ciudad del Preste Juan, pero su inesperado destino será la insólita ciudad de Aristarcópolis que, tal vez, encierra en su nombre la explicación del origen de su misteriosa tecnociencia. Juan Miguel Aguilera ha imaginado una larga excursión por tierras de Asia narrada por el mismísimo Ramón Llull pocos años antes de su muerte. El viaje y la fabulación de esta amena novela son fruto de la imaginación, pero resultan compatibles con la verdad histórica y, sobre todo, con la incansable curiosidad y versatilidad que el verdadero Llull mostrara en vida.

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Y así empezaron muchos de los conflictos con la población nativa, comprendí. Donde fallaba la capacidad adquisitiva de esa moneda falseada por Andrónico, los almogávares, tal y como era su costumbre, reforzarían su valor real con el acero de sus armas. Imaginé las muertes y sufrimientos que esto debió de provocar entre los pacíficos comerciantes griegos; de repente aquellos latinos habían dejado de ser sus defensores para convertirse en sus verdugos.

Pregunté qué había sucedido a continuación, y Berenguer de Rocafort tomó la palabra, y dijo:

– Andrónico mandó a su esbirro, ese gordinflón de Marulli, que pretendía ser el buen camarada de armas de Roger desde Artaki, y que quería entrevistarse con el Capitán para convencerle de que viajara con él hasta Constantinopla. Para asegurarse de que yo le apoyaría en sus pretensiones, me hizo llegar previamente un valioso presente. -Rocafort soltó una seca risotada, y dijo-: Yo intercepté su galera antes de que entrara en los Dardanelos, y le devolví los treinta vasos de oro y plata con los que había pretendido sobornarme. Luego recogí todas las insignias y honores concedidos por el Imperio; el bonete de megaduque, el sello y el bastón de mando, y los arrojé delante de él para que fueran tragados por las aguas del Bósforo. Ése fue mi escupitajo de catalán a la faz innoble de ese griego.

Doña Irene se revolvió en su asiento, y dijo que, mientras Rocafort realizaba esas exhibiciones de dudosa utilidad, ella se había preocupado de mantener abierta la línea de comunicación con Andrónico. Canavurio, su ministro, había llevado las negociaciones; de Constantinopla a Gallípoli y de Gallípoli a Constantinopla.

Canavurio carraspeó, y empezó a hablar con una voz potente y bien templada.

– La situación es la siguiente, protosebasto -dijo el griego dirigiéndose a mí-; la postura de xor Andrónico es implorante; no tiene dinero para liquidar las soldadas de los almogávares, aunque no puede menos que reconocer la razón que les asiste. La del César es exigente; las tropas necesitan cobrar, aunque bien es cierto que no ignora la precaria situación de la hacienda del Imperio. Es decir, se distribuye la razón, se hacen concesiones morales que, si bien no cuentan gran cosa a la hora de liquidar, deja a ambas partes un asidero dialéctico, un punto en el que apoyarse para la negociación. El Emperador tiene ahora una nueva propuesta… A falta de una satisfacción material -siguió diciendo el ministro mientras desenrollaba un pergamino marcado con el sello imperial-, apunta una satisfacción honrosa, un lavado del honor almogávar. Que él no pueda pagar en buena plata, no quiere decir que no quiera hacerlo en, a su juicio, mejor especie -leyó-: «en concesiones señoriales en las provincias de Asia, como feudo a los ricoshombres y caballeros catalanes y aragoneses. Con la obligación por vuestra parte de que siempre que seáis llamados y requeridos por él o por sus sucesores, acudáis a servirle a su costa, y que el Emperador no estuviese obligado a dar, después de la conclusión de este trato, sueldo alguno a la gente de guerra; sólo había de socorreros cada año con treinta mil escudos y veinte mil modios de trigo».

Cuando terminó de leer, enrolló con cuidado el documento, y me lo pasó.

– Y en ésas estábamos en el momento en que llegasteis -concluyó Roger.

– ¡Basura griega! -escupió Berenguer de Rocafort-. Los hombres ya están hartos de las mentiras y las falsas promesas de Andrónico. No aceptarán más tratos.

– Creí que era el Capitán Roger de Flor quien tenía que aceptarlo o no -dijo doña Irene con tono irónico-. ¿Estaba equivocada?

Dejé a un lado el pergamino, sin intentar leerlo.

– Nada de esto tiene ya ninguna importancia, Roger -dije-; porque encontramos lo que fuimos a buscar en Oriente…

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Rocafort-. ¿El Reino del Preste Juan?

A continuación hice un minucioso relato de todo lo que nos había sucedido desde que emprendimos nuestro viaje hacia Oriente. Cuando terminé, tiempo después, la noche era ya muy avanzada, y en los rostros de Rocafort e Irene se dibujaba el asombro y algo de escepticismo. Pero no en el de Roger, que sonreía con satisfacción.

– Ciertamente es un historia difícil de creer -dijo Berenguer de Rocafort rascándose la piel bajo la barba.

– Pues es la verdad -dije, y le ordené a Sausi que les mostrara algunas de las maravillas que habíamos traído con nosotros. Las asombrosas heliografías de Apeiron fueron pasando de mano en mano por todos los comensales, y después Guzmán y Guillem hicieron en el patio una demostración del temible poder de los pyreions.

– Nunca hubiera dudado de tu palabra -me dijo Roger más tarde, de nuevo en el salón-, pero no alcanzo a imaginar lo que esto va a suponer a partir de ahora para todos nosotros.

Berenguer de Rocafort entrecerró los ojos, y dijo:

– Para empezar deberías intentar recuperar la fe de tus hombres; que están cansados, hartos de no recibir las pagas y faltos de moral por la lejanía de su tierra.

Vi cómo estas palabras afectaban a Roger, que pensaba que la fidelidad de sus almogávares era algo que no tendría que cuestionarse nunca.

– Ha sido un día demasiado largo-dijo poniéndose en pie-. Mañana me ocuparé de esos asuntos. Ahora necesito un descanso.

Mientras abandonaba el salón, su mirada se cruzó con la mía; y creí descubrir en ella una especie de indiferencia que me asustó. Roger estaba ciertamente cansado por el curso que habían tomado los acontecimientos. Y la huida de su esposa a Constantinopla le hacía contemplarlo todo con un peligroso distanciamiento emocional.

Pensé que en esos momentos su actitud podría resultar fatal. Como así resultó ser.

5

Roger de Flor era de esos hombres que frente a la adversidad, se enardecen y se tensan, como un resorte forzado a su máxima elasticidad. Roger de Flor no se volvía jamás de espaldas a las dificultades, y al día siguiente despachó correos a todas las capitanías convocando a reunión a los jefes de su disperso ejército almogávar.

De Cícico a Metellín, de los aledaños de Andrinopolis, los almocadenes de las pequeñas guarniciones almogávares, desparramados por la piel del Imperio, acudieron al escuchar la consigna de que su Capitán convocaba una reunión extraordinaria.

Y Roger de Flor compareció ante los jefes del ejército catalán con el obligado gran atuendo de quien es Primer Adalid: fino sayo recamado de oro, bien trenzada cota de malla, bonete con broches de pedrería de gran dignatario del Imperio, y espada del mejor temple genovés. Su presencia en el patio de armas del castillo del gobernador de Gallípoli, en medio de sus caballeros almogávares, fue saludada con estridente entusiasmo, mientras flameaba en lo alto de las almenas la señera de Aragón.

– ¡Oídme, almogávares! -gritó Roger, alzando los brazos para pedir silencio.

– No sabemos si habrá paciencia para escucharte -dijo uno de los almocadenes, con expresión hosca-, cuando tanto tenemos que decirte.

– Me oiréis porque yo os lo ordeno. ¿O hay alguno que no quiera escucharme? -preguntó Roger con arrogancia. Desafiándoles con su figura altiva y su mirada de domador. Ése era su jefe. Si alguno lo había olvidado, lo recordó en aquel preciso instante-. Los hombres como vosotros y como yo no heredamos imperios; los hacemos -siguió diciendo Roger-. Las diferencias con el emperador Andrónico carecen de importancia cuando lo que os traigo vale más que muchos Imperios…

– ¿Y las pagas que nos deben…? -dijo otro almocadén con tono sarcástico-. ¿Le hacemos el honor a Andrónico de no cobrarlas?

– Son insuficientes para comprar nuestras victorias -replicó Roger.

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