Juan Aguilera - La locura de Dios

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Inicios del siglo XIV. El `doctor iluminado`, el fraile medieval mallorquín Ramón Llull, acompaña a una partida de almogávares en una arriesgada expedición por tierras de Oriente.
El objetivo es descubrir la mítica ciudad del Preste Juan, pero su inesperado destino será la insólita ciudad de Aristarcópolis que, tal vez, encierra en su nombre la explicación del origen de su misteriosa tecnociencia. Juan Miguel Aguilera ha imaginado una larga excursión por tierras de Asia narrada por el mismísimo Ramón Llull pocos años antes de su muerte. El viaje y la fabulación de esta amena novela son fruto de la imaginación, pero resultan compatibles con la verdad histórica y, sobre todo, con la incansable curiosidad y versatilidad que el verdadero Llull mostrara en vida.

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– Así es. Mirina nos contó que su situación llegó a ser tan apurada como la nuestra, pero lograron finalmente rechazar a los kauli. Estas criaturas son poderosas, pero no invulnerables; y no disponen de armas como las nuestras, lo que resulta sorprendente, pues el poder del Adversario parece muy grande en otros aspectos.

– No pueden pelear con armas avanzadas -le expliqué-; no les está permitido ni siquiera cuando su vida está amenazada.

Neléis me contempló asombrada de mis palabras. Era extraño que tantas cosas sobre el Adversario resultaran ahora tan evidentes para mí.

¿Cuántos conocimientos había introducido aquel diabólico ser en mi mente?

Señor Dios mío -recé-, ¡qué abismo tan grande y qué profundos secretos me has hecho contemplar para mi desgracia! Sana mi mente y podré participar nuevamente de la alegría de tu luz; porque ahora tan sólo hay tinieblas en mi alma.

¡Oh Verdad de la Luz, no permitas que me hablen las sombras!

– Pero no nos confiamos -siguió diciendo la consejera-. La lucha contra los kauli nos había demostrado que nuestras naves tenían su punto débil en la curva superior de su estructura, donde los kauli podían acceder sin que nosotros pudiéramos alcanzarlos con nuestros sifones de fuego.

– Lo vi -dije-. Perforasteis la cubierta, y colocasteis a varios dragones armados con lanzafuegos sobre ella.

– Así es -siguió diciendo Neléis-; y después descendimos hacia el palacio que ocupaba toda una vuelta de la espiral y que tú y yo apenas habíamos entrevisto. No pasó mucho tiempo antes de que viéramos aparecer, entre la niebla, el enorme anillo de columnas que parecía un claustro gigantesco. Con la enorme superficie que representaba podríamos haber estado buscándote durante años en aquel lugar, pero tuvimos suerte; vimos cómo la puerta de la cueva se abría y nos acercamos para investigar. Hicimos estallar una bomba contra las columnas, abriendo un espacio entre ellas lo suficientemente grande como para que nuestro aeróstato pudiera entrar por él; y entonces fuimos atacados desesperadamente por los kauli y los centauros, y no te vimos hasta que Joanot y los demás llegaron junto a la entrada de la cueva.

Asentí, el resto ya lo sabía. Pero nada de aquello podía explicar las visiones que tuve a partir de ese momento, y cómo contemplé la transformación de mis amigos en monstruos horribles.

Neléis meditó durante un instante y dijo:

– Creo que tenías razón en tus temores. Es posible que no lográramos extirparte el rexinoos por completo. Quizás una pequeña parte de él permaneció en tu interior, y le permitió al Adversario enviarte esas visiones de locura. En cualquier caso, eso no importa ya, porque nuestro Adversario ha muerto para siempre.

Intenté incorporarme, y la pequeña enfermería giró a mi alrededor. Volví a tumbarme sobre la litera.

– No importa ya -dije-, porque estamos todos condenados.

Le conté a la consejera todo lo que había contado la Parca, y su amenaza final de una terrible plaga que acabaría con toda la vida sobre la Tierra si ella moría.

Neléis me miró con preocupación, pero dijo:

– No tiene por qué ser cierto nada de lo que te dijo. Te mintió cuando te hizo creer que tu Amada te conducía hasta su guarida, y cuando te obligó a ver a Joanot, a Sausi y a Mirina como a monstruos sedientos de sangre. ¿Por qué iba a ser sincera en eso otro? Tan sólo buscaba su propia supervivencia. Es evidente que sus fuerzas estaban muy debilitadas, y que había perdido todo su antiguo poder. Hasta el final luchó con todas las armas a su alcance para seguir viviendo, y la mentira era una de sus armas.

Era posible, y tenía mucho sentido, me dije una y otra vez. Pero no podía apartar de mi mente la terrible posibilidad de que la historia de la Plaga fuera cierta. Aquella criatura había demostrado ser capaz de eso, lo había visto. Había suficiente crueldad y despecho en aquel ser como para planear la extinción de razas enteras. Y si tenía los medios a su alcance, lo haría sin dudarlo.

Pero ya nada podíamos hacer contra eso, y recé a Dios para que esa posibilidad nunca se hiciera cierta y para que alejara esos miedos de mi mente:

Señor, aleja de mí la idea de que Tú, Creador del Universo, Creador de las almas y de los cuerpos; aleja de mí la idea de que Tú vas a permitir que el Mal triunfe finalmente.

2

Horas después, me sentía lo suficientemente recuperado como para bajar al puente del Paraliena, acompañado por Neléis.

Joanot y Mirina estaban junto al telecomunicador, hablando con Apeiron.

– ¿Cómo te encuentras, viejo? -me preguntó Joanot, apenas me vio entrar.

– Un poco débil -le respondí, forzando una sonrisa.

– ¿Débil? -rió el valenciano-; eres fuerte como un toro, Ramón. Ni el más bravo de mis almogávares hubiera aguantado mejor que tú.

Era agradable oír eso, pero yo sentía mis huesos como si fueran a convertirse en jalea de un momento a otro. Si alguna vez regresaba a mi hogar en Mallorca, jamás volvería a emprender un viaje. Dejaría que mis pobres huesos se calentaran al tibio sol de la isla hasta que llegara el día en que Nuestro Señor tuviera a bien llevarme.

– ¿Cómo siguen las cosas en Apeiron? -preguntó la consejera.

– No muy bien -dijo Mirina, levantando la vista del telecomunicador-. El cerco continúa. Al parecer, los gog enloquecieron todos a la vez, súbitamente; desperdigándose por el desierto y peleando entre ellos. Ese momento debió de coincidir con la muerte del Adversario, pero los tártaros ccontinúan en su asedio a la ciudad; y la situación no es buena dentro de las murallas.

Neléis suspiró, y dijo que ya habían supuesto que eso podía suceder. Los tártaros blancos y amarillos no eran controlados directamente por el Adversario.

Pregunté qué íbamos a hacer a continuación.

Joanot me recordó que había más de seis mil almogávares esperando en Anatolia. Las tropas de Roger, los mejores guerreros de la cristiandad. El valenciano estaba seguro de que con ellos liberaríamos Apeiron y expulsaríamos a los tártaros de vuelta a sus estepas.

– Quizá también podamos contar con la ayuda de las tropas griegas del Imperio, pero no son necesarias, los catalanes de Roger se bastan y sobran para realizar ese trabajo.

– ¿Cuál es el plan entonces? -pregunté.

– El Paraliena se dirige a Anatolia -dijo Mirina-. En busca de las tropas almogávares de Roger.

Miré a mi alrededor, y dije:

– Se van a llevar una gran sorpresa cuando nos vean aparecer.

Días más tarde, alcanzamos el mar Nitas, y empezamos a bordear su costa. Los pescadores y gentes que nos veían corrían despavoridos convencidos de que habían visto a un enorme dragón cruzar sobre sus cabezas.

Cruzamos Anatolia de tramontana a mediodía, y nos detuvimos a una jornada de las murallas de Filadelfia. El viaje de ida había durado varios meses, pero habíamos realizado el regreso en sólo unos pocos días en aquella maravillosa nave voladora.

Con la tecnología de Apeiron la humanidad entera saldría rápidamente de la oscuridad y la miseria. Un maravilloso nuevo mundo iba a surgir de aquel viaje. Pero sólo si la amenaza de la Parca no era real. Sin embargo no podíamos dejar que este temor nos paralizara. Apeiron estaba a punto de ser destruida, y de su salvación dependía el futuro de todos nosotros. Las noticias que nos llegaban de la ciudad eran cada vez más preocupantes, y Neléis ordenó que el aeróstato descendiese.

Una vez en tierra, nos reunió a todos y dijo que no tenía sentido poner a prueba los miedos supersticiosos de la gente de Filadelfia. Quizá resultara más efectiva una llegada más discreta y no correr el riesgo de que nuestra presencia fuera interpretada como fruto de la magia o la brujería.

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