Juan Aguilera - La locura de Dios

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Inicios del siglo XIV. El `doctor iluminado`, el fraile medieval mallorquín Ramón Llull, acompaña a una partida de almogávares en una arriesgada expedición por tierras de Oriente.
El objetivo es descubrir la mítica ciudad del Preste Juan, pero su inesperado destino será la insólita ciudad de Aristarcópolis que, tal vez, encierra en su nombre la explicación del origen de su misteriosa tecnociencia. Juan Miguel Aguilera ha imaginado una larga excursión por tierras de Asia narrada por el mismísimo Ramón Llull pocos años antes de su muerte. El viaje y la fabulación de esta amena novela son fruto de la imaginación, pero resultan compatibles con la verdad histórica y, sobre todo, con la incansable curiosidad y versatilidad que el verdadero Llull mostrara en vida.

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Al notar al humano sobre su espalda, el centauro se encabritó sobre sus cuartos traseros, intentando derribar a su indeseado jinete; pero Joanot se sujetó con fuerza a la melena del centauro, y descubriendo una corta daga, la clavó una y otra vez entre los omoplatos del monstruo. Melena Roja, pareció volverse loco de furia; empezó a girar sobre sí mismo, como un perro que intentara atraparse la punta de su cola, mientras sus bramidos retumbaban frenéticos, e intentaba coger al humano de su espalda girando sus brazos hacia atrás. Pero Joanot se apretó contra el torso semihumano del centauro; y, pasando el brazo que empuñaba la daga por encima de los anchos hombros de Melena Roja, lo degolló limpiamente.

La sangre manó a borbotones de la herida, y el aullido de la bestia se transformó en un sofocado gorgoteo. Joanot se dejó caer por el flanco del monstruo, y contempló, aún en guardia, cómo éste trastabillaba ciegamente hasta el borde de la plataforma, y se despeñaba herido de muerte.

Joanot recuperó su espada del suelo, y corrió hacia sus compañeros.

La plataforma había sido despejada de centauros por los almogávares y dragones ayudados por el incontenible poder del caballero caminante; y Joanot se unió a Sausi y a Mirina que avanzaban, ya sin ninguna oposición, hacia la entrada de la cueva útero.

Joanot fue el primero que me reconoció. Se quedó inmóvil, mirándome incrédulo.

– ¡Ramón! -exclamó-. ¡No puede ser!

Sausi y Mirina se volvieron a la vez, y la sorpresa también se reflejó en sus rostros.

Joanot caminó hacia mí, pero no se acercó más allá de la distancia que le daba su espada que ahora chorreaba sangre sobre el pavimento.

– Vimos cómo Melena Roja te llevaba con él -dijo entrecerrando los ojos-. No puedes estar vivo, viejo.

– Lo estoy, créeme -dije, intentando sonreír.

¿Lo estaba? Hasta un momento antes yo también había pensado que había muerto. Incluso había visto a mi Amada muerta conducirme hasta las puertas de la guarida de la Parca.

Pero ahora sólo me sentía confuso, y no tenía fuerzas para convencer a Joanot.

– ¿El Adversario está ahí dentro? -preguntó el valenciano mirando con recelo hacia el oscuro interior de la cueva.

Me interpuse en su camino.

– Espera, debemos hablar.

– ¿Hablar? -rió Joanot-. No es momento de hablar, viejo.

– Si matáis a esa criatura desencadenaréis una enfermedad que exterminará toda la vida sobre la Tierra.

Sausi y Mirina ya habían llegado junto a nosotros. Los dragones habían formado un semicírculo defensivo alrededor de la puerta, e incinerarían a todo aquel, centauro o kauli, que intentara atacarnos.

– Puedes estar bajo el poder del Adversario -dijo Mirina-, o ser una de sus criaturas que ha adoptado la forma del anciano.

¿Cómo podía convencerles de lo contrario si yo mismo no estaba seguro de esto?

Mirina preparó su sifón de fuego griego, y avanzó resueltamente hacia el interior de la cueva. Al pasar junto a mí, vi cómo su cuerpo se transformaba; cómo de su piel nacían espinas óseas y afilados espolones, cómo su rostro se retorcía para convertirse en una máscara de maldad; sus colmillos crecían y sus uñas se transformaban en garras amarillentas. Todos estos cambios se produjeron rápidamente, ante mis ojos, y horrorizado me volví hacia Joanot y Sausi y contemplé cómo ellos mismos se transformaban en monstruos no menos horrorosos, con lenguas bífidas que goteaban un negro veneno.

Llevado por un impulso, salté hacia el monstruo que había sido la capitana de dragones Mirina, y le arranqué el corto machete que llevaba al cinto.

El monstruo estaba preparando su arma lanzafuego, y fue cogido por sorpresa por mi reacción. Antes de que las criaturas horrorosas en que se habían transformado Joanot y Sausi pudieran reaccionar, golpeé con el machete el cuerpo de Mirina. La hoja resbaló inútil contra la armadura, y yo intenté golpear de nuevo, esta vez en la desprotegida base de su cuello. Pero Sausi ya estaba sobre mí. Aquel monstruo era tan enorme como antes de transformarse lo había sido el búlgaro, y me derribó sin dificultad, aplastándome con su peso contra el viscoso suelo. Vi su lengua bífida entrar y salir de su boca a pocas pulgadas de mi rostro, y sus ojos inyectados en sangre clavarse en los míos.

No podía moverme, y desde mi posición en el suelo sólo pude ver al monstruo que había sido Mirina avanzar hacia el fondo de la cueva. Una figura delgada, femenina, llena de belleza, le salió al paso; era mi Amada, que le suplicó que le perdonara la vida.

Pero aquel monstruo sediento de sangre en que se había transformado la capitana de dragones, le apuntó con su arma, y roció a la mujer con el líquido flamígero.

Aplastado contra el suelo grité de desesperación mientras las llamas envolvían el cuerpo de mi Amada. Intenté soltarme para correr en su auxilio, pero fue inútil. Imploré y lloré pero nada pudo conmover el negro corazón de aquel monstruo que me tenía atrapado.

El cuerpo de la mujer se retorció bajo las llamas. Su pelo negro y brillante ardió, y su piel se arrugó, hasta que por un momento creí ver a la anciana Parca debatiéndose desnuda, en medio de aquella hoguera, hasta que quedó convertida en un gran montón de diminutos gusanos, que se derrumbaron entre las brasas y huyeron en todas direcciones, carbonizados por los chorros de fuego griego.

En aquel momento, sentí como si el fuego también me alcanzara a mí. Mi mente estalló como una carga de pólvora, y la oscuridad me envolvió serenamente.

principia absoluta

Bonitas, Magnitudo, Aeternitas, Potestas, Sapientia, Voluntas, Virtus, Veritas, Gloria

1

Desperté en el interior del Paraliena; en su pequeña enfermería. Estábamos en pleno vuelo y a través de una de las portillas pude ver un cielo azul y despejado.

La consejera Neléis estaba junto a mi lecho.

– Estoy con vida después de todo -le dije, llevando una mano a mi frente.

La cabeza me dolía como si hubiera pasado la noche anterior bebiendo el peor de los vinos.

– Eso parece -dijo la mujer.

– ¿Y hemos abandonado el abismo?

– Estamos ya muy lejos de él, viajando hacia el sur.

– ¿Y todo lo que recuerdo no fue una pesadilla?

– Dime qué es exactamente lo que recuerdas.

Le conté cómo desperté sobre aquel suelo de mármol, tras el anillo de columnas; encontré a mi Amada, o a un espectro que simuló cruelmente ser ella, y fui conducido hasta aquella cueva semejante a un útero, dónde conocí a la Parca. Y las terribles y desconcertantes cosas que ella me contó.

Neléis asintió y me narró cómo, cuando Melena Roja saltó sobre mí y me arrastró con él, Joanot y ella corrieron tras nosotros, pero no tuvieron ninguna oportunidad contra las poderosas patas del centauro que les dejó atrás sin dificultad, a pesar de que cargaba con mi cuerpo inconsciente, y desapareció entre la niebla.

Después, los otros centauros desistieron en su ataque y se retiraron; y los supervivientes humanos pudieron seguir su camino hacia los niveles inferiores. Mientras caminaban escuchaban ladridos de perros que les seguían, y que parecían cada vez más cerca. Era evidente que no iban a tener paz en aquel lugar, y que sufrirían un ataque tras otro de horrendas criaturas hasta que el último de ellos hubiera muerto.

– Esperábamos ser atacados por las fieras -dijo la consejera-, cuando la enorme masa del Paraliena apareció por el borde del abismo.

– Ellos también habían sobrevivido al ataque de los kauli -dije.

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