Juan Aguilera - La locura de Dios

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Inicios del siglo XIV. El `doctor iluminado`, el fraile medieval mallorquín Ramón Llull, acompaña a una partida de almogávares en una arriesgada expedición por tierras de Oriente.
El objetivo es descubrir la mítica ciudad del Preste Juan, pero su inesperado destino será la insólita ciudad de Aristarcópolis que, tal vez, encierra en su nombre la explicación del origen de su misteriosa tecnociencia. Juan Miguel Aguilera ha imaginado una larga excursión por tierras de Asia narrada por el mismísimo Ramón Llull pocos años antes de su muerte. El viaje y la fabulación de esta amena novela son fruto de la imaginación, pero resultan compatibles con la verdad histórica y, sobre todo, con la incansable curiosidad y versatilidad que el verdadero Llull mostrara en vida.

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Joanot estuvo de acuerdo, y dijo que en primer lugar sería necesario presentarse ante Roger de Flor, y bajo su capitanía, organizar la nueva expedición hacia Apeiron.

– Nosotros poco podemos hacer aquí -dijo entonces Neléis-, y en Apeiron esta nave es necesaria. Debemos regresar para pelear junto a los nuestros.

Joanot de Curial expresó entonces su deseo de volver junto a los cincuenta almogávares que habían quedado en la ciudad. Se volvió hacia mí, y dijo:

– Tú eres el único que puede convencer al Capitán de que lo que hemos vivido en estos últimos meses es cierto. Que la ciudad del Preste Juan existe en el lugar que tú señalaste, y que en su interior hay maravillas y riquezas sin fin; pero que ahora está en peligro, y que necesita de todo su ejercito de almogávares para sobrevivir. Roger sentía un gran respeto por ti, y creerá en tus palabras. -Y añadió-: Yo debo regresar para pelear al lado de Ricard y el resto de mis bravos almogávares.

Después, el joven caballero se despidió de mí abrazándome emocionado, y les ordenó a Sausi, Guzmán y Guillem que me dieran escolta hasta Filadelfia.

– No os fallaremos -dijo Guzmán a su adalid-. Aguantad hasta entonces.

Mientras todos regresaban a bordo del Teógides, Neléis se acercó a mí, y dijo:

– Quisiera pensar que volveremos a vernos, Ramón. Tu lugar está en Apeiron.

– Soy demasiado viejo -respondí-, y estoy demasiado cansado para seguir luchando. Ahora sólo deseo regresar a mi tierra, y curar allí mis heridas. Si Roger tiene éxito, la ciudad se extenderá por todo el mundo y la Tierra entera será Apeiron. Quizá Dios tenga a bien permitirme vivir lo suficiente como para ver llegar ese día.

Después todos partieron en su nave aérea de regreso a Apeiron; y Sausi, Guzmán, Guillem y yo caminamos hasta las puertas de Filadelfia.

Estábamos de regreso; sólo tres de los trescientos que un día marcharon hacia Oriente.

El destacamento almogávar de la ciudad de Filadelfia nos recibió sin alegría. Las cosas no habían ido nada bien desde nuestra partida.

3

Roger de Flor había instalado su cuartel general en Gallípoli, y la ciudad estaba rodeada por un anillo de campos quemados y griegos empalados. El aspecto era desolador; caminamos durante horas rodeados de cadáveres que se pudrían al sol.

Horrorizado, pregunté qué había pasado allí a uno de los almogávares que nos había acompañado desde Filadelfia, y con quienes habíamos cruzado los Dardanelos.

El hombre, encogiéndose de hombros, respondió simplemente que los griegos se negaban a pagar.

Gallípoli era una ciudad aterrorizada por el dominio almogávar. Los griegos contemplaron nuestra llegada a través de las rendijas de las ventanas de sus casas, rodeadas de basura, excrementos y ratas. Los almogávares corrían por las calles, borrachos y cargados de botín de saqueo.

El Capitán Roger de Flor nos recibió en la sala de banderas de lo que había sido el palacio del gobernador. Su aspecto era de profundo agotamiento y desesperación.

Parecía sólo un espectro del hombre que habíamos dejado al inicio de nuestra aventura. Sus ojos estaban hundidos, y sus ropas sucias y descuidadas.

– Te creía muerto hace mucho, viejo -me dijo Roger, apenas nos tuvo ante él.

No era exactamente el recibimiento glorioso que yo había esperado.

– Lo conseguimos, Roger -le dije-; dimos con la ciudad que soñabas.

El nos contempló cuidadosamente a los cuatro; observó con detenimiento, pero sin emoción, los pyreions que los tres almogávares llevaban al hombro, y su vista se detuvo en mi brazo en cabestrillo. Y dijo con expresión cansada que ojalá pudiera creerme.

– Me creerás, Roger -le dije con una sonrisa de confianza-; me creerás…

El Capitán ordenó a uno de sus sirvientes que nos condujeran a los alojamientos del palacio, y dijo que esa misma noche, durante la cena, tendríamos ocasión de hablar.

Mientras me lavaba y cambiaba mis ropas, manchadas por la sangre de un centauro, doña Irene llamó a mi puerta, y al entrar en la habitación, sus ojos se llenaron de lágrimas de felicidad por verme de nuevo.

Afirmó haber estado segura de que yo habría perecido en aquella loca aventura; y le rogué que me diera detalles sobre lo acontecido desde nuestra marcha.

– Todo ha ido mal -dijo ella-. Todo se ha convertido en una locura.

Pregunté por doña María, la esposa de Roger; y ella respondió que su hija había regresado a Constantinopla. Ella misma se lo había ordenado, pues consideró que sólo así tendría la joven princesa una oportunidad de sobrevivir cuando todo acabara.

– ¿Cuando esto acabe? -pregunté.

– Roger ha enloquecido, y su locura será el final de todos nosotros -dijo ella.

Pregunté por qué entonces permanecía ella junto al Capitán.

– Yo soy vieja, pero mi sacrificio puede ser suficiente para aplacar a los dioses -fue su enigmática respuesta.

4

Esa noche, tras la cena, Roger de Flor nos dio más detalles de lo sucedido desde aquel día en que nos separamos del grueso del ejército almogávar para buscar la ciudad del Preste Juan.

Tal y como habíamos supuesto todos, lo de Bulgaria era sólo un engaño para sacar a los almogávares de Anatolia. Las tropas de Roger estuvieron dando vueltas arriba y abajo por toda Bulgaria, y las pagas no llegaban nunca; tan sólo cartas de Andrónico en las que se daban largas y vanas esperanzas de cobrar algún día.

Finalmente, Roger, harto de todo ese juego, regresó a Anatolia.

– Dejando un reguero de sangre griega allí por donde pasabais -le acusó doña Irene. Además de los cuatro que habíamos regresado de Oriente, se sentaba en la mesa, junto a Roger, su lugarteniente Berenguer de Rocafort, y un ministro del Imperio fiel a doña Irene; un noble griego con aspecto de galgo viejo, llamado Canavurio.

– Bandas de desertores catalanes se han enseñoreado por los caminos griegos -siguió diciendo doña Irene-, y desvalijan a cuanto viajero cae en sus manos.

– Es posible -admitió Rocafort-; pero los hombres se están volviendo cada vez más incontrolables. Algunos incluso pasan hambre y privaciones, y en esas circunstancias se ven en la obligación de tomar cuanto precisan de las poblaciones griegas.

– Lo que hace cada vez más improbable que mi hermano os pague algún día -apostilló la mujer.

Roger pidió silencio a su amigo y a la madre de su esposa, y siguió contando los desdichados acontecimientos de aquel último año:

– Cansados de deambular por Asia, cruzamos el estrecho de los Dardanelos y nos instalamos en Gallípoli. Desde aquí le mandamos un ultimátum al Emperador; le pedimos que nos pagara y que así continuaríamos a su servicio con mucha fidelidad, prometiéndole que castigaría los excesos de aquellos almogávares que se atrevieran a ofender o maltratar a los pueblos amigos. Andrónico me respondió que deseaba entrevistarse conmigo en persona, para lo que me invitaba a su Palacio en Constantinopla. A lo que me negué; pidiéndole una vez más que nos abonara su deuda. Y el intentó saldarla con esto…

Roger me envió una moneda rodando sobre la mesa. La atrapé y la acerqué a la luz de las velas. Era una moneda desconocida para mí, parecida a los ducados venecianos.

– ¿Qué es? -pregunté a Roger.

El Capitán hizo una mueca burlona y dijo:

– Andrónico los llama vintilions; los hizo acuñar específicamente para nosotros. Pretendía que su valor era de ocho dineros barceloneses, pero en realidad no llega a los tres dineros. ¡Y con esa moneda devaluada pretendía saldar tan sólo una mínima parte de su deuda! ¡Bonita operación! -exclamó Roger, dando un sonoro golpe a la mesa-. Lo peor fue que consiguió engañarnos como a estúpidos; aceptamos la moneda e intentamos ponerla en circulación. Pero los mismos griegos rehusaron aceptarla…

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