Juan Aguilera - La locura de Dios

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Inicios del siglo XIV. El `doctor iluminado`, el fraile medieval mallorquín Ramón Llull, acompaña a una partida de almogávares en una arriesgada expedición por tierras de Oriente.
El objetivo es descubrir la mítica ciudad del Preste Juan, pero su inesperado destino será la insólita ciudad de Aristarcópolis que, tal vez, encierra en su nombre la explicación del origen de su misteriosa tecnociencia. Juan Miguel Aguilera ha imaginado una larga excursión por tierras de Asia narrada por el mismísimo Ramón Llull pocos años antes de su muerte. El viaje y la fabulación de esta amena novela son fruto de la imaginación, pero resultan compatibles con la verdad histórica y, sobre todo, con la incansable curiosidad y versatilidad que el verdadero Llull mostrara en vida.

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¿Mis amigos?, me pregunté. ¿A que se referiría? Pero la voz siguió diciendo:

– C reé eso que los de la ciudad llaman rexinoos para intentar controlaros, pero no me era posible engendrar el número suficiente de ellos como para esclavizaros a todos. Cuando descubrí la existencia de las gentes de la ciudad, comprendí que no podría sobrevivir a una raza de siervos bastardos armada con tecnología avanzada; mi poder se extinguía, y mis esclavos eran cada vez menos numerosos. Os reproducíais con rapidez, y llenabais mi mundo, asfixiándome y recluyéndome en este remoto lugar…

– ¿Qué quieres de mí? -le pregunté-. ¿Por qué me cuentas todo esto?

La anciana miraba ahora hacia la entrada de la cueva. En su rostro se reflejaba un profundo temor. El miedo a su propia extinción.

– C reo que mis hermanas no se han dado cuenta del nuevo poder que ha surgido en este mundo. Mi final está próximo, pero algún día vuestro desarrollo incontrolado os llevará hasta las estrellas, y en ellas, a enfrentaros con mis hermanas. Casi desearía dejar que las cosas siguieran su camino y que mis traicioneras hermanas se vieran al fin destruidas por la propia bestia que ellas crearon; sería una justicia poética, pero no puedo permitirlo, porque en algunos de esos mundos del exterior está instalada mi propia herencia, y tras mi fin será lo único que permanecerá de mí. Debéis ser destruidos. Hasta el último de vosotros. Sois una aberración que jamás debió de existir; y yo puedo exterminaros… a la vez que me aniquilo a mí misma. Pero no deseo hacerlo… Quiero vivir.

Y esta última frase sonó desgarradora en mi mente. Comprendí que aquella criatura, que antaño había sido tan poderosa como un dios, estaba aterrorizada.

– T ú puedes ayudarme -dijo mi mente-. Tus amigos de la ciudad jamás me escucharán, pero tú sí. Tú conoces el valor de la razón y el orden, y yo podría dotar de todo eso a vuestras vidas, que discurrirían felices por un camino ya trazado. Podéis convertiros en mis nuevos vástagos, voluntariamente… Vuestra descendencia puede ser mezclada con la mía y obtener así híbridos capaces de obedecer mis órdenes. Invertir la mutación provocada por mis estúpidas e inconscientes hermanas. Sería un proceso largo, que se completaría en varias decenas de generaciones, pero es vuestra única oportunidad de sobrevivir… Y también la mía.

– ¿Esperas conseguir con las palabras lo que no has logrado con tus armas y tus guerreros en miles de años de lucha? -le pregunté asombrado de que ésa fuera su pretensión-. ¿De qué te serviría eso? Siempre habría alguien en este mundo dispuesto a hacerte frente…

Fui interrumpido por unas explosiones y unos gritos que llegaban desde el exterior. Sonidos de lucha. Sentí deseos de correr a ver qué sucedía, pero permanecí junto a la anciana, como paralizado y con mi voluntad pendiente de su voz.

– N o lo entiendes -resonó impaciente su voz en mi interior-. Tengo en mi poder una Plaga que si es liberada acabará con toda la vida de este mundo. Eso significaría también mi final y el de mis vástagos, por lo que no ha sido usada hasta ahora. Pero si yo desaparezco, la muerte arrasará por completo este planeta. ¿Lo has entendido? Mi extinción será también la vuestra y la de vuestra descendencia… Debes advertir de eso a tus amigos, antes de que sea tarde para todos.

Una violenta explosión resonó en la entrada y la penumbra de la cueva quedó brevemente iluminada por la llamas. Aparté un instante la vista de la anciana, y cuando volví a mirarla se había alejado varios pasos de mí, regresando a la oscuridad donde era sólo una forma imprecisa que se movía.

– A dvierte a tus amigos… -dijo la voz de mi interior convertida en un susurro.

9

Corrí hacia la salida y miré atónito hacia el exterior. Una espectacular batalla se estaba desarrollando sobre la cuadrícula de losas de mármol anaranjado.

El aeróstato Paraliena había penetrado en el inmenso recinto, y flotaba entre el suelo y el techo de mármol. Un enjambre de guerreros kauli giraba en torno a él. Los dragones habían abierto orificios en la cubierta de lona superior de la nave, y allí habían instalado los más potentes sifones de fuego griego. Los kauli caían al suelo envueltos en llamas antes de que pudieran siquiera acercarse. Ardían en el aire y sobre las losas de mármol, chocaban entre ellos, contagiándose las llamas. Estaban perdiendo.

Un grupo de centauros luchaban en el suelo contra tres caballeros caminantes que avanzaban imparables dejando un sangriento rastro de cadáveres mutilados, mitad hombres, mitad toros, amontonados confusamente a su paso.

Almogávares y dragones avanzaban protegidos por los tres autómatas gigantes hacia la entrada de la cueva donde yo estaba. Al frente de ellos reconocí a Joanot y a Sausi, abriéndose paso a machetazos entre los centauros. También vi a Mirina, que cargaba con un potente sifón de fuego griego. Varios almogávares y dragones cayeron bajo las hachas de los centauros antes de que lograran llegar a las escaleras que conducían a la entrada de la guarida de la Parca, pero los caballeros caminantes crearon una barrera defensiva para los guerreros humanos. Cualquier centauro o kauli que intentara atravesarla era rápidamente incinerado, o partido en dos de un mandoble.

Los campeones humanos cubrieron a saltos los mil escalones que llevaban hasta la boca de la cueva útero. Una decena de centauros, liderados por el de la melena rojiza, les aguardaban en lo alto de la plataforma, frente a la entrada circular de la cueva.

Lanzando horribles aullidos, cargaron contra los humanos apenas les vieron pisar el último peldaño.

Surtidores de fuego griego rociaron de llamas a los centauros de la plataforma. Joanot, Sausi y varios almogávares corrieron hacia los monstruos llameantes, y les golpearon con sus espadas en las patas delanteras, obligando a las bestias a caer de bruces.

Uno de los caballeros caminantes ascendía lentamente por las escalinatas. Era una operación difícil para el autómata, y el titiritero la ejecutaba con mucho cuidado.

Algunos kauli se lanzaron entonces contra aquel caballero, y revolotearon a su alrededor, golpeándole con sus alas de acero, intentando hacer caer al autómata y a su titiritero por el borde de la escalinata. Pero el caballero caminante los roció de fuego griego con su brazo-sifón, y a uno de ellos lo partió en dos en pleno vuelo; librándose de los kauli como si no fueran más que molestos insectos.

El autómata alcanzó entonces la plataforma donde seguía el desesperado combate entre hombres y centauros.

Joanot y Melena Roja habían reiniciado su duelo interrumpido.

El valenciano fintaba diestramente alrededor del monstruo que tenía parte de su piel abrasada y un lado de su bestial rostro destrozado por las llamas. Pero esto no parecía haberle hecho perder ni un ápice de fuerza y coordinación a Melena Roja, que lanzaba su enorme hacha una y otra vez hacia Joanot, empujándolo lentamente hacia el borde de la plataforma. El monstruo bramaba con si hubiera enloquecido; su rostro quemado estaba contraído en un mueca espeluznante que mostraba sus grandes dientes amarillentos.

Los talones de Joanot tocaron entonces el borde de la plataforma de mármol, y el valenciano comprendió que ya no podría retroceder más. Entonces hizo algo sorprendente y desesperado; lanzó su espada contra Melena Raja, y el monstruo la apartó a un lado con un golpe de su hacha. Joanot había quedado desarmado, pero aprovechó el instante de sorpresa del centauro para escurrirse entre las patas de la bestia. Después, de un salto, se plantó sobre la ancha grupa de Melena Roja.

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