Juan Aguilera - La locura de Dios

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Inicios del siglo XIV. El `doctor iluminado`, el fraile medieval mallorquín Ramón Llull, acompaña a una partida de almogávares en una arriesgada expedición por tierras de Oriente.
El objetivo es descubrir la mítica ciudad del Preste Juan, pero su inesperado destino será la insólita ciudad de Aristarcópolis que, tal vez, encierra en su nombre la explicación del origen de su misteriosa tecnociencia. Juan Miguel Aguilera ha imaginado una larga excursión por tierras de Asia narrada por el mismísimo Ramón Llull pocos años antes de su muerte. El viaje y la fabulación de esta amena novela son fruto de la imaginación, pero resultan compatibles con la verdad histórica y, sobre todo, con la incansable curiosidad y versatilidad que el verdadero Llull mostrara en vida.

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– No temas -dijo mi Amada-; son amigos.

No lo son, pensé contemplando sus hoscos rostros, pero dejé que los centauros nos escoltaran en silencio hasta la pared de roca.

No había allí estatuas de monstruos ciclópeos, sino una gigantesca puerta redonda, de metal, cubierta de extraños símbolos dispuestos en anillos concéntricos, como si fuera una representación o un plano del lugar en el que nos encontrábamos.

Al acercarnos, la puerta se abrió lentamente, descubriendo la oscuridad de su interior. Sentí una ráfaga de aire pestilente saliendo de aquella cueva circular.

Los centauros se habían dispuesto formando dos filas a ambos lados de la puerta, y mi Amada parecía desear que penetráramos ambos en aquellas tinieblas, pero yo me sentía incapaz de dar un paso más.

– ¿Qué hay ahí dentro? -le pregunté con aprensión.

– La Matre -dijo ella con una sonrisa llena de extraña alegría.

La Matre , es decir; la Madre. ¿Qué significaba aquello? ¿A qué se refería mi Amada? Y entonces recordé que italianos y galos llamaban así a las Parcas, por el cuidado que, según creían, se dignaban tomar para favorecer el tránsito del hombre a la vida.

Árbitros de la muerte de los hombres, arreglaban sus destinos, y todo lo que acaecía en el mundo estaba sometido a su imperio; y no se limitaba este poder a hilar nuestros días, puesto que el movimiento de las esferas celestes y la armonía de los principios constitutivos del mundo, seguían también sus dictados.

Las Parcas habitaban, según Orfeo, en una caverna tenebrosa del Tártaro y servían de ministros al monarca de los infiernos. Según Ovidio habitaban un palacio donde los destinos de los hombres están grabados en planchas de metal, de modo que ni el rayo de Júpiter, ni el movimiento de los astros, ni los trastornos de la naturaleza puede borrarlas. Pero otros, y entre ellos Platón, afirmaban que su morada eran las esferas celestes, donde las representaban con vestidos blancos sembrados de estrellas, coronadas, y sentadas en tronos luminosos, para demostrar que son las dictadoras y que guardan esa armonía admirable en que consiste el orden del Universo.

– Entra -insistió mi Amada-; la Matre te espera.

Si ése era mi destino, ¿cómo iba a oponerme a él? Caminé hacia la oscuridad.

Mi Amada se quedó atrás, y pensé si sería realmente ella, o sólo un demonio que había adoptado forma humana para conducirme hasta la entrada al tártaro.

¿Qué extraños sentimientos ocupaban mi mente que me hacían contemplar las cosas más extraordinarias y temibles con una tranquilidad que me asombraba a mí mismo? Con esa misma tranquilidad avancé como un espectro, como si mi voluntad no me perteneciera ya, y fuera otro el dueño de mis actos. Una sensación que era casi agradable.

Estaba dentro; una cueva cilíndrica, con un diámetro similar al de la gran puerta de metal, que parecía prolongarse hacia las profundidades. A través de la abertura penetraba la escasa luz del exterior, pero ésta no iluminaba mucho más allá de unas pocas varas, como si en aquel lugar las tinieblas fueran más densas y gozaran de más poder que la luz. Avancé unos pasos, y mis pies chapotearon en algo viscoso. Me acerqué a la pared, y la toqué con la mano, retirándola rápidamente asqueado. Paredes y suelo eran todo uno, la cara interior de un cilindro, y su tacto era el de la carne; cálido y cubierto por una pegajosa mucosidad. Sentí como si caminara por el interior de un enorme útero, un pensamiento repugnante que me inmovilizó. Entonces vi una figura avanzando hacia mí recortándose contra la oscuridad del fondo.

– E ste encuentro se ha retrasado durante mucho tiempo, Ramón -dijo una voz cascada resonando en mi cabeza-, pero al fin estamos frente a frente.

8

Era una anciana decrépita, de rostro severo, coronada con grandes copos de lana blanca entrelazada con flores de narciso. Vestía una túnica blanca, bordada de púrpura, que cubría completamente su cuerpo.

– Satanás puede adoptar cualquier aspecto -le dije a la anciana con una placentera tranquilidad en mi voz.

No podía entender cómo no estaba aterrorizado por aquella visión.

La anciana caminó sobre el viscoso suelo hasta plantarse frente a mí.

– N o soy un demonio, Ramón -dijo ella sin hablar, con una sonrisa desdentada.

– Lo que yo crea importa muy poco -le respondí mirándola con fijeza.

¿De dónde venía el extraño valor que ahora llenaba mi corazón? Estaba en presencia del mismísimo principio de todo mal, y mi mente se mostraba tranquila y confiada.

Pero una parte de ella me repetía una y otra vez que aquello no era natural, que estaba sometido al poder magnético de aquel ser de maldad.

– T ampoco soy un ser llegado de otro mundo como creen los ciudadanos de Apeiron -siguió pronunciando la anciana Parca, hablando sin sonidos-. Todos estáis equivocados, pero yo puedo mostrarte la realidad; si lo deseas.

No respondí y ella volvió a preguntarme:

¿Lo deseas?

Yo luchaba desesperadamente contra aquella fuerza que encadenaba mi alma.

– Habla lo que tengas que hablar. No puedo hacer nada excepto escucharte.

La anciana asintió, y entrecruzó sus dedos esqueléticos como si estuviera rezando.

No había pronunciado ni una sola palabra, pero voces e imágenes extrañas inundaron mi mente mostrándome una nueva realidad tan asombrosa que tan sólo mi estado de sometimiento mental me impidió enloquecer al instante.

No era una criatura de otro mundo como afirmaban los apeironitas.

Su raza era tan antigua como las estrellas -y comprendí entonces que las estrellas eran mucho más viejas que el mundo-, pero ella nació en nuestra Tierra antes de que nuestros primeros padres caminaran por ella.

Mientras su voz sonaba en mi mente, las paredes de mi alrededor se esfumaron, y permanecí envuelto por una oscuridad en la que ahora brillaban lejanas estrellas.

Una gran esfera luminosa de color azul giraba a mis pies; pero yo no tenía sensación de arriba o abajo, flotaba en una nada sin peso y sin substancia, como si mi mente hubiera sido trasladada a otro lugar y a otro tiempo. Tampoco podía ver ya a la anciana junto a mí, pero su voz seguía resonando en mi cabeza.

– E ste es mi mundo -dijo la voz en mi mente-; el lugar al que llamáis Tierra… Mi herencia…

Entonces vi un gran huevo de color sangre, entrelazado de venas azules, cruzar frente a mí, y caer lentamente hacia la gran esfera azul.

Como un ángel que arrojado del cielo se precipitara hacia la Tierra, sentí la vertiginosa caída hacia el planeta. El huevo rojo me precedía; vi el Sol refulgiendo en el mismo borde curvo del mundo, y una bola de fuego envolvió al huevo.

Las nubes nos rodearon durante un instante, y las atravesamos con la velocidad del rayo. Poco después el cielo se despejó, y vi la agreste superficie de la Tierra extendiéndose hasta el horizonte.

No había bestias, ni una brizna de hierba, ni el más pequeño rastro de vida.

El huevo se estrelló contra la corteza del mundo, provocando una gigantesca explosión que, como un hongo de fuego, ascendió entre las nubes.

Cuando el cráter abierto por la explosión se enfrió, vi cómo legiones de criaturas, reptando, gateando, arrastrándose sobre sus miembros a medio formar, abandonaban la inmensa sima que había abierto el huevo al chocar contra la Tierra.

El Mundo giró a gran velocidad ante mis ojos, hasta que sus rasgos se convirtieron en confusos borrones. Comprendí que la Parca intentaba mostrarme el paso del tiempo. De mucho tiempo.

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