Guillem se alejó algo del grupo; se situó tras un solitario y grueso espino que brotaba en línea recta de la hierba, y de un machetazo cortó su tronco a una vara y media de altura. Apartó a un lado las ramas cortadas, y con precisos golpes de su espada talló una afilada punta en el tronco que como un muñón surgía del suelo. Después clavó, una tras otra, cuidadosamente, sus flechas alrededor del espino.
Yo, plantado e inmóvil donde estaba, contemplé extrañado estas acciones del almogávar, sin escuchar otra cosa que el tiberio del tornado tras de mí.
Dirigí nuevamente la vista hacia las ramas espinosas y al cabo de algún tiempo me di cuenta de que me estaban observando. Ojos malévolos suspendidos a dos varas y media de altura, tras el ramaje nos vigilaban, y comprendí que estaba ante un peligro inmediato.
Presa del terror, sentí cómo los tendones de mi cuello se volvían rígidos, y contemplé asustado las tenebrosas sombras que ocultaban a nuestros enemigos.
Si eran perros, debían de tener un tamaño gigantesco.
Entonces mis ojos descubrieron una figura horrenda que heló de espanto la sangre en mis venas. Una cabeza maciza y de un negro brillante, apareció entre las ramas erizadas de púas, quebrándolas, y avanzó hacia nosotros.
Aquellos ojos que brillaban formando círculos cada vez mayores parecían poseer un poder que comunicaba rigidez a mis miembros y hacía brotar de los poros de mi cuerpo un sudor helado. La criatura abrió su boca, que parecía partir en dos su enorme cabeza, y bramó. Un estruendo de bramidos le respondió desde la oscuridad, y todo el grupo avanzó hacia la luz.
No es posible formarse una idea del terror que los rugidos de aquellas criaturas causaron en nosotros. Era como si la sangre quisiera salirse de nuestras venas a borbotones y sentí como si se dislocasen todos los huesos de mi cuerpo. Era algo terrible y espantoso para todo ser viviente.
– ¡Atención almogávares! -gritó Joanot, haciéndose oír por encima de los bramidos-. ¡Desperta ferro! -Todos los pyreions fueron cuidadosamente cargados, y Guillem, tomando un dardo del suelo, lo colocó en su nuevo arco de madera albina.
Aquellos seres nos rodearon con calma. Eran grandes y pesados como caballos percherones, y sus rostros eran bestiales, más parecidos a los de un buey que a los de un hombre; tenían grandes narices de orificios negros y dilatados, y orejas colgantes. Unos ojos grandes y acuosos, situados frontalmente, bajo unos prominentes arcos superciliares. Sus manos tenían sólo tres dedos, pero cada uno de ellos era tan grueso como dos pulgares humanos. Todos iban armados con hachas de acero que sujetaban con sus musculosos brazos.
– ¡Centauros! -exclamó Neléis, como si no creyera lo que le mostraban sus ojos.
Si yo no hubiera estado tan aterrorizado, habría sonreído ante la expresión de desconcierto de alguien tan racional como la consejera al verse enfrentada cara a cara con algo que parecía surgido de los mitos remotos. Simplemente no podía aceptar lo que ahora le mostraban sus ojos. Creo que, para ella, las milenarias teorías de Apeiron se derrumbaron en ese preciso instante; el mundo no era un lugar tan racional como había supuesto.
Pero aquellos seres no eran exactamente como los describen las antiguas leyendas. Para empezar, sus cuerpos se parecían más al de un toro que al de un caballo. Sus rostros también tenían algo de bovino, pero unas espesas melenas negras, que se derramaban sobre sus espaldas, les hacía parecerse más a un león con torso humano.
No había tiempo para reflexionar, pues los centauros-toro se lanzaron inmediatamente contra nosotros.
Avanzaron con un sordo retumbar, haciendo temblar las ramas de los árboles como si fueran débiles bambúes rotos por el paso de una manada de elefantes, salpicando barro rojo en todas direcciones. Los lanzallamas escupieron un resplandor mortal que se apagó en medio de una humareda negrísima. Los pyreions de los almogávares dispararon uno tras otro, sonando como si algo se desgarrara, y soltando espesas nubes de humo asfixiante. El caballero caminante avanzó hacia los centauros lanzando chorros de fuego griego y dando amplios mandobles con su espada.
La vanguardia de centauros rodó por el cieno, en una confusión de miembros, sangre, y carne carbonizada. La segunda fila saltó sobre sus compañeros, y se estrelló contra el círculo de dragones y almogávares.
Un centauro chocó contra el caballero caminante como un toro estrellando ciegamente su testa contra otro. El golpe a punto estuvo de desequilibrar al gigante, pero el titiritero manejó con habilidad los miembros del autómata impidiéndole caer. Después descargó el pomo de su espada sobre la columna vertebral del centauro, y la partió en dos con un horrible chasquido. El monstruo quedó sobre el barro pateando estertóreamente, y el caballero lo roció con fuego griego y se alejó a por un nuevo rival.
Guillem giraba alrededor del tronco afilado, lanzando flechas sin descanso contra los centauros. Uno de ellos intentaba alcanzarle con su hacha, pero el arquero se protegía hábilmente interponiendo el tronco entre él y la bestia. El centauro no se acercaba demasiado, al parecer por temor de lastimarse las patas o el abdomen con la aguzada punta del tronco, y Guillem aprovechó para enterrarle varios dardos en el pecho.
Otros centauros saltaron sobre los almogávares, que intentaron inútilmente clavarles los cuchillos sujetos al extremo de sus pyreions, y los aplastaron bajo sus cascos mientras seguían aullando como bestias enloquecidas.
Mientras estos combates se desarrollaban, volví mi atención hacia el primer centauro que había visto aparecer entre los árboles. La bestia avanzaba en línea recta hacia mí, arrollando a todo aquel que se interpusiera en su camino. Vi cómo partía en dos a uno de los dragones con un solo golpe de su descomunal hacha, y seguía adelante.
La tierra temblaba bajo nosotros, los gases de la pólvora nos atenazaban la garganta y nos vimos en el eje de un huracán de confusión y sangre. Pero los almogávares no se entregaron ni siquiera cuando todo parecía perdido. Replegándose una y otra vez, hasta la distancia efectiva para usar sus pyreions, disparaban sin descanso contra los fieros centauros. Pero este retroceso tenía por límite el borde del acantilado.
El caballero caminante hacía estragos entre las bestias; había establecido un anillo de fuego a su alrededor, y cercenaba de un mandoble a cualquier centauro que tuviera el valor de atravesarlo. Vi cómo seccionaba a uno de aquellos monstruos en dos partes que parecían un toro sin cabeza, y un hombre sin piernas derramando sus intestinos.
Joanot, que nos protegía a Neléis y a mí con su cuerpo, nos obligó a retroceder hasta la misma línea del abismo, y una vez allí, nos miró impotente sin saber qué hacer.
La enorme silueta de un centauro-toro se plantó entonces frente a nosotros.
Reconocí en él al primero que había visto asomando entre los espinos. Su melena era algo más clara que la de sus compañeros, y poseía algunos reflejos rojizos. Pero su rostro bestial no contenía ningún rasgo humano que pudiera identificar. Los enormes orificios de su nariz estaban dilatados al máximo, y resoplaba por ellos como un toro antes de atacar. Había dejado un surco de muerte tras de sí para llegar hasta nosotros.
Joanot miró hacia el precipicio por encima de su hombro, y nos hizo un gesto para que le dejáramos espacio para pelear. Sujetó su espada con ambas manos, y avanzó hacia el centauro con su rostro fruncido por una expresión llena de determinación.
El valenciano no era ni mucho menos tan fuerte como Sausi, pero era más rápido que el enorme búlgaro, y de movimientos tan nerviosos como Ricard de Ca n'. Y en una lucha tan desigual, la pura fuerza tenía poco que hacer. Esquivó sin dificultad la primera embestida del centauro, cuya hacha pasó rozando el cráneo del adalid almogávar, y lanzó su espada hacia las gruesas patas del monstruo abriéndole una ancha herida.
Читать дальше