Juan Miguel Aguilera
Rihla
Para Alejandra, a quien amo
A todos los reyes de Tiro y a todos los reyes de Sidón,
y a los reyes que están más allá de los mares.
La Biblia, Jeremías 25,22
Hemos palpado el cielo y lo hemos encontrado
lleno de guardianes severos y de centellas.
Corán, Al ÿinn, 8
Como la niebla, como la nube,
como una polvareda fue la Creación.
Popol Vuh, cap. I, libro I
En el nombre de Allah, el Misericordioso, el Clemente.
Alabado sea Allah, el Altísimo, el Inmenso, que nos enseñó por el uso de la escritura, que enseñó a los hombres a salir de la ignorancia.
Mi nombre es Lisán al-Aysar ibn al-Barrayan ibn Xahin al-Jatib ibn al-Salmani, humilde servidor de la Sagrada Casa de Allah, faquih, [1]doctor en la ciencia astronómica, peregrino y maestro matemático.
Nací en Granada, a once días de la luna de Xahaban, el acatado año 850, en una familia con una larga tradición en esta tierra andalusí y también en la tradición ilustrada de los nasrí.
Mi abuelo Xahin fue faquih , literato y matemático; de su fama como predicador quedó en nuestra familia el apelativo de los Banu al-Jatib.
Mi padre, Muhammad al-Barrayan, fue también famoso porque acompañó a Abu al-Qasim en su embajada para solicitar el auxilio del sultán mameluco, cuando la presión de los herejes descreídos sobre nuestra nación empezó a hacerse insoportable.
Poco después de mi nacimiento, mi padre dejó la vida pública, a la que se hallaba dedicado, para seguir el camino de la ciencia, por el que sentía una mayor inclinación. Fui educado por él durante mi niñez, pero al alcanzar la adolescencia tuve un maestro originario de Córdoba con quien aprendí a leer el sagrado Corán, las diferentes interpretaciones del texto y otras obras acerca de su ortografía. De su mano entré también en contacto con la escuela filosófica de los Ijuán al-Safa que tanta importancia iba a tener en mi formación.
He pasado la mayor parte de mi vida de adulto estudiando las ciencias de la naturaleza y las artes útiles al hombre en el estado de sociedad. En estas circunstancias me encontraba cuando se me presentó la oportunidad de iniciar mi rihla. [2]Solicité permiso al sultán para abandonar al-Andalus y en un barco de mercaderes genoveses me dirigí hacia el país de los infieles.
Que la salud de Allah, alabado sea, su gracia y su bendición me acompañen en esta aventura. Que Él me proteja y tenga a bien, en su infinita misericordia y clemencia, el considerar mis acciones como meritorias.
Y ¿cómo sabrás qué es el astro nocturno?
Es la estrella de penetrante luz.
No hay nadie que no tenga un guardián.
At táriq, 2-4
Se decía que los fieles de al-Andalus intentaron recrear el Paraíso en sus ciudades, para alegrar los ojos y satisfacer los espíritus antes del paso a la otra vida.
Sin duda que así debió ser , pensó Lisán al-Aysar ibn al-Barrayan ibn Xahin.
Tras una larga ausencia de su país, se sentía dichoso de volver a pisar aquellas callejuelas confinadas por paredes encaladas. Paseaba por el zoco de las especias, entre dos filas de diminutas tiendas que exhibían sus productos apilados en cestas y lebrillos; especias de colores abigarrados y olores densos, jengibre, comino, cardamomo, cúrcuma, traídas desde el Lejano Oriente, que los comerciantes competían en anunciar con gritos nasales. Toldos, sacos tensados por cuerdas y tablas de madera, preservaban a los transeúntes de los rayos solares. Unos pocos se filtraban, sin embargo, por las rendijas e iluminaban a la bulliciosa multitud que allí se amontonaba. Los hombres llevaban blancos almaizares y turbantes de muselina, las mujeres lucían qassis de seda tornasolada y se adornaban con ricos collares, brazaletes, tocas bordadas de plata; y, en los tobillos, ajorcas de oro y plata.
Lisán saludaba a los numerosos amigos con los que se iba encontrando, a los que no había visto en dos años. Ellos insistían en narrarle las últimas noticias sobre la guerra con los infieles, de modo que la reciente caída de al-Hamma estaba en boca de todos. Pero él no quería oír hablar de guerras o desgracias en un día tan hermoso como ése, en el que el cielo era una cúpula azul brillante sobre la Alhambra, el verano llamaba ya a sus puertas, y el aire era tan perfumado como la esencia más cara de Damasco.
A mediados del año 890 tras la hégira, el reino de Granada se encontraba asediado por los castellanos. No podían esperar el auxilio de los hermanos musulmanes del otro lado del estrecho, como tantas veces en el pasado, pues los maniníes estaban en guerra con sus tutores wattasíes y a los hafshíes les era indiferente el destino de al-Andalus. Por lo tanto, todos presentían que el fin estaba cercano. Y lo asombroso era que Granada lucía llena de vida; como una joya preciosa o como una luz que, antes de extinguirse, arroja un último destello intenso y puro.
Lisán siguió paseando por los demás tenderetes, entre las pasas de moscatel de Málaga y las jarras de miel de Shaqunda, entre los puestos de avellanas y nueces, hasta acabar en la plaza de los vendedores de vino. Allí le llegó el olor amargo de la cerveza y el dulzón de los jarabes de lima, de achicoria o de rosas. Pero todos ellos eran dominados por el ácido aroma del vino.
Algunos dhimmis subían a la medina sólo para conseguir vino libre de gabelas y andaban allí mezclados con los fieles. Lisán tuvo que abrirse paso entre ellos para comprar en uno de los puestos. Lo hizo con total confianza, pues adquirir bebidas alcohólicas no tenía nada de extraño en aquella ciudad tan hedonista y tan entregada al disfrute de lo prohibido.
Sin embargo, para su sorpresa, alguien le salió al paso y le censuró su acción:
– ¿Tanto han cambiado tus costumbres, hermano, en el tiempo que has pasado entre los infieles?
Su interlocutor era un hombre de corta estatura, de cara redonda y barba frondosa, con buenos colores en las mejillas. Llevaba un silham de lana blanca sobre los hombros, como un manto, y se cubría con un caro turbante de muselina. Su voz parecía afectada de seriedad, pero sin duda bromeaba, porque era su viejo amigo Ahmed al-Sagir ibn Yusuf ibn Nadîm.
Felices ambos de estar juntos después de tanto tiempo, se abrazaron y besaron con iguales muestras de emoción y cariño.
– ¡Alabado sea Dios! -dijo Ahmed con lágrimas en los ojos-. ¿Dónde has estado, hermano? ¿Cómo has podido vivir lejos de Granada y de la gente que te ama?
– Tengo mucho que contarte, Ahmed, acompáñame a mi casa y te hablaré de lo sucedido en estos años.
Ahmed al-Sagir señaló la bolsa de cuero, en cuyo interior Lisán había guardado las botellas de arcilla llenas de vino, y dijo:
– Hermano, tantas veces te invité a mi casa y te pedí que probaras el caldo de mis viñedos, a lo que tú siempre te negaste, y ahora compras un vino de dudosa calidad a un oscuro comerciante del zoco.
Su tono era de reproche, pero su mirada seguía siendo divertida. Lisán bajó la vista hacia su mano izquierda, la que sujetaba la bolsa de cuero.
– ¿Esto? -dijo sonriendo por la confusión de Ahmed. La alzó, haciendo sonar los recipientes de su interior-. Pero no son para mí, hermano. Acompáñame a mi casa y allí te lo cuento todo.
Ahmed al-Sagir, intrigado, lo siguió.
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