Juan Esteban Gascó - La playa de la última locura

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Un hombre solitario decide trasladarse a Valencia huyendo de su trágico pasado en busca del amor, de una nueva vida. Pero en su primer día en la playa de las Arenas es objeto de una fatídica premonición que se convertirá en una obsesión para él mientras descubre esa fascinante ciudad. Tras una ardua y obstinada investigación judicial sin sentido, la sombra de la muerte guiará sus pasos, conduciéndole hasta la misma puerta del infierno.

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LA PLAYA DE LA ÚLTIMA LOCURA

Juan Esteban Gascó

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La playa de la última locura

Primera edición: Diciembre 2018

© De la obra: Juan José Esteban Gascó

© Diseño de la portada: Editorial Sargantana

© Imagen de cubierta: Niña en la playa

Sorolla, 1910.

© De esta edición: NPQ Editores

www.npqeditores.com

edicion@npqeditores.Com

Impreso en España

ISBN-13: 978-84-17257-44-6

Depósito legal: V-3175-2018

A mis padres,

que me dieron la vida

y me enseñaron unos valores

para transitar por ella.

A mis hijos.

Por vosotros daría mi vida.

A las personas solidarias

que contribuyen a mejorar

la vida de los más necesitados.

A todo aquel que en los momentos

difíciles lucha por superarlos

y se aferra a la vida.

A mi amada Cristina,

que me vuelve loco cada día.

Capítulo 1

Entre la noche y el alba, entre ensoñaciones y pensamientos de duermevela, se coló alguna inquieta pesadilla que le hizo sudar, revolverse en la cama y destaparse antes de la alborada. Un rato después Pablo Víctor se despertó con los pies helados y el cuerpo destemplado, pero con la agradable sensación de calor que da la satisfacción de haber tomado una decisión con determinación, después de una lucha enconada de sentimientos encontrados. Lo que más le apetecía en ese momento era cubrirse con el nórdico y dormir un par de horas más, después de una noche tan agitada, sin embargo prefirió levantarse, con el ánimo inquebrantable de llevar a cabo cuanto antes el propósito de ese nuevo día. Tras desperezarse estirando los brazos hacia arriba, entre bostezo y bostezo se levantó sin remolonear, calzándose las zapatillas de andar por casa. Se dirigió medio aturdido hacia el ventanal, subió la persiana para que entraran los primeros rayos de sol de la aurora y salió a la terraza para contemplar el amanecer. El día era gélido y una fina lluvia comenzaba a hacer acto de presencia. De pronto sintió un ligero escalofrío que recorrió su médula espinal, ya que había salido en pijama sin la precaución de abrigarse. Temblando, con los ojos cerrados, el cielo estaba nublado y a lo lejos los montes Urgull e Igueldo despuntando entre nubes bajas. No le importaba el tiempo. Se frotó los ojos con los nudillos y admiró la maravillosa visión de la playa de la Concha, a pesar de ser un día brumoso. La iba a echar mucho de menos. Sí, muchísimo. Quizás demasiado. Pero estaba decidido. Iba a cambiar de aires. Se dio una ducha de agua caliente, casi ardiendo, a fin de abandonar su estado casi cataléptico, desentumecer sus huesos y despejar su mente. Se recreó más de lo habitual. Se sentía muy a gusto bajo la fuerte presión del agua masajeando su cuerpo, sin pensar en nada. Minutos más tarde se preparó un reconfortante desayuno con zumo de naranja recién exprimido, cereales integrales, dos yogures naturales y cuatro nueces. Extraño desayuno, pero fiel a su costumbre, el mismo de siempre desde hacía muchos años. En ese aspecto no parecía que fuera a haber ninguna fluctuación en su vida. Después de cargar energía para el largo viaje, se dispuso a vestirse sin entretenerse. Eran ya las ocho de la mañana y la partida no admitía demora. Ciertamente le hubiera venido bien tomar un café cargado para afrontar el camino despejado, sin riesgo a dormirse, pero como no tenía ese hábito y desde que estaba solo no recibía visitas en casa, no le quedaba ni un gramo. De todas formas lo ingerido había sido más que suficiente para hacer acopio de fuerzas. Las iba a necesitar. Fuerza y valentía. Se dirigió al armario de su habitación y bajó del altillo una caja metálica de galletas. La abrió con parsimonia y extrajo una carta que leyó por enésima vez, mientras lágrimas de nostalgia resbalaban por sus mejillas. Se quitó el anillo de casado, lo depositó en su interior y besó una fotografía mientras juraba que no iba a llorar más. Guardó la caja con suma delicadeza, como si corriera peligro de romperse, de romper con reminiscencias del pasado, y fue a lavarse la cara. Frente al espejo se reflejaba un hombre con la intención de emprender una nueva vida. No había marcha atrás. Aunque el tiempo no acompañaba, iba a coger su Harley—Davidson para ir a Valencia. La lluvia no era impedimento. Se vistió con unos vaqueros, su camiseta favorita y una sudadera. Encima se puso una cazadora y pantalones técnicos de lluvia para motoristas. Su preciada cazadora de piel no le acompañaría en este viaje. Se calzó sus relucientes botas negras de media caña, cogió una mochila con una muda para la vuelta y con los guantes y el casco en la mano bajó al garaje a por su motocicleta. Hizo rugir el motor de su custom acallando unos truenos que anunciaban tormenta y salió en busca de su nuevo destino.

Transcurridas tres horas de trayecto, sopesó la conveniencia de hacer una parada a mitad de camino para estirar los agarrotados músculos y pegar un bocado. Aunque ya había dejado de llover su ropa seguía empapada. Suerte que había sido precavido y su vestimenta había cumplido su cometido, repeliendo el agua, no dejando que traspasara al cuerpo. Sin embargo hacía mucho más frío. La temperatura había descendido varios grados y una fuerte ventisca azotaba el inhóspito lugar. Se había apartado de la autovía, huyendo de las cafeterías de las estaciones de servicio, buscando un bar con solera, y encontró un solitario restaurante en medio de un interminable y adusto páramo. En medio de la nada. Qué visión tan diferente de la frondosa vegetación de los paisajes del norte que había dejado atrás no hacía mucho. Tan distinta y tan bella a la vez. Los reflejos del tímido sol sobre la llanura pedregosa, fruto de la persistente sequía padecida, mostraban una variedad de tonalidades de color herrumbroso como si se fueran destiñendo conforme avanzaban hasta lontananza. Allí, solo ante esa inmensidad se sintió bien. La soledad había sido su hábitat natural en los últimos años, pero había llegado el momento de cambiar.

Entró al restaurante y se sorprendió al ver todas las mesas ocupadas. ¿De dónde había salido toda esa gente, si parecía el último confín de la tierra? Daba igual. No le importunó el hecho de que no hubiera ningún sitio libre. Se sentó en un taburete alto junto a la barra, contemplando ante sí la más variada muestra de embutidos, panceta, lomo de orza y otras suculencias. Pero no, en sus previsiones de cambio no figuraba la de su saludable alimentación. De repente una espigada joven de tez pálida y rubio cabello le preguntó si deseaba comer algo. Ante la respuesta afirmativa, la amable chica, en un perfecto castellano, si bien con un pequeño acento de algún país de Europa del Este, le invitó a pasar al comedor que se abría tras una doble puerta de cristal dorado opaco. El salón estaba vacío y le sugirió que se sentara junto a la acogedora chimenea encendida, lo cual agradeció el motero. Le venía bien para entrar en calor y para que se secara un poco su mojada indumentaria. La camarera le entregó la carta y le preguntó si para beber quería vino o cerveza, dando por sentado que no existía otra posibilidad.

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