—No llames a la policía, te lo suplico. Solo tengo trece años y además no he hecho nada malo. Te puedo echar las cartas gratis o leerte la mano. Soy muy buena en eso. Te lo aseguro.
Pablo Víctor le echó unos dieciocho años. Calculó que al menos sería mayor de edad, pero decidió que ya había llegado demasiado lejos y el susto era suficiente para que le sirviera de escarmiento. Soltó la mano pensando que echaría a correr inmediatamente, pero su sorpresa fue mayúscula al ver que la gitana tomaba asiento y ahora era ella la que le cogía la mano mostrando la palma hacia arriba. Tenía un tacto suave y unos dedos finos y muy largos, a pesar de que era menuda y nada delgada.
La vidente comenzó diciendo sonriente:
—Veo que has sufrido mucho y que has venido desde lejos en busca de amor. Lo veo muy claro —levantó la vista de la mano y clavó sus ojos como espadas, casi de forma hiriente, en los de Pablo Víctor. Se quedó muda y las manos comenzaron a sudarle. Parecía que no quería continuar. Desvió la mirada y con voz entrecortada balbució—: No se lee bien el futuro. Reconozco que soy una impostora y me arrepiento de haber tratado de engañarte. Tú me pareces una buena persona y no lo mereces. Lo siento. Adiós.
—¡Continua! —ordenó con contundencia, casi con virulencia—. Dime lo que ves y más te vale que no mientas —le amenazó enérgicamente, sorprendiéndose a sí mismo de su comportamiento—. Yo no creo en esas chaladuras pero si no me dices lo que ves estoy seguro de que te traerá mal fario —prorrumpió sin convencimiento alguno de que esas palabras fueran a hacer mella en la muchacha. Pero sí, surtieron el efecto pretendido y la gitana prosiguió—. Veo la muerte rondándote. Muy cerca de ti. Lo llevas escrito.
Un silencio sobrecogedor se apoderó del lugar por unos instantes. Ante la predicción Pablo Víctor pareció interesarse de veras.
—¿La ves en el pasado o en el futuro? —preguntó inquieto. Al escuchar «en el pasado» pareció asumirlo con naturalidad, pero cuando después de una tos fingida añadió que también en el presente y en el futuro, se estremeció y le ofreció los diez euros—. Puedes marcharte —musitó con el semblante serio y contrariado.
—Quédatelos, no los quiero. No deseo verme mezclada en nada que tenga que ver contigo. Adiós, llanero solitario.
Capítulo 3
La imagen de la mujer le recordó a la camarera del restaurante donde había almorzado por la mañana. Tan alta, excesivamente alta para él, y con esa cabellera rubia como el oro aunque más ondulada. Fue inevitable no fijarse descaradamente en ese culo tan perfecto que movía con gracia y sin esfuerzo aparente. Con el casco puesto se sentía más protegido por su desfachatez. Luego se lo quitó y acercándose unos pasos pronunció con voz casi inaudible: «¿Esperanza?».
La elegante agente inmobiliaria lucía un pantalón negro de vestir, una bonita cazadora blanca de piel, con la cremallera subida hasta arriba, y unos zapatos de tacón que realzaban su ya de por sí gran estatura. Se giró y al tiempo que le tendía la mano para estrechársela contestó con seguridad.
—Hola, Pablo, encantada de conocerte.
El motorista enmudeció al ver su rostro. Ahora ya no le recordaba a la chica del este. Le pareció ver el vivo retrato de otra persona mucho más cercana. Durante unos instantes no reaccionó, prendido en esa cara angelical con un leve toque de picardía en su sonrisa. Sus ojos marrones eran fulgurantes y su nariz parecía esculpida por un maestro artesano, pero solo dirigía su vista hacia su atrayente boca.
—Perdona, ¿eres Pablo, no? —repitió al ver que no había contestado ni movido un músculo para darle la mano.
—Sí, sí, disculpa. Soy Pablo Víctor —musitó, improvisando una absurda excusa ante el silencio anterior—. No estoy acostumbrado a que me llamen así y he tardado en reaccionar.
Esperanza sonrió de nuevo, al tiempo que entornaba sus párpados y suspiraba con gracia. Estaba acostumbrada a que los hombres se comportarán así ante ella.
—¿Es un poco largo, no crees? Y no te pega nada ese nombre. Te hace mayor. Suena antiguo, y demasiado aristocrático. O peor aún, de culebrón venezolano. ¿Te importa si te llamo Pablo? —susurró cálida y dulcemente.
Pablo Víctor no salía de su asombro. Cuánta verborrea y desparpajo. Vaya confianza se había tomado para haberse visto por primera vez. No obstante le pareció una persona agradable. Era una mujer que desbordaba simpatía y alegría, como corroboraría después de pasar dos horas juntos. Pero no por ello iba a concederle la licencia de llamarle Pablo. Aunque deseaba complacerla no estaba dispuesto a ceder en eso.
—Lo siento, pero mi madre se enfadaría muchísimo. Me llamo Pablo como mi padre y mi abuelo paterno y Víctor me lo pusieron por mi abuelo materno. Mi madre se empeñó en que así fuera y desde niño se encargó de corregir a todo aquel que no me mentaba por mi nombre compuesto.
—A mí no me gusta —soltó sin rubor alguno—, pero entiendo a tu madre perfectamente. Si alguna vez tengo un hijo le pondré el nombre de mi padre —sentenció—. En fin, Pablo Víctor, subamos a ver la primera vivienda.
Transcurrieron casi dos horas para ver únicamente tres pisos que además no estaban alejados entre sí. Esperanza era una comercial excelente, capaz de vender hielo en el polo norte, y realizó su trabajo a conciencia, enseñando las casas con todo lujo de detalles y dando las pertinentes explicaciones sobre las ventajas de las mismas, pero a Pablo Víctor no terminaba de convencerle ninguna. Se deleitaba oyéndola hablar sin parar, casi sin posibilidad de hacer comentario alguno sobre sus gustos, hasta que finalmente tuvo que aclararle que no le gustaba ninguna lo bastante. Una era demasiado grande para una persona que vivía sola, otra tenía la terraza excesivamente pequeña y la última tenía un precio desorbitado. A pesar de ello la agente inmobiliaria no estaba dispuesta a que se le escapara la presa. A ella no se le resistía nadie.
—Bien, me hago una ligera idea de lo que buscas exactamente. Dame unas semanas y no te preocupes que no cejaré en el empeño hasta encontrar algo a tu medida. En cuanto lo tenga te aviso.
—El problema es que vivo en San Sebastián y como comprenderás no puedo permitirme el lujo de venir muy a menudo. Quería aprovechar al máximo este fin de semana, pero solo he conseguido quedar contigo.
—¡Me quieres decir que has recorrido más de quinientos kilómetros para ver solamente tres casas! Debías haber hecho un filtrado previo y tras seleccionar las que te interesaran, organizarte para ver cuantas más mejor.
—Ya, pero es que lo he decidido esta misma mañana al despertarme. Ha sido un arrebato —masculló—. Y además, me quiero trasladar en breve. No dispongo de demasiado tiempo. Si todo va como deseo, espero venirme dentro de un mes aproximadamente.
—¡Estás como una cabra! —soltó una sonora carcajada—. Y la gente dice que yo estoy loca. Cierto es que soy muy impulsiva, pero lo tuyo es para encerrarte en un manicomio. Estás loco, completamente loco. Loco de atar —concluyó exaltada, vociferando. Luego se calmó y apuntilló—: Vamos a ver, ante un cliente como tú debería olvidarme de ti y dejar que te buscaras la vida, pero la intuición me dice que en el fondo eres una persona cabal y que no eres un lunático. Tienes la mirada limpia y sé que no me engañarás. Te propongo una cosa. En la finca donde yo vivo hay un ático en venta espectacular. Justo lo que tú necesitas. El problema es que no lo alquilan, pero llevan tiempo sin venderlo y creo que seré capaz de convencer a la propiedad para que te lo arriende hasta que encuentres otro con vistas al mar. Aunque ya te adelanto que aquí en la playa y con las condiciones que exiges no te va a resultar sencillo. De todas formas, cuando lo veas y vivas en él no vas a querer moverte de allí.
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