Juan Esteban Gascó - La playa de la última locura
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—No se preocupe —murmuró menos inflamable—, la copa corre por cuenta de la casa. Debo irme. Espero que pase una buena noche.
—Igualmente, muchas gracias y reitero mis disculpas.
Volvió a sentarse, miró fijamente la copa que ni siquiera había probado, cogió el vaso con mano trémula y volvió a dejarlo sobre la mesa, Desechó la opción de beber. De volver a hacerlo. Quería mantener la cabeza despejada para pensar con claridad. Optó por una frugal cena, ya que el atracón de la paella todavía estaba haciendo estragos, y luego se retiró a descansar. Mientras degustaba la ensalada no dejaba de cavilar sobre la reciente charla. Intentaba distraerse pensando en otros temas pero no había manera. No podía apartar de su mente el suceso. Estaba arrepentido de la zafia y fallida intentona con la directora, sin embargo algo irrefrenable le empujaba a continuar con su empeño. Después de tomar una jugosa naranja de postre y pedir que cargaran la cuenta a su habitación pasó por recepción para recoger la llave.
—Buenas noches. La 302, por favor.
Una recepcionista sonriente y distraída interrumpió su comunicación al teléfono para entregarle la tarjeta solicitada.
Todavía quedaban restos adhesivos de la cinta que precintaba la entrada en el marco de la puerta, pero ya nada impedía el acceso. Entró con sigilo en la habitación y comprobó que todo estaba en orden como si no hubiera pasado nada. Rebuscó en los cajones de la mesita de noche y de la cómoda, así como en los armarios, pero estaban vacíos. Solamente detectó que habían olvidado recoger un frasco de perfume que estaba en el cuarto de baño. Un detalle insignificante, pero aun así tuvo la curiosidad de desenroscar el tapón y oler el perfume. El exceso de celo en la limpieza había hecho que no escatimaran en desinfectante, haciendo prácticamente imposible percibir la esencia olfateada. No obstante, no cabía duda de que su contenido era un perfume y no cualquier otro líquido que lo hiciera sospechoso. Abandonó el cuarto de baño y bajó a recepción acelerado.
—Perdón, me he confundido, le he pedido la llave de la 302 y estoy alojado en la 203 —la recepcionista, azorada, intercambió las tarjetas con cara de circunstancias, esperando que la metedura de pata no tuviera consecuencias y nadie se diera cuenta del desliz.
Nada más entrar en la habitación asignada cerró la puerta y se tumbó en la cama. Sudoroso, temblaba como si hubiera terminado de cometer un delito. Sabía que dada su posición no había actuado correctamente, pero poco a poco se fue relajando, sabiendo que no había sido para tanto. De todas formas, debía controlar esos impulsos que algún día le costarían caro. Fue al baño y se mojó la cara y la nuca. Volvió a acostarse y encendió el televisor para distraerse. No hacían nada que le gustara pero durante unos minutos se entretuvo haciendo zapping. Vio una imagen en televisión que le recordó a su madre y cayó en la cuenta de que no la había llamado. No tenía ganas de darle explicaciones, así que decidió enviarle un wasap contándole que le había encantado Valencia y que había comido de categoría. Finalmente añadió que no podían hablar esa noche y que ya la telefonearía. Su madre lo conocía demasiado bien y no le extrañaba en absoluto que no lo hiciera, pero siempre lo disculpaba. Se dio una ducha y se metió entre las sábanas con un preciado y carcomido libro que había traído en la mochila: Los cuatro jinetes del Apocalipsis, del ilustre Vicente Blasco Ibáñez. Se embelesó con la lectura durante un buen rato hasta que se durmió. A pesar de que la novela lo tenía cautivado pudo más el agotamiento del viaje y la tensión acumulada y cayó rendido. Durmió durante unas cuantas horas seguidas, cosa que no le ocurría desde no sabía cuándo, pero sobre las cinco de la madrugada se despertó sobresaltado y ya no pudo volver a conciliar el sueño. El suicidio de la chica de la habitación que precisamente tenían reservada para él le angustiaba. Se preguntaba constantemente cuáles serían los motivos para cometer esa acción. Le hubiera gustado conocerla y saber sus razones. La muerte le aterrorizaba y un acto así le llenaba de incomprensión. De repente se acordó de la gitana que le leyó la mano y un escalofrío le hizo estremecer de pies a cabeza. La muerte, que de una manera u otra siempre había bailado tan cerca de él, volvía a asomar. Se negaba en rotundo a aceptar la predicción que había hecho la muchacha, pero de buenas a primeras había dado muestras de acertar. ¿Simple casualidad? Esa mujer no tenía nada que ver con él. Tan solo la coincidencia de alojarse en el mismo hotel y el mismo fin de semana. Pero la misma habitación era ya demasiada coincidencia. No dejaba de darle vueltas al asunto y su cabeza estaba a punto de explotar. Tormentosos recuerdos acudían a su mente. Procuraba dormirse y alejarlos de su pensamiento pero le resultaba imposible. Se levantó y fue al mueble-bar para tomarse la copa que antes no probó, con el objetivo de conseguir abstraerse y recuperar la calma y el sueño. Al prepararse el vodka con limón, pensando que era una elección perfecta para olvidar el acontecimiento trágico, le vino a la memoria la directora del hotel. Esa pelirroja tan atractiva. No había podido evitar fijarse en ella y la verdad es que estaba de muy buen ver. En un mismo día había conocido a tres guapas mujeres. Reparó en que la gitana también le había augurado amor. Al menos, que había venido en su búsqueda. Ni siquiera se lo había planteado, al menos conscientemente. Lo que buscaba era un nuevo rumbo en su vida para encontrar la felicidad. Pero ¿podía alguien ser feliz sin amar? Estaba elucubrando con disertaciones trascendentales cuando reconoció que quizás no volviera a ver nunca más a Marta. Además sería demasiada casualidad que a las primeras de cambio encontrara el amor. Y para ser sinceros en su primer encuentro no había debutado con buen pie. Más que un encuentro había sido un encontronazo. Casualidades o no, había conocido a tres mujeres interesantes en un solo día. La imponente directora con quien tuvo la fricción pero que resultó electrizante. La sutil chica que conoció en El Rincón del Olvido y que un halo misterioso la dotaba de un encanto especial. Y Esperanza. Le había encandilado por completo con su magnetismo, hasta límites insospechados, en tan solo dos horas que estuvo con ella. Tenía unas ganas locas de que llegara el día siguiente. De volver a verla. Ya no dejó de pensar en ella en toda la noche. Cierto es que tras recapacitar concluyó que era más que improbable que una mujer como ella se fijara en un hombre como él, pero albergaba la esperanza, aunque fuera una remota posibilidad, de que… En fin, no sabía muy bien de qué. Al menos una nueva ilusión asomaba en su nueva vida. ¿Amor? ¿Muerte? ¿Se cumpliría el vaticinio de la gitana? No sabía lo que le iba a deparar el destino, pero estaba ansioso por afrontarlo.
Capítulo 4
«Un Valencia de récord», «Un Valencia imparable». Tanto la portada del diario Las Provincias como la del periódico Levante acaparaban información sobre la victoria del Valencia Club de Fútbol. Se extendían en elogios hacia un equipo que continuaba invicto después de once jornadas de liga y cosechaba su séptima victoria seguida. Era la primera vez en sus noventa y ocho años de historia que sucedía. Bien merecía ríos de tinta. Pero lo que a Pablo Víctor le interesaba era otra información. Fue directamente a la sección de sucesos, pasando las hojas con impaciencia, hasta encontrar lo que quería. Un minúsculo y escondido artículo en Las Provincias se hacía eco de la noticia. Nada destacable y que no supiera ya. Dio un bocado a su tostada y pegó un trago a su zumo de naranja. Se limpió con la servilleta y cogió el diario Levante para intentar hallar, sin apenas confianza, algo novedoso. La reseña era casi idéntica, pero añadía una palabra que despertó la atención del intrigado lector: «desnuda». Las órbitas de sus ojos parecían saltarle ante la sorpresa. «Una mujer desnuda apareció muerta en la mañana de ayer en una habitación del hotel Neptuno de la playa de las Arenas. Fuentes policiales apuntan que se trata de un suicidio…», releyó ahora con más detenimiento. No significaba nada ni alteraba las circunstancias de los hechos, pero le resultó al menos llamativo. Incluso tenía su punto de morbosidad.
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