Continuó con su reconstituyente desayuno y ojeó algunos titulares de la prensa para estar al corriente de la actualidad. Todavía tenía tiempo hasta las nueve de la mañana y pudo desayunar con calma. Cuando terminó subió a la habitación a recoger su ligero equipaje y bajó a pagar a recepción. Antes de abandonar el hotel preguntó por la directora con la intención de despedirse de ella, aunque en el fondo bien sabía él que sus pretensiones eran las de sacar a colación la ocultación de la circunstancia de que la fallecida apareciera desnuda. Pero no hubo suerte. Ese domingo libraba.
—Si quiere puedo dejarle un mensaje para que se ponga en contacto con usted —se ofreció solícita la misma recepcionista que le había atendido la noche anterior.
—No te preocupes, gracias. No es necesario —respondió, decidiendo que ya era hora de enterrar el caso. De nada servía empecinarse en un asunto que no era de su incumbencia y que tan claro estaba para todo el mundo. No obstante, en el último instante sintió la necesidad de pedir una tarjeta con el teléfono de la directora. Puede que la necesitara en un futuro. Nunca se sabía.
Con cinco minutos de antelación sobre la hora de la cita, aparcó su motocicleta frente al portal. Esperó paciente, cosa rara en él, hasta que las agujas del minutero y segundero de su reloj señalaron las doce y tocó al videoportero electrónico. Una somnolienta voz respondió segundos después, anunciando que bajaba en dos minutos a recibirle.
—Buenos y soleados días —fue su saludo al ver la espléndida mañana que lucía, nada más abrir la puerta del patio.
—Buenos días, Esperanza —contestó al tiempo que se quitaba las gafas de sol.
—A tenor de esas ojeras, no parece que sean tan buenos días. O quizás es la consecuencia de disfrutar de la noche valenciana.
A Pablo Víctor le hubiera gustado aparentar una mejor imagen de su aspecto para que se llevara una buena impresión, al igual que él se había llevado de ella. Allí estaba, vestida con chándal, con una coleta sujetada por una goma del pelo, sin maquillaje y los labios sin pintar, y sin embargo tan guapa y resplandeciente.
—Cierto es que he tenido una noche movida pero tengo que decirte que tras despedirnos me marché al hotel. Lo de las ojeras no es flor de un día, me acompañan permanentemente, aunque tengo que reconocer que hoy están acrecentadas. Mi sino es vivir sin dormir.
—Ay, esa conciencia —suspiró traviesa—. No debes tenerla tranquila. Pero pasa, pasa, por favor. Como verás es un edificio muy antiguo y tiene sus incomodidades, pero la fachada está restaurada y la casa que vamos a ver está totalmente reformada y además con muy buen gusto. No quiero que te lleves una falsa impresión por algunos detalles, como por ejemplo el del ascensor, que es muy estrecho —abriendo la puerta, dijo—: Lo pusimos hace pocos años y el hueco de la escalera no daba para uno más grande pero los vecinos nos apañamos bien. Solo hay cinco viviendas, una por planta y cuatro de ellas habitadas. Bueno, espero que en breve sean cinco.
—Por eso no hay problema. Tengo la costumbre de subir y bajar por las escaleras.
—¡Al quinto piso! —exclamó alucinada—. Yo vivo en el primero y siempre subo en ascensor. Me quedo sin aire si voy por las escaleras —quien pareció quedarse sin aire y sin palabras fue Pablo Víctor, mientras subía en un habitáculo tan reducido con una mujer bonita tan próxima a él. Esperanza por el contrario no paraba de hablar. Era un torrente verbal. Ya en la quinta planta, cuando se dispuso a abrir la puerta, preguntó—: ¿No tocarás el piano?
Pablo Víctor se quedó perplejo. No entendía aquella pregunta estúpida a su juicio, hasta que vislumbró al fondo del salón un imponente piano de cola. Esperanza no esperó respuesta y continuó con su verborrea.
—El anterior propietario, don Calixto, era el director de la orquesta de Valencia y profesor de música. Daba clases particulares a sus alumnos en casa. Murió hace cuatro años y desde entonces nadie ha habitado esta casa. No entiendo cómo no he sido capaz de venderla porque es una maravilla. Si no fuera tan pequeña me la quedaría yo. Eso sí, si finalmente el nuevo propietario accede a alquilártela, te advierto que el piano va incluido en el lote. No te puedes desprender de él.
La realidad es que el piano resultaba un incordio. Era demasiado grande y ocupaba mucho espacio. Pero bien mirado le daba un toque de distinción. Más que desentonar, el contraste con el resto del mobiliario de estilo moderno le aportaba elegancia. Era, junto con un viejo tocadiscos y las vigas de madera, tratadas en consonancia con el color del parqué, lo único que ofrecía un sabor añejo. El salón era lo suficientemente amplio y bien distribuido. Le gustaba. Y lo mismo ocurrió con el resto de la vivienda. La agente inmobiliaria se deshacía en bondades al describirla, pero eso ya era irrelevante. La casa parecía estar hecha a medida, aunque eso era lo de menos. Desde que subió en el ascensor ya sabía que la iba a arrendar. Quizás hasta ya lo supiera inconscientemente desde la tarde anterior. Mucho le tendría que haber desagradado para no alquilarla, pues lo que realmente le atraía era la idea de tener a Esperanza de vecina. Pablo Víctor asentía sin intercalar palabra alguna ante la elocuencia de la agente inmobiliaria, hasta que salieron a la terraza y, tras restregarse los ojos con las manos por la cegadora luz del sol que les dio la bienvenida, admitió que era fantástica. Ante sus pies se abría una extensa terraza con las mismas dimensiones que el resto de la vivienda. Un comedor acristalado con puertas correderas contenía una mesa y seis sillas de mimbre, así como unos sillones bajos llenos de almohadones, con una mesa centro que completaba el conjunto; al lado, un pequeño paellero para hacer barbacoas y paellas, como había exigido el futuro inquilino; y se veía completado con una pequeña caseta que hacía funciones de trastero. Y lo mejor de todo, un jacuzzi con paredes y techo de cristal, donde se podía tomar un relajante baño.
—Es la ventaja de vivir en el casco antiguo de la ciudad. Aquí en el barrio del Carmen los edificios son de poca altura. Este es un poco más alto que los colindantes y que todos los de alrededor, que como mucho tienen cuatro alturas. Eso te permitirá hacer paellas sin molestar a nadie y bañarte en el jacuzzi sin ser fisgoneado. No verás el mar como tú querías, pero tienes unas vistas preciosas al jardín del viejo cauce del Turia —dijo mientras se asomaba al exterior apoyando sus codos sobre el muro de celosía que cerraba la terraza—. Aquí puedes tomar el sol con toda la tranquilidad del mundo e incluso en las calurosas noches veraniegas, dormir bajo la luz de la luna.
—Suena bien eso de dormir a la luna de Valencia.
—No te confundas. Hay varias acepciones. Una dice que antiguamente el puerto de Valencia se cerraba por las noches con una cadena y los barcos tenían que esperar hasta la mañana siguiente pasando la noche a la luna de Valencia. Pero la más aceptada se refiere a que hace siglos los visitantes que llegaban a Valencia y no podían entrar en la ciudad amurallada tenían que pernoctar en el cauce del río, hasta que podían acceder al interior. Justo ahí abajo —señaló hacia el cauce— hace una curva en forma de luna. De ahí el dicho popular. ¿Qué me dices sobre lo de bañarte desnudo en plena noche bajo esa luna y un precioso cielo estrellado? Es tan romántico. Para enamorarse.
—Creo que ya lo estoy —susurró evadido de la realidad, contemplando a Esperanza, sin pensar en el ático y en sus vistas.
—Sabía que te iba a gustar, pero aun así estoy sorprendida. ¿Eres tan irreflexivo siempre? Ni siquiera me has preguntado el precio ni las condiciones del contrato. Aunque, a decir verdad, creo que haces bien en no pensártelo. Es un auténtico chollo.
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