Juan Atienza - La Maquina De Matar
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El doctor tuvo una idea. No sabía si sería eficaz, pero tenía que probarla. Sacó de su estuche el magnetofón que utilizaba algunas veces para registrar las sesiones de sus pacientes y lo puso sobre la mesa, enchufándolo. Calibró el registro para impresionar la cinta a alta velocidad y lo puso en marcha. Durante un cuarto de hora estuvo tirando de la cuerda de nylon y registrando todas las frases y chasquidos del aparato sonoro de la muñeca. Luego volvió atrás la cinta, comprobó que el registro había sido correcto y calibró la velocidad del magnetofón al mínimo. Entonces lo puso en marcha de nuevo.
Comenzó a escucharse una lentísima voz de ultratumba, que repetía, despacio hasta la exasperación, las frases rutinarias de la muñeca. Pero, de pronto, sonó una voz agudísima y muy rápida -como si el magnetofón se hubiera puesto a velocidad superior a la normal- que decía claramente: «¡Tienen que morir!…». Luego nuevamente la frase mortecina de la muñeca, durante unos segundos interminables y, coincidiendo con lo que antes había sido el chasquido, otra vez la voz mecánica, aguda y rapidísima: «¡Tienen que morir los dos, papá y mamá!»… Y, al cabo de otra lenta frase mortecina: «¡Ve a abrir la llave del gas!»… Y luego: «¡Las tiras de papel de goma están en el armario de la cocina!»… Y así, una frase de la muñeca y una intervención de la voz metálica, que iba contando todo el proceso que llevó hasta la muerte del profesor Wiener y de su mujer, a manos de una hija de cuatro años que había sido solamente un instrumento de algo monstruoso que la utilizó para sus fines macabros.
Dener tardó un largo instante en reaccionar. Luego, lentamente, marcó el número de teléfono de la comisaría.
– De modo que era eso… -murmuró el comisario, igualmente asustado, al escuchar la cinta que había grabado el doctor Dener-. Una muñeca que dicta órdenes de muerte y un extraño ser que habla sin pronunciar palabra… Pero, ¿por qué todo eso?…
Guardaron los dos silencio durante unos instantes. Ese por qué estaba fuera de su alcance. Dener levantó los ojos hacia el comisario.
– ¿Cuáles eran concretamente los trabajos a que se dedicaba el profesor Wiener?
El comisario se encogió de hombros:
– Genética, ya sabe… Para mí, como si fuera sánscrito o teoría de la relatividad.
– ¿Y no ha pensado en la posibilidad de que, precisamente en los trabajos de Wiener estuviera la causa de su muerte?
– ¿Qué quiere decir? -sonrió incrédulo el policía.
– Realmente, no lo sé… Pero pienso ahora en todo lo que me dijo usted mismo: que el matrimonio no tenía dinero para que alguien le envidiase… No se les conocía ningún enemigo, ni nadie parecía desearles nada malo, ¿no es eso?… Sin embargo, este artilugio no ha sido hecho por un loco, al menos eso se me ocurre pensar… Parece haber sido construido por alguien que conoce los efectos de los ultrasonidos en el subconsciente y que sabe cómo aplicarlos. Lo ha hecho alguien que sabe que una niña de cuatro años ignora aún una serie de reglas morales que un subconsciente adulto rechazaría. En fin, que tengo la impresión de que todo esto ha sido planeado por una mente superior… Es más, muy superior a lo corriente, porque yo mismo no conozco de ninguna experiencia aproximada antes de ahora.
El comisario no respondió inmediatamente. Pasó un momento de silencio, contemplando con atención la muñeca y tocó un timbre. Al agente que apareció inmediatamente en la puerta le entregó la muñeca, diciéndole:
– Entregue esto en el laboratorio… Que la despedacen con cuidado, que miren su funcionamiento y \s. materia con que ha sido construida. Todo.
Al salir el agente, el comisario se volvió a Dener:
– Doctor Dener, yo querría pedirle a usted un favor…
– Usted dirá.
– Usted es hombre de ciencia, aunque no se dedique a la genética… Podría sernos de mucha utilidad si colaborase todavía con nosotros…
– No sé cómo.
– Interrogando hábilmente a alguno de sus compañeros de trabajo, al profesor Spiros, por ejemplo, que era además vecino de los Wiener. Naturalmente, ocultaremos aún lo que sabemos, ¿me comprende?… No conviene sembrar la alarma, sobre todo si no hay motivo para ello. Spiros no sabe nada, únicamente que Wiener ha muerto y que sospechamos un suicidio. Fue eso lo que dijimos. Usted podría, como siquiatra, sacarle los motivos de ese pretendido suicidio, si es que está relacionada su muerte con el trabajo…
– ¿Suicidio?… ¿También usted cree en eso?… Bien, allá usted. Yo conocí a Wiener desde que llegué a los laboratorios, y de eso hace ya más de quince años. Ni él ni yo nos habíamos casado. Pero no, eso de suicidio nunca, ¿me entiende? ¡No se le habría pasado siquiera por la imaginación!… Era un hombre totalmente entregado a su trabajo, con una alegría por lo que estaba haciendo que se contagiaba a cuantos colaborábamos con él. Le diré más, nos contagió hasta tal punto que todos, ¿me entiende? ¡todos! llegamos a creer que nuestros trabajos serían coronados por el éxito, aunque de todas partes nos decían que eso era quemar etapas… ¡Eso nos decían! Quemar etapas con el tiempo… La gente es absurda. ¡Como si se pudiera ir en contra de la ciencia!… Se trabaja, se trabaja con un estímulo y eso es todo. Y si los propios científicos se han equivocado, ¡qué le vamos a hacer!… Ellos decían: ¡No, eso es imposible!… No se puede crear la vida artificial… Tendríamos que tener una preparación que no lograremos alcanzar hasta dentro de doscientos o trescientos años… Y con eso pretendían ya quemar nuestras naves y que dejásemos el trabajo, cuando Wiener y todos los que confiábamos en él estábamos seguros de que llegaríamos en unos meses más a buen puerto… Bien, Wiener ha muerto. Y, si ustedes creen que fue suicidio, allá ustedes… Pero Wiener no habría dejado por nada del mundo su trabajo a medio terminar. Sí, por supuesto, nos ha dejado suficientes datos de sus estudios como para que yo ahora pueda continuar su camino con buenas posibilidades de éxito, naturalmente… pero tardaré mucho más de lo que habría tardado él, porque él tenía en la mente todo el proceso que yo ahora tendré que reconstruir lentamente a partir de sus notas… Claro que lo haré, aunque se nos echen encima todos los científicos que no ven más allá de sus narices y que discuten el orden de las cosas… Mire, amigo, usted es siquiatra y a un siquiatra se le pueden contar muchas cosas, porque se convierte en una especie de sacerdote, aunque yo a los sacerdotes no les tenga mucha simpatía… Yo tengo mi teoría. A Wiener lo ha matado la envidia, ¿me entiende? Alguien que sabía lo que estaba haciendo y que no quería de ningún modo que llegase donde estaba a punto de llegar. A la policía no se le puede decir eso, pero a usted sí… Mire, mire usted este libro. Es de un escritor científico, uno de los más relevantes… ¡Mire lo que dice!… Y se llama avanzado… “La vida artificial no será obtenida antes del año 2070, una vez que haya sido alcanzado el total control de la herencia y el “engineering biológico”… Se llaman avanzados y caminan con los pies atados por el orden que ellos mismos han establecido… Wiener no era así. No publicaba cada uno de sus descubrimientos, ni se vanagloriaba por lo que iba a hacer… ¡pero iba a conseguirlo!… Y le aseguro a usted que, de hecho, estaba conseguido… Déme usted un plazo: tres, cuatro años a lo sumo. Verá cómo demuestro que Wiener tenía razón. Ahora bien: no crea usted que yo me voy a suicidar… Si alguna vez me ocurre algo, no crea lo que diga la policía… Le juro que no tengo ninguna intención de suicidarme… Es más, le diré que mi mujer y yo hemos estado esperando inútilmente un hijo durante mucho tiempo y que, por fin, ese hijo vendrá de un momento a otro… ¡Si le parece que no tengo bastantes motivos para seguir viviendo!…
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