Juan Atienza - La Maquina De Matar

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La voz se interrumpió un momento. Luego, como mucho más lejana, se dejó oír de nuevo:

“Gracias, doctor Dener… Diga usted a quien pueda creerle lo que le he dicho. Y advierta que actuaremos del mismo modo siempre que la necesidad nos obligue a ello…”

Dener sintió como si la diminuta figura del otro lado del arroyo se fuera empequeñeciendo, o como si se alejase a velocidad vertiginosa… sin moverse del sitio. Súbitamente, las proporciones y las perspectivas parecieron adquirir otra vez sus dimensiones normales y, mirando a su alrededor, se encontró sentado junto al brocal del pozo, solo y con la mente más despejada de lo que la había tenido en muchos días.

– Claro… -dudó el comisario, observando a Dener como podría éste haber mirado a uno de sus enfermos-. No pretenderá usted que le crea…

Dener ya esperaba aquello y se limitó a sonreír.

– Naturalmente que no… Sería absurdo intentarlo siquiera… Tendría usted que haber pasado por lo mismo que yo pasé para poderlo creer. Sin embargo… ¿tiene usted ahí los resultados del laboratorio?… ¿Han investigado a Miggy?

– Bueno, precisamente eso es lo extraño… -el comisario pasó al otro lado de su mesa y revolvió brevemente entre los papeles hasta encontrar uno-. Han analizado el plástico con que fue construida. Aquí es totalmente desconocida esa modalidad. Es más, ni siquiera está fabricado a base de polivinilo, sino a partir de una aleación extraña de bórax que, según el informe, es o debería ser imposible de obtener…

– ¿Y… en cuanto al mecanismo parlante?

– Dice aquí que un extraño procedimiento que consiste en células fotoeléctricas adaptadas a pilas de uranio 235 totalmente aislado para evitar la exteriorización de la radiactividad…

– Y dígame, comisario, ¿no se le ha ocurrido pensar en el dinero que costaría hoy esa muñeca puesta a la venta en un bazar?

El comisario señaló el informe del laboratorio.

– En el laboratorio han tenido la curiosidad de presupuestarla. Con precios de mercado, habría costado algo más de tres millones…

Dener se levantó, indignado ante la sangre fría del comisario.

– ¿Pero no se da usted cuenta?… ¡Ese juguete no puede estar a la venta!… Es… ¡es prohibitivo hasta para los más potentes multimillonarios!…

– ¿Y quién le dice a usted que no, amigo?… Esto no hace más que confirmar mi teoría… Una potencia extranjera ha utilizado este método para asesinar a un hombre que les resultaba peligroso… ¡No me venga usted con cuentos de fantasía científica!… ¡Si todo tiene explicación en este mundo!…

Dener salió desolado de la comisaría. Con esto no había contado… O, al menos, no había contado con tan brutal cerrazón. Lo mismo le había ocurrido horas antes, cuando fue a visitar por segunda vez a Spiros. Spiros se había reído de él, aunque tuvo que convenir en que el pasado del profesor Wiener era bastante oscuro. Pero también había encontrado una explicación a aquello:

– ¿Y qué quiere usted? En una época de persecuciones como la que estamos viviendo, los hombres sin patria abundan como las moscas. ¡Vaya usted a saber! Yo nunca se lo pregunté, ¡faltaría más!… Para mí, si era un judío alemán o un anticomunista ruso o un progresista americano, todo es lo mismo. Era un hombre de ciencia, y la ciencia no tiene patria… Tampoco yo la tengo, y es probable que mi hijo carezca de ella, cuando venga al mundo…

***

– ¡Mamá!… ¡Mamá!…

La señora Spiros se asomó a la ventana de la cocina. El pequeño Tab venía de la parte trasera de la casa jugueteando con algo que llevaba entre las manos.

– ¿Qué quieres?

– ¿Puedo quedarme con esto?

– ¿Qué es?…

– No sé, una caja de música, ¿no?…

– A ver…

El niño mostró a su madre lo que llevaba en las manos. Era una caja con un muñeco encima, un muñeco que, al apretar un botón azul que estaba disimulado entre las flores pintadas, se ponía en movimiento bailando una especie de alegre rigodón, acompañado por la musiquilla que salía de la caja. La señora Spiros miró al pequeño con un enfado divertido:

– ¿De dónde has sacado eso?

– Del pozo.

– ¿Y no había nadie?

– No…

– Se lo habrá olvidado algún niño, Tab… No es tuyo…

– ¿De quién es, entonces?…

La madre trató de decirlo, pero, en realidad, lo ignoraba totalmente. Se limitó a encogerse de hombros, volviendo a sus quehaceres de la cocina.

– Está bien, puedes quedártelo… ¡Pero se lo devolverás a su dueño, si aparece!…

– Sí, mamá…

Y el chiquillo, feliz como unas castañuelas, corrió hacia el jardín y se tumbó en la hierba. Nunca había tenido un juguete tan maravilloso. Apretó el botón y la musiquilla hizo bailar al muñeco. De vez en vez, entre las alegres notas del rigodón, se oyeron unos extraños chasquidos: “¡Prrrip!… ¡Prrrip!… ¡Prrip, prip!… ¡Prrrripl”…

ESPACIO VITAL

Lo peor era que aquello estaba ocurriendo en las noches más húmedas y pegajosas de agosto.

Intentaba conciliar el sueño manteniendo la ventana abierta de par en par. Pero aun así, junto con los ruidos nocturnos y las vaharadas de calor húmedo que subían desde la calle, los recuerdos se convertían en sensaciones y se encontraba de nuevo frente a la mesa de mármol, la luz cegadora de las lámparas fluorescentes sobre su cabeza… y el hedor insoportable de los cuerpos putrefactos. Y la sangre, sobre todo la sangre: pegajosa, medio coagulada, entremezclada con pelos rubios y fragmentos de cerebro, convirtiendo las cabezas destrozadas en guiñapos negruzcos de forma indescriptible.

Dio una vuelta en la cama y sintió náuseas. Imposible dormir. A lo lejos, el viejo reloj de la Universidad dio cuatro campanadas. Se levantó y tomó un somnífero. Pero sabía que, si las otras noches le habían hecho efecto las pastillas, esta noche sería inútil. Trató de quedarse quieto durante diez minutos, pero le era imposible relajarse. Se dio la vuelta, encendió la luz junto a la mesilla de noche y buscó los cigarrillos. El humo corrió caliente por su garganta, y los pies, en contacto con el suelo, refrescaron su cerebro embotado por el insomnio.

Cuando sonó el teléfono ya había adivinado que el comisario Kraut estaba al otro lado. Y sabía tambien por qué le llamaba. Las piernas le temblaban cuando descolgó el auricular y sintió en su garganta el gusto dulzón de la náusea, otra vez.

– Lebeau… -dijo, con un hilo de voz.

– Hola, doctor… Aquí Kraut… Le necesitamos.

– Ha… ha sucedido otra vez, ¿verdad?

– Sí…

– Como las otras veces…

– Exactamente igual… Bien, de todos modos, sólo le llamaba por avisarle… Si prefiere usted hacer la autopsia mañana temprano…

– No… En cualquier caso, no podía dormir. Voy ahora mismo…

– Está bien. Le esperaré…

Mientras se vestía, el doctor Lebeau maldijo el día y la hora en que tuvo la humorada de pedir plaza de médico forense adscrito a la comisaría del barrio de la Universidad. Ciertamente, las cosas no habían ido mal hasta entonces. Lo clásico: contusiones, informes, alguna que otra autopsia y un continuo experimentar sobre la psicología de los delincuentes, aunque aquella no era su labor específica. Pero ahora, desde que apareció el primer cadáver con el cráneo destrozado a golpes, una semana antes, su cargo se había convertido en una constante pesadilla. Desde entonces, la visión de aquellos cadáveres se había repetido hasta cuatro veces; hoy era la quinta. Y siempre había sucedido igual, como si cada uno de los cuatro crímenes misteriosos no hubiera sido más que un calco del primero. Siempre se había tratado de hombres de la misma edad aproximada: unos treinta años. Musculosos, de más de uno ochenta de estatura y cabellos rubios. Sus rostros habían sido siempre imposibles de identificar, pero Lebeau habría jurado que los cuatro hombres, cuando vivían, se parecían como gotas de agua. En cualquier caso, sus cuerpos eran muy semejantes y la extraña señal tatuada sobre el antebrazo era idéntica en cada uno de ellos. Los cuatro habían sido hallados en los estercoleros que rodeaban los antiguos edificios de los servicios de la Universidad, ahora abandonados. Y todos ellos mostraban señales de haber sido asesinados entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas antes de su hallazgo por la patrulla de seguridad nocturna. Sobre sus ropas no se había encontrado ningún documento o papel que pudiera arrojar la menor luz sobre su personalidad, pero esas ropas, de buena calidad, aunque de corte bastante burdo, daban la impresión de que sus propietarios habían sido en vida hombres con dinero pero sin tiempo para procurarse un buen sastre.

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