Juan Atienza - La Maquina De Matar

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Lebeau no pudo reprimir una sonrisa al descubrirse con semejante pensamiento. ¡Estaba en contacto con cadáveres horriblemente destrozados y se le ocurría recordar unas características absurdas que, en todo caso, únicamente podrían haber interesado a la policía! A él le habría bastado con certificar, una vez más, que la causa de la muerte se debía a la destrucción total del cráneo, con aplastamiento de la masa cerebral y de todos los órganos vitales. Y ahora, otra vez: la quinta.

El aire de la noche entrando por la ventanilla de su automóvil le despejó y, por unos momentos, le hizo pensar que la cosa no era tan grave. Hasta se rió un poco de sí mismo, por las horas de insomnio que le había estado costando aquella ristra de muertos espantosos. Luego, subiendo las escaleras blancas que conducían a su departamento, se sorprendió a sí mismo silbando una cancioncilla. El somnífero le había servido de sedante y, si no le había permitido dormir, al menos le ayudaría a mantener firme el pulso cuando tuviera que empuñar el bisturí.

El pasillo estaba totalmente iluminado y, al fondo, en la antesala del cuarto de autopsias, vio sentada la figura oscura y rechoncha del comisario Kraut. El comisario se levantó al oír sus pasos y trató de sonreír a través de aquella palidez verdosa que proclamaba la visión desagradable que había tenido que soportar algún tiempo antes. Los dos hombres se estrecharon las manos como autómatas.

– Gracias por haber venido…

– No tiene importancia. De todos modos, no lograba dormir…

– Yo tampoco, Lebeau…

– ¿Alguna cosa especial?

– Nosotros no hemos descubierto ninguna… Todo es exactamente igual que las otras veces, al parecer. Todo.

El auxiliar sanitario se acercó al forense, le ayudó a quitarse la chaqueta y comenzó a ponerle la bata verde.

– Pero tendrán ustedes algún indicio.

– Ojalá… Hasta ahora, nada. Hemos movilizado a las comisarías de todo el país, dando los datos que hemos podido reunir. En ninguna parte se ha notado la desaparición de nadie que responda a las características de… nuestros hombres. Y ése era el único método que teníamos para haber hecho algún progreso. Ni siquiera la policía de fronteras ha registrado desde hace un año ninguna entrada de nadie que pudiera tener las características de éstos…

Y, al decirlo, señaló con el pulgar a sus espaldas, hacia la puerta que daba entrada al cuarto de las autopsias. Lebeau se puso lentamente los guantes de goma y se ajustó el bonete verde y la máscara. Luego se volvió al auxiliar, que le miraba con ojos casi suplicantes. El forense sonrió y le dio una amistosa palmada en el hombro.

– ¡Animo, muchacho!… Es el oficio…

– Ya sé, doctor. Pero de todos modos…

El comisario trató de reír ante el asco de aquel rostro que parecía acostumbrado a las visiones más horripilantes. Pero la mirada del viejo auxiliar le cortó la risa. El hombre dio un paso hacia el comisario, casi con odio.

– No se ría… Usted ha terminado de mirar… eso. Nosotros empezamos ahora…

– Vamos, Fred, si quieres, te sustituyo…

– Si lo dijera usted en serio…

– No. No lo digo en serio. Perdona…

Lebeau y Fred cruzaron sus miradas. Tenían que ir. El médico avanzó con paso firme hacia la puerta del cuarto de autopsias. Fred le siguió, remolón y, unos pasos antes de la puerta, se adelantó para abrírsela a su jefe y dejarle paso. Lebeau se detuvo en el umbral. El cuarto estaba fuertemente iluminado con la luz blanca de los tubos fluorescentes, que parecían reverberar en los azulejos de las paredes. Daba sensación de frío y, sin embargo, al entrar, el olor caliente del formol mezclado con el dulzón de la carne putrefacta le volvió a la horrible realidad de lo que tenía que hacer. Y allí, sobre la losa de mármol, estaba aquello. Otra vez.

***

A las seis y media de la madrugada, las nubes acumuladas durante el calor asfixiante de la noche habían cubierto totalmente el cielo, retrasando el alba y tiñendo las calles del barrio universitario con sombríos ocres. Lebeau dejó su coche frente a la entrada de la comisaría de policía y regresó a pie, para aprovechar el frescor de la madrugada. El barrio estaba a aquellas horas casi enteramente desierto y, cuando abandonó la calleja en la que estaba enclavado el puesto policial, y por la cual llegaban las parejas de agentes de la vigilancia nocturna de regreso al retén, se encontró solo entre aquellas casas que, en su mayor parte, eran pensiones destinadas a estudiantes y que ahora, en época de verano, se encontraban casi totalmente abandonadas.

Sentía la necesidad absoluta de estar solo, de recorrer despacio las callejas desiertas y olvidar, si podía, el espectáculo que había vivido unos momentos antes y que, después de haberse repetido por quinta vez en una semana, se estaba convirtiendo en una obsesión imposible de rechazar de la mente.

Aquello tenía que ser obra de un odio total, un odio que el pensamiento de Lebeau no lograba alcanzar en su absoluta integridad. Únicamente un odio más allá de toda medida humana podía ensañarse de aquel modo con sus víctimas, hasta deshacer en ellas el más remoto recuerdo de lo que habían sido en vida. Aquellos cráneos destrozados clamaban en la cabeza del forense con gritos de rabia. El asesino, quienquiera que fuese, había borrado brutalmente del mundo a aquellos seres, haciéndolos desaparecer y convertirse únicamente en una incompleta ficha policial. Ni rastro de quienes fueron, ni el recuerdo de alguien que pudiera conocer siquiera a uno de ellos, ni una fotografía que les representase en vida, ni un nombre. Nada, absolutamente nada, como si nunca hubieran existido, como si desde el principio del mundo hubieran sido únicamente unos cadáveres putrefactos, destrozados, irreconocibles. La única pista -si es que pista podía llamarse a aquel indicio sin pies ni cabeza- era la comunidad de aquellos hombres, la característica física que los hermanaba: aquella estatura superior, aquella pelambre rubia apenas entrevista entre la sangre coagulada, su edad… y el modo como habían sido asesinados.

Sumido en sus pensamientos, Lebeau apenas se dio cuenta de la figura pequeña y atlética que avanzaba lentamente unos pasos delante de él y que se detenía al escuchar los suyos. Tal vez por eso, tuvo un sobresalto involuntario al oírse llamar por su nombre:

– Buenos días, doctor Lebeau…

La voz tímida y apagada del hombrecillo le hizo volver en sí. Ante él estaba sonriendo, arrugada su nariz aguileña y brillante el cráneo rapado a la apagada luz del amanecer. Lebeau trató de plegarse a la realidad y sonrió con una mueca cansada.

– Buenos días…

– Temprano se levanta usted, doctor…

Lebeau no pudo contener ahora una sonrisa.

– ¿Y usted, profesor Braunstein?… Yo vengo de trabajar…

– Bien, yo voy ahora…

Echaron a andar los dos hombres por la acera, despacio, hacia la plaza de la Universidad. El profesor Braunstein trató de adaptar su paso corto a las zancadas lentas de Lebeau. El viejo tenía ganas de charla, no cabía duda.

– Da gusto entregarse en verano al trabajo, doctor… Ahora es mucho más fructífero, porque no tiene uno que estar pendiente de los muchachos que preguntan y preguntan y no dejan de preguntar en todo el día… Ahora me encierro en el laboratorio y el tiempo es mío… ¡Totalmente mío!

– ¿Y no se toma usted vacaciones, profesor?…

– ¿Vacaciones?… ¿Quiere usted más vacaciones que estar haciendo lo que uno desea?… ¡Estas son mis vacaciones!…

Lebeau fijó su mirada franca en el anciano pequeño y musculoso que caminaba a pasitos rápidos a su lado. Sentía simpatía por aquel antiguo exiliado judío que se había adaptado como un guante a la vida universitaria de la vieja ciudad. Sentía simpatía por él y sabía que era el ídolo de sus alumnos y uno de los cerebros importados más valiosos del país. Más de una vez el profesor Braunstein había tenido que interrumpir sus clases universitarias para incorporarse a alguna tarea especial encargada por el Gobierno, pero sabía igualmente que el viejo Braunstein sólo se sentía feliz entre las paredes de su laboratorio de física, al que el propio Gobierno había dotado de todos los adelantos que el viejo profesor tuvo la ocurrencia de pedir. Sí, sin duda el Gobierno sabía que cualquier capricho de Braunstein era una buena inversión en el futuro, aunque ignorase absolutamente el destino que Braunstein daría a cada nueva instalación. En el fondo, Lebeau envidiaba al profesor, con una envidia sana que no era más que reconocimiento de sus propias limitaciones profesionales.

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