Juan Atienza - La Maquina De Matar
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– No lo sé, por eso se lo preguntaba… Los cuerpos no ofrecían ninguna señal, ya se lo consigné en el informe…
– Pudieron no tener tiempo de defenderse…
– O pudieron hacerle algo al asesino antes de que él lograse matarles…
– Tal vez… ¿por qué?
– Porque, en ese caso, el asesino tendría señales que…
Le interrumpió la carcajada de Kraut.
– ¡No sueñe, Lebeau!… ¡Tres millones de habitantes, piénselo!… Treinta mil accidentes diarios, doscientas riñas callejeras por término medio, cuatrocientos quince atropellos. ¡Busque usted un asesino entre todos!…
– Un asesino que mata hombres de más de uno ochenta de estatura, rubios y de treinta años.
Kraut se le quedó mirando un instante, sosteniendo la mirada angustiosa de Lebeau.
– Oiga, Lebeau… Ha tenido usted una idea…
– ¿Yo?…
– Sí, usted… ¿Por qué no hemos de ponerle un cebo a ese maníaco?
En los días siguientes, diez agentes escogidos entre los que tenían unas características físicas más o menos idénticas a los hombres asesinados se pasearon día y noche por la ciudad, procurando pasar lo menos inadvertidos posible y recorrieron todos los barrios, cafés de mala nota y prostíbulos en los que, de un modo u otro, cupiera la posibilidad de encontrar a un asesino.
Transcurrió una semana totalmente inútil. Una semana en la que los agentes seleccionados pudieron revolver la ciudad y hacerse ver, en una u otra ocasión, por cada uno de sus tres millones de habitantes. Una semana en la que, además, no volvió a aparecer ningún nuevo asesinado.
Habría parecido que los temores de la policía no iban a confirmarse. La vida en la comisaría resbalaba lenta y pegajosa, como la de toda la ciudad inundada de calor. Los informes sobre los cinco extraños asesinatos fueron acumulándose, sin que nada pudiera sobrepasar las sospechas de una porción de testigos que, en su mayoría, trataban únicamente de hacerse notar por su celo ante la justicia, sin que nada interesante respaldase sus oscuras declaraciones insensatas.
Los informes pedidos a los distintos organismos judiciales no arrojaron tampoco ninguna luz. Se analizaron las ropas de los muertos y la conclusión que sacaron los peritos, después de consultar con los más importantes fabricantes de tejidos, era que aquellas prendas parecían de artesanía y que, probablemente, ninguno de los grandes telares industriales del país las había confeccionado.
Se consultó igualmente a los pocos tatuadores profesionales que aún subsistían miserablemente en su negocio. Ninguno de ellos pudo haber hecho el tatuaje cuidadosísimo que apareció en los brazos de los muertos. Y en ninguna parte se pudo saber lo que significaba. Porque aquel trabajo parecía deberse, más que a un capricho, a alguna señal distintiva de rango o de profesión.
Parecía… Todo parecía y en nada se asentaba una absoluta seguridad. Por eso el mismo Lebeau no había sido capaz de exteriorizar ante el comisario ni ante nadie el recóndito temor que le atenazaba desde el día en que tropezó al amanecer con la silueta pequeña y fornida del viejo físico. Aquello tenía que saberlo por sí mismo, y las razones que tenía para que fuera así eran poderosas. En primer lugar, él no era un investigador profesional y sus relaciones con la justicia eran puramente empíricas, sin que nada ni nadie tuviera que darle crédito por una sospecha sin fundamento. Pero, además, se trataba del profesor Braunstein y había que pensarlo muchas veces antes de ponerle la mano encima a una eminencia que se entregaba en cuerpo y alma al servicio incondicional del país, hasta constituir prácticamente su gloria más brillante. Ya nadie recordaba la época, treinta años antes, en que Braunstein llegó refugiado desde su lejana patria de la Europa Oriental, perseguido por la furibunda oleada de racismo. Nadie recordaba que llegó solo, con todos sus parientes y amigos asesinados en nombre de una extraña definición de la palabra “raza”. Sabían sólo que Braunstein se debía a su patria adoptiva y que cada paso de su investigación llevaba a esa patria un paso más adelante sobre el nivel del progreso de los demás países. Eso era lo que importaba, lo que hacía del profesor Braunstein un intocable, a pesar de todo cuanto Lebeau sospechase que podía haber hecho.
Sin embargo, no osó dar un solo paso hasta que, diez días después de haber sido hallado el último cadáver, apareció otro, en el mismo lugar y en las mismas circunstancias que los anteriores. El hallazgo se efectuó a plena luz del día y, si con los anteriores logró la policía que la prensa se mantuviera absolutamente ignorante de los hechos, de tal modo que ningún periódico había dado la menor noticia de los anteriores hallazgos, esta vez los grandes titulares rompieron ruidosamente el secreto y pusieron en entredicho la eficacia de la policía nacional. La amenaza se cernía sobre todos sus componentes y las razones que sacó a relucir la prensa no permitían la menor excusa: seis cadáveres en dos semanas; ninguno de ellos identificado; la policía no logra saber ni siquiera quiénes eran esos hombres, ni de dónde venían. Se dudaba de que algún día se llegase a averiguar la identidad de su asesino. Atención: el pueblo está en peligro, en manos de un peligroso sádico asesino que la misma policía se declara incapaz de identificar.
– ¿Pero por qué dirán eso, Dios?… -Kraut arrojó desesperado el periódico sobre su mesa-. ¡Si creerán que así facilitan las cosas!…
– En cualquier caso, sólo los hombres rubios de treinta años pueden sentirse en peligro, ¿no cree usted? -preguntó Lebeau.
– Ni aún esos… ¿Qué ocurrió con nuestros cebos?… ¡Nada! ¡Absolutamente nada! Se metieron desarmados en la misma boca del lobo, se codearon con todo el mundo a todas horas del día y de la noche… ¡y no corrieron el menor peligro, se lo aseguro a usted, Lebeau!… ¡Si lográramos saber de dónde han salido los muertos!…
El siguiente paso de aquella policía desorientada fue el control total de todos los puestos fronterizos. Se trasmitieron órdenes tendientes a localizar y seguir a todos los extranjeros que entrasen en el país y que reuniesen las características físicas requeridas. En diez días más, mientras la prensa desataba su bilis contra las instituciones, veintinueve extranjeros fueron localizados, seguidos día y noche y controlados en cualquier movimiento. Aquellos hombres, ignorantes de la persecución de que eran objeto, hicieron turismo o se dedicaron impunemente a sus negocios. Y ninguno de ellos corrió el menor peligro durante su estancia en el país. Ninguno de los que les siguieron advirtieron nunca que les amenazase nada ni nadie.
Fue entonces cuando Lebeau decidió actuar por su cuenta.
Una cosa era cierta, ante todo: él, Lebeau, un médico forense sin amigos influyentes no podía ser tomado en cuenta si formulaba una acusación que, por lo demás -él mismo lo reconocía- era totalmente gratuita y sin más base que unas palabras cabalísticas sin apariencia de sentido. Jugaba su baza sobre una sospecha sin fundamento y sobre su corazonada. No había siquiera pensado en circunstancias, motivos, ocasiones, agravantes o atenuantes. Simplemente, se dejaba guiar por su instinto. Y él mismo sabía que su instinto nunca había sido nada especial en lo que pudiera confiar ni siquiera para una sospecha. Mucho menos para una acusación. Pero la visión de los cadáveres destrozados que él mismo había tenido que diseccionar estaba clavada en su mente. Y el hecho horrendo de aquellas muertes espantosas le llevaba directamente a sospechar de la ineficacia de la misma policía para la que estaba trabajando y, por aquel camino, al convencimiento de que aquella misma policía se vería con las manos atadas para actuar con libertad si llegaba a comprobarse que Braunstein tenía algo que ver con la muerte de seis hombres rubios de treinta años. Sabía también que, si llegaba a dar un paso en falso, no solamente pondría en peligro su reputación, sino su puesto y aun -le gustaba regodearse con el autosentimiento del martirio- su propia vida. Porque, si se hallaba sobre una pista cierta, él mismo podría ser la siguiente víctima. Todo esto le produjo una sensación de lástima por sí mismo y se sintió a gusto con ella, una vez que tomó media botella de ginebra pura para darse ánimos.
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