Juan Atienza - La Maquina De Matar
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– ¿A dónde?
– A mi casa…
Jud pareció pensarlo un instante.
– Pero se lo dirás a mamá, ¿verdad?… Si no, me buscaría.
– ¡Claro que se lo diremos!… Bien, la verdad es que ya se lo he dicho yo… -¿Y qué te contestó?
– Que sí, que podías venir y estar unos días conmigo…
– Bueno…
A lo largo de una semana, Dener convivió con Jud en su casa, jugó con ella y supo de la niña todo cuanto un padre podría haber sabido. Notó que la pequeña añoraba la presencia de sus padres, pero que con una inconsciencia propia de su corta edad, esperaba verlos aparecer de un instante a otro. Notó su carácter de niña mimada e inteligente, probó su índice de inteligencia a través de tests e hizo que la chiquilla le contase todos sus sueños, sus vivencias y sus aficiones, sus deseos y sus juegos preferidos. Lo supo todo menos cualquier cosa que pudiera ponerle sobre la pista de aquel hecho monstruoso que la policía parecía dispuesta a achacarle a toda costa. Nada de cuanto la niña decía o hacía podía llevar a tal conclusión. Y Dener quedó convencido de la inocencia de Judith. Por eso decidió, al cabo de una semana de intentos inútiles, ponerse en contacto con la policía. Quería romper una lanza por la inocencia de aquella chiquilla encantadora que, al cabo de los días pasados en su casa de solterón empedernido, perdida la novedad, comenzaba a añorar a sus padres desaparecidos.
Dejó a la pequeña dormida, abrazada a la muñeca que parecía ser su única compañera en la soledad y, ya entrada la noche, salió de su casa y se encaminó al despacho del comisario que le había encargado la investigación. El comisario escuchó pacientemente todos los argumentos de Dener, mezclados con disertaciones técnicas que querían demostrar precisamente que ellos, ¡ellos, la policía!, estaban equivocados. Movió la cabeza negativamente y este gesto hizo que el doctor se detuviera en su ardorosa defensa.
– Es inútil, doctor… Yo ignoro los motivos y, de hecho, ésta es la primera vez que nos hemos tropezado con una monstruosidad semejante. Pero, por desgracia, todas las pruebas están en contra de la niña.
Y volvió a enumerar todas aquellas que el doctor ya conocía, más las que posteriormente habían sido reunidas: las huellas de los piececillos en lo alto de la escalera que debió servirle para abrir la llave del gas; las tiras de papel engomado en el armario de sus juguetes; las muestras de saliva analizadas en el laboratorio policial, que coincidían con la de Judith; la ausencia de huellas que no fueran las de la pequeña o sus padres en la casa.
Todo era abrumador. Y Dener no podía argüir más que razonamientos mentales, cuando las pruebas que se le presentaban en contra eran de una materialidad tan real que no cabía ante ellas la controversia. Por otro lado, el comisario no era el absoluto profano que Dener había supuesto en un principio y así, fue el primer sorprendido cuando le oyó decir:
– Además, doctor… Usted me ha hablado de conversaciones y actitudes naturales… Pero no ha probado usted con otros… métodos.
Dener se sobresaltó:
– ¡Pero eso, en una niña de cuatro años, sería monstruoso!
– Lo reconozco. Monstruoso, esa es la palabra. Pero también necesario. Existe la hipnosis y, si la hipnosis no es su fuerte, existe también la escopolamina, doctor… Nosotros no podemos emplearla con un delincuente… pero usted sí puede utilizarla con un paciente que le haya sido confiado.
Dener observaba con horror al comisario, que guardó silencio un momento para continuar:
– Todo el misterio puede estar en el subconsciente de la pequeña, doctor… La justicia necesita comprobar esto. Piense que la policía podría buscar a un culpable y detener a un inocente. Y todo por unos instantes malos para la pequeña; unos instantes de los que ni siquiera iba a darse cuenta.
No cabía otra solución, hasta el mismo Dener tuvo que darse cuenta. Pero aun así, prefirió intentar la hipnosis antes que la droga. Judith fue fácil de hipnotizar; su mente virgen no ofreció ninguna resistencia y, en pocos segundos, estuvo dormida en el sofá, abrazando débilmente a su muñeca. Dener se acercó a ella, le quitó suavemente el juguete de entre los brazos y la llamó:
– Jud… ¡Jud!…
La niña abrió los ojos.
– Jud, ¿ sabes dónde están papá y mamá?
La niña afirmó con la cabeza, con un rostro inexpresivo y unos ojos que parecían mirar mucho más allá de Dener, hacia el infinito.
– ¿Dónde están?
– Han muerto…
¡Luego era cierto!… La niña sabía cuál había sido la suerte de sus padres. El subconsciente lo sabía. Dener sintió un escalofrío correrle por la espalda. Si lo sabía, no era tan inocente, al menos, como él había supuesto.
– ¿Cómo han muerto, Jud?… ¿Lo sabes?
– Han muerto… -repitió la niña, con un tono monocorde.
– ¿Quién los ha matado?
– No lo sé… Han muerto… Tenían que morirse…
– ¿Por qué? -tembló la voz de Dener.
La niña tardó un momento en contestar, como si su mente buscase en lo más recóndito la respuesta.
– Lo dijo Miggy… Me lo decía siempre…
– ¿Quién es Miggy?
– Mi muñeca… Me lo decía siempre, cada vez…
– ¿Quién te dio a Miggy, Jud?… ¿Quién te la dio?
– Nadie… La encontré en el río, junto al brocal del pozo.
– ¿Y no había nadie cuando la encontraste?
– El señor… Pero estaba lejos, pescando…
– ¿Qué señor?
– El señor que me hablaba sin decir nada…
– ¿Y qué era lo que te decía Miggy?
– Muchas cosas… Me enseñó a abrir la llave de la cocina… Y me dijo que comprara el papel de pegar, para ponerlo de noche en las ventanas…
Dener sentía el sudor correrle por la espalda, aterrado. Decidió cortar rápidamente la sesión y, después de guardar la muñeca en uno de los cajones de su escritorio, despertó suavemente a Jud. La niña abrió los ojos despacio, contenta.
– iUy, me he dormido!…
– Sí, Jud, te has dormido… Anda, vete a jugar… Dile a la señora Plan que tienes hambre, que te dé algo de comer…
Esperó a que la pequeña hubiera salido y cerró con llave la puerta de su despacho. Nervioso, con la conciencia sobreexcitada por lo que comenzaba ahora a ver claro, abrió el cajón de su mesa y sacó de él a Miggy. En aquella muñeca que la niña había tenido siempre consigo como su único tesoro estaba -¡tenía que estar!- la clave de aquel misterio. Primero observó atentamente la muñeca. Se dio cuenta de que su aspecto no era tan corriente como había supuesto. Estaba construida con un material extraño, como si fuera piel suave, una piel sedosa y de tacto casi humano, caliente. Los ojos brillaban más de lo que habría sido lógico en un juguete, en una bolita de cristal pintado. Y la tela de que estaban construidos los vestidos era una tela demasiado sutil para lo que es corriente en la construcción de juguetes. Sin embargo, a pesar de su aparente fragilidad, no estaba rota. Y la niña había estado jugando con ella el tiempo suficiente para haber destrozado aquellos tejidos tan finos como papel de fumar.
Dener tiró suavemente de la cuerda de nylon que sobresalía en la espalda de la muñeca. La cuerda volvió a su sitio y del interior del juguete salió la voz metálica: «¡Ponme el vestido nuevo!»… «¡Prrrit!»… Tiró de nuevo: «¡Quiero ir a pasear!… ¡Prrit!»… Un nuevo tirón: «¡Prrrit!… Estoy cansada… ¡Prrrit!».
Aquellos extraños chasquidos que sonaban junto a las frases de la muñeca… Trató de distinguir en ellos algún sonido, pero era imposible. No parecían ser más que eso: chasquidos de la cinta o del hilo magnético. Y, sin embargo, ahí o en algún punto cercano podía estar la solución a aquellas pretendidas palabras de Miggy que Jud había escuchado.
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