Juan Atienza - La Maquina De Matar
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El profesor se detuvo y señaló ampliamente las secciones de la computadora, ahora en silencio.
– Eso es todo, señor Pragüe.
Nuevamente cambió una mirada con el Ministro, el cual, a su vez, hizo una seña al agente de la Seguridad Internacional. El agente asintió y puso en contacto el radioteléfono. Pragüe, sin comprender aún, miró alternativamente al ministro y a Granz, que en este momento extraía de su bolsillo interior una nueva tarjeta. Su mano temblaba al tendérsela a Pragüe.
– Aquí, señor Pragüe, está la única pregunta que le haremos hoy a la computadora. Probablemente tardaremos mucho tiempo en poder comprobar la autenticidad de su respuesta, pero nos servirá de pauta para nuestro futuro trabajo. La pregunta es: ¿ cuándo y dónde se manifestará el próximo estallido de violencia totalitaria en el mundo?… Plantee la pregunta, señor Pragüe.
Por un momento, la tarjeta vaciló en manos del ingeniero. No, no podía ser. La máquina no sería nunca capaz de ser adivina. El la había construido y lo sabía, ¡lo sabía con exactitud! Pero, en la fracción de un segundo, su mano había temblado. Sus ojos trataron de evitar en ese segundo los ojillos miopes de Granz, pero se repuso inmediatamente. La máquina nunca podría prevenir el curso de la Historia, a menos que la Historia fuera un encadenamiento de acontecimientos unidos por un destino inexorable.
Pragüe introdujo la tarjeta-pregunta en el ordenador. Conectó. Por un instante que a Pragüe se le hizo largo como una hora más, las luces de la computadora se encendieron y se apagaron, las cintas magnéticas buscaron el lugar exacto de la memoria que tenían que sacar a la luz. Y, en el interior los circuitos se pusieron en funcionamiento.
Los ojos de todos se volvieron insensiblemente hacia la máquina grabadora de las respuestas. Pragüe dio unos pasos hacia ella y su hombro tropezó con el hombro de Granz, que se estaba acercando en silencio.
De pronto, las teclas de la grabadora se movieron rápidamente, imprimiendo sobre el papel continuo primero una fecha: veintisiete de octubre de…
– ¡Es hoy mismo… -gritó el profesor. El ministro se lanzó sobre la grabadora, mirando el siguiente dato que iba a ser impreso.
La grabadora marcó unas cifras: grados, minutos, segundos y décimas de segundo de longitud Norte. Grados, minutos, segundos de latitud Oeste.
E inmediatamente una hora: 10'45 a.m.
Pragüe sintió que las piernas le flojeaban, mientras el Ministro arrancaba violentamente el trozo de papel y se lanzaba hacia el agente gritando:
– ¡Es aquí mismo, en la ciudad!… Rápido, comunique usted estas coordenadas y que se localice el lugar. Que esté preparada la fuerza de Seguridad: queda media hora escasa para…
Pragüe estaba junto a él y con su mano impidió que el agente descolgase aún el microteléfono. Tenía un nudo en la garganta al decir lentamente:
– No se molesten en buscar el lugar, yo se lo diré: los sótanos del bar Las Columnas, en la intersección de la calle veintiocho y la novena avenida…
LO PUESTO Y UN PARAGUAS
Jan Harzog, conocido en el mundo del hampa por El Castañas, salió del penal el 8 de mayo, después de haber cumplido cinco años, convicto -y nunca confeso- de haber participado en el robo con escalo de unos grandes almacenes de la capital.
Y nunca confesó su participación en el robo porque sabía que él no había tenido nada que ver con aquello, aunque le fue imposible probarlo y sus supuestos cómplices se negaron a eximirle de la responsabilidad que sólo a ellos atañía. Jan El Castañas fue declarado culpable y purgó una pena por algo que no había cometido. Pero lo tomó con resignación, porque no era la primera vez que le sucedía. A los siete años le dejó su padre sordo de una paliza por algo que había hecho su hermano. A los quince, le metieron en un correccional por haber violado a una muchacha con la que no había estado nunca y de la que sabía positivamente que coqueteaba -con todas sus consecuencias- con el primero que le enseñaba un billete. A los veinticinco tuvo que pasar dos años escondido en una buhardilla porque los amigos del barrio le acusaban de haber dado el soplo de un golpe del que no tenía la menor idea, y le perseguían con el propósito de cortarle algún miembro. Entre los veintisiete y los cuarenta conoció a toda la gente del Hampa de la capital y, gracias a esos conocimientos, pudo ir malviviendo al tiempo que perdía la poca fe que le quedaba en la Humanidad. Tres días después de su cuadragésimo aniversario le pescó la policía, y ahora, un día antes de cumplir los cuarenta y seis, le dejaron en la calle de nuevo, le devolvieron sus ropas y el viejo paraguas que eran toda su pertenencia en este mundo, y le entregaron un certificado en el que se hacía constar que, durante sus cinco años de estancia en el penal, había observado una conducta intachable.
A la puerta del penal, el Castañas observó durante largo rato la carretera, pensativo. Hacia el este, conducía a la capital. Hacia el oeste, se alejaba de ella. Y Jan decidió alejarse de cuanto había sido su vida con anterioridad a los cinco años pasados en el penal. Estaba harto de los que había tenido por amigos, estaba harto de los tugurios de mala muerte donde se pasaban las horas preparando golpes que nunca le habían sacado de la miseria. Estaba harto de las callejuelas de malos olores y de todos sus habitantes. Estaba harto del mundo, tan harto, que se habría tendido en la carretera para esperar el paso de un camión que terminase de una vez con todo. Pero prefirió por fin concederse una última oportunidad y echó a andar apoyándose en su viejo paraguas en la dirección que le alejaba de la capital.
Durmió en la cuneta de la carretera y pasó frío. Y, a la mañana siguiente, sintió un hambre que le corroía el estómago. Caminó de prisa durante una hora, para darse calor y, al cabo de ese tiempo, recordó que aquel era el día de su cumpleaños -cuarenta y seis- y vio la cerca de una granja y un hombre que trabajaba solo la huerta frontera a golpes de azadón.
Se acercó a él y, con la cara más alegre que pudo recordar, le comunicó dos cosas: que cumplía los cuarenta y seis aquel día y que tenía hambre. Y añadió:
– ¿No podría ayudarle en algo, a cambio de un poco de comida?
Al hombre le hizo tanta gracia escuchar algo tan absurdo que le dio trabajo.
– Mire, amigo: allá atrás, en la colina, ¿lo ve?…
– Sí, señor…
– Bien, hace así como cuatro años que no siembro. Hay que remover la tierra cosa de medio metro, desmenuzarla y nivelarla. Cuando haya terminado me avisa.
Y allá a la colina se fue Jan el Castañas, dispuesto a ganarse el sustento. Cavó la tierra durante dos horas y comió con apetito el plato de gachas que le trajo el campesino. Mientras comía, el hombre miró el trabajo y le indicó:
– Luego comience por ese lado… – señalando hacia la parte de la colina que quedaba oculta desde la casa de labor.
Jan comió con hambre de lechoncillo. Estaba ahito y eructó, no con satisfacción, sino como venganza al plato de gachas y a toda la comida hedionda que había tenido que soportar durante cinco años en el penal.
La parte trasera de la colina presentaba una zona chamuscada de unos cinco o seis metros de diámetro. Allí comenzó a cavar el Castañas de mala gana, ¡qué más le daba comenzar por un lado o por otro!
A la media hora de estar trabajando, le pareció notar algo duro bajo al azada. Se inclinó, dispuesto a quitar la piedra molesta y se dio cuenta de que el golpe había arrancado una esquirla de algo que parecía hueso. Una superficie blancuzca aparecía casi cubierta de tierra. Escarbó con las manos y puso al descubierto un cráneo. Era un cráneo grande, de bóveda muy levantada, como si su difunto propietario hubiese tenido la cabeza en forma de torre. El Castañas tuvo un sobresalto, miró por encima de la colina y comprobó que el campesino estaba muy lejos y no se ocuparía de él. Siguió escarbando con las manos y quedó al descubierto todo el esqueleto. Pertenecía a alguien que, en vida, no tuvo más allá de un metro treinta de estatura. Una parte de la columna vertebral, a la altura occipucio, aparecía hundida. Probablemente la muerte le había sobrevenido por un golpe muy fuerte recibido en aquella parte. Cuánto tiempo hacía de aquello, Jan no podía saberlo, naturalmente. Pero el esqueleto conservaba todavía algún resto de vestidura, como de tejido plástico. Junto al esqueleto descubrió una libreta de plástico con números escritos. Jan el Castañas pensó:
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