Juan Atienza - La Maquina De Matar

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– Y lo malo es que pretenderán ponerse hoy mismo en marcha, ¿no?…

– Tenlo por seguro…

– Pues con el sueño que tengo… -Dugall se interrumpió y se encogió de hombros-. Bueno, afortunadamente no podrán trabajar mucho, porque…

– ¿Tú crees? -le interrumpió Pragüe-. Hace dos meses que los ayudantes de Granz están repartidos en todas las máquinas taladradoras de la Casa confeccionando las fichas de información.

– ¡No!…

– Por desgracia, es cierto… Más de doce millones de tarjetas.

Dugall se encogió de hombros, calculando mentalmente.

– Bueno, eso es trabajo para una hora.

– Una hora para llenar la memoria. Luego…

– Claro, según le dé al viejo por preguntar, ¿no?…

Fue de una exactitud matemática. Mientras el reloj eléctrico que estaba instalado en la sala hacía sonar las nueve, se abrió la puerta acorazada y entró el profesor Granz, seguido por una extraña comitiva. Inmediatamente detrás de él venía el propio Ministro de Defensa, luego cinco ayudantes provistos de enormes carteras de cuero repletas, a continuación dos agentes de la Seguridad Internacional, que se apresuraron a instalar un equipo de radioteléfono, mientras los ayudantes del historiador iban colocando en orden, sobre la mesa vecina al Distribuidor, los millones de tarjetas perforadas en las que habían estado trabajando desde meses atrás. Los preparativos duraron un cuarto de hora y, durante él, apenas si se cambiaron las palabras más necesarias. El profesor Granz daba indudables muestras de excitación nerviosa. Miraba el computador, como si quisiera desentrañar el secreto de su funcionamiento, miraba a sus ayudantes, dándoles prisa con su impaciencia y miraba a los dos agentes que terminaban de instalar el radioteléfono. Las voces, siempre escasas, se dejaban oír tenuemente, como si los asistentes estuvieran concentrados en una operación casi religiosa. Pragüe observaba a unos y a otros y únicamente en Dugall encontraba respuesta al cúmulo de preguntas que se estaba haciendo. La respuesta muda de Dugall era un incontenible deseo de echarse a reír, ante la solemnidad inusitada que estaba tomando el acto.

Los ayudantes de Granz terminaron con su labor y se retiraron, cambiando un saludo en voz baja con el viejo catedrático. Por su parte, los dos agentes terminaron de instalar el radioteléfono y uno de ellos salió, quedándose el otro para hacerlo funcionar.

Quedaban cinco personas en la sala. La puerta acorazada se cerró, aislándoles del exterior, excepto por el tenue cable que estaba al mando del agente de la Seguridad. El profesor Granz cambió una mirada con el Ministro, una mirada en la que parecía pedir su gran oportunidad. El Ministro se sentó junto al agente de la Seguridad e hizo una seña con la cabeza. Entonces el profesor se volvió a Pragüe, al que no había mirado más que de reojo desde que entraron.

– Bien, señor Pragüe… ¿Podemos empezar?

– Cuando usted quiera, profesor…

– Primero… -señaló los montones ordenados de las tarjetas perforadas, repitiendo:- Primero habrá que meter todo eso en la memoria, me imagino…

– Eso es…

– Las tiene usted distribuidas por su orden: fechas y acontecimientos históricos, con precisión de su naturaleza y del lugar exacto en que ocurrieron.

Pragüe dio un respingo:

– ¡Pero profesor Granz!… La máquina no puede… ¡no puede localizar el lugar, sin tener en la memoria el más exacto mapamundi!… Y no ha sido construida para eso…

El profesor negó nerviosamente con la cabeza, como si quisiera apartar las dificultades.

– ¡No hace falta ningún mapa!… Están los lugares expresados por sus coordenadas geográficas… ¡y eso son números, señor Pragüe!… He estado informándome sobre esto, no crea que me he dedicado a esperar durante estos seis años… Supongo que bastarán las coordenadas, ¿no es eso?…

Pragüe afirmó con la cabeza. El profesor indicó nuevamente las tarjetas, impaciente.

– Entonces…

Fue una hora de silencio en los cinco hombres que ocupaban la sala de la máquina. Una hora durante la cual sólo se escuchó el breve rumor de la impresora y del complejo aparato distribuidor de las tarjetas. Pragüe y Dugall fueron introduciéndolas una a una. Una hora de labor continua y monótona, casi convertidos los dos hombres en parte constitutiva de la enorme máquina. El profesor y el ministro permanecían mudos, sentados en los sillones que se habían apropiado. El agente encargado del radioteléfono observaba curioso el funcionamiento de aquella máquina extraña, seguía con los ojos el constante parpadeo de las lucecillas de colores que se encendían y apagaban en torno suyo, el movimiento mecánico de las cintas magnéticas acumulando información que luego transmitirían a las memorias electrónicas.

Mientras introducían en la Distribuidora las últimas tarjetas, Pragüe levantó la mirada hacia el reloj. Pasaban pocos minutos de las diez. Pensó que Kunner y los demás compañeros ya estarían reunidos en los sótanos de Las Columnas, esperando su llegada para tomar la decisión final. Tal vez aún podría llegar a tiempo… si el profesor se conformaba con un ensayo de las posibilidades del computador.

Las últimas tarjetas desaparecieron por un instante en la garganta de la máquina, para volver a aparecer un minuto después por los pequeños vomitorios que las devolvían, una vez memorizadas por la computadora. Pragüe desconectó los mandos y se volvió. A diez centímetros de su rostro estaban los ojos cansados y miopes del profesor Granz. Pragüe contuvo un sobresalto.

– Ya está, profesor…

Granz afirmó con la cabeza. Cambió una mirada rápida con el Ministro y nuevamente se volvió hacia Pragüe.

– Bien, señor Pragüe… Supongo que ya es hora de que conozca usted el destino de nuestra computadora… -hablaba con la voz agitada, como si sintiera que iba a faltarle tiempo para lo que deseaba hacer-. Esta máquina, contra lo que usted habrá podido suponer, no obedece a ningún capricho… Ni siquiera fui yo quien tuvo la idea de que se construyera… En el fondo, yo mismo tengo mis dudas respecto a su eficacia… pero espero que su trabajo habrá sido tan completo como he tenido ocasión de ir comprobando. La idea partió del mismo señor Ministro de Defensa, en combinación con la Dirección de la Seguridad Internacional… Usted ya conoce la máquina computadora que emplea nuestro cuerpo de policía…

– La construí yo mismo, profesor -dijo Pragüe, impaciente.

– Lo sabía. Por eso fue usted el encargado de construir esta. Recapitulemos: la máquina computadora del cuerpo de Policía ha ido reuniendo en su memoria todos los delitos que han tenido lugar en el país desde hace diez años. Y ha sido tan eficaz su labor, que hoy la policía puede prevenir los delitos que van a suceder. Se pensó, por lo tanto, en una máquina mucho más potente, con una finalidad mucho más amplia… y también infinitamente más importante para la Humanidad.

Se aclaró la garganta y señaló el computador.

– Aquí han sido introducidos con la máxima exactitud todos los acontecimientos históricos que, en uno u otro sentido, han marcado fechas de extrema violencia para la Humanidad. Con una exactitud absoluta en el tiempo y en el espacio han sido consignados en las tarjetas perforadas. Ahí, señor Pragüe, están las fechas exactas de las matanzas de semitas por los egipcios; los lugares exactos de los emplazamientos de los circos romanos en las fechas justas en que fueron martirizados los primeros cristianos; la fecha y el lugar del asesinato de Julio César; de Miguel Servet; el lugar donde se fraguó la Revolución Francesa y cada uno de los síntomas que llevaron a su explosión y al Terror; la fecha y el lugar del asesinato de Lincoln, de Kennedy; el lugar del emplazamiento de los campos de exterminio, de Auschwitz y de Buchenwald, la fecha de las matanzas de Katyn; las fechas y los lugares de todas las batallas de la Humanidad; el emplazamiento exacto de las matanzas de Sharpeville; el incendio del Reichstag; la revolución rusa; las fechas y la situación de todas las manifestaciones racistas de la Humanidad, desde la época sumeria hasta la White Defence League; las explosiones antinegras de los Estados Unidos del Sur, con determinación del día exacto y del lugar donde sucedieron…

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