Juan Atienza - La Maquina De Matar
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Pragüe y Dugall trabajaron en aquella sala durante seis años. La monstruosa estructura del computador exigió que cada elemento fuera construido por separado, porque todo él constituyó un diseño totalmente distinto a cuantas calculadoras se habían construido hasta la fecha. Las mismas cintas magnéticas tuvieron que hacerse de un tamaño fuera del standard, para que pudieran albergar con comodidad y en el mínimo espacio la cantidad ingente de datos que constituiría la memoria electrónica de la máquina. Millones de circuitos de transistores repartirían los datos de la memoria en doce cajas metálicas, cada una de las cuales albergaría toda la información correspondiente a un milenio. Estas cajas metálicas tardaron, cada una, cuatro meses en ser instaladas a lo largo de la pared frontal del sótano del Instituto. Y, cuando la estructura de la memoria estuvo colocada, Pragüe y Dugall tardaron aún un año más en conectar todos sus circuitos a la gran central distribuidora de la memoria.
Cada cierto tiempo, siempre corto y siempre molesto, Granz o algún alto miembro del Ministerio de Defensa aparecían por el sótano -siempre guardado por fuerzas de la Seguridad del Gobierno, ante las que cada vez se tenían que exhibir los documentos- y esas visitas suponían para Pragüe un alto en el trabajo y una molestia, por la costumbre de fisgonear que, pasado el tiempo, se iba haciendo constante, sobre todo en el viejo historiador, que no veía el momento en que su Obra -como la llamaba ya, adjudicándose casi su construcción -se viera terminada. Las preguntas impertinentes de Granz eran siempre las mismas y Pragüe aprendió a lo largo de años que era mejor contestarlas que perder la paciencia con aquel hombre que, ya de por sí, aparecía como el más impaciente de cuantos, con relación a la máquina, se mantenían en contacto más o menos constante con el ingeniero.
– ¿Cuánto falta?
– No estará listo antes de dos años, profesor…
– Debería usted quemar etapas…
– No quedan etapas por quemar…
Y siempre la salida del profesor era una salida preocupada, como si temiera no llegar a tiempo de algo de suma importancia para él.
– ¿Pero por qué esa impaciencia? -preguntó Dugall.
Pragüe había tenido tiempo de formar su composición de lugar. Para él, ahora, después de haber cambiado impresiones con Kunner sobre aquel misterio que envolvía la construcción del computador electrónico, las cosas estaban claras.
– Es una medida propagandística del Gobierno. Se trata de dar un elemento colosal de cultura y se trata, al mismo tiempo, de no mostrar la tremenda cantidad de dinero que va a costar. Manteniendo el secreto de su construcción, se le dará publicidad cuando esté en funcionamiento y entonces, nadie preguntará cuánto tiempo y dinero costó la computadora. La computadora estará ahí, al servicio de lo que ellos llaman cultura y el Gobierno habrá ganado una baza inmensa ante sus electores…
Dugall se encogió de hombros.
– Pero el profesor Granz… ¡Es él el verdadero dueño de esto!…
– El lo disfrutará, ciertamente. Y, a su muerte, lo disfrutarán otros. Su impaciencia viene precisamente de esto. El viejo Granz teme no llegar a tiempo de gozar de su juguete…
Y Pragüe paseó la mirada por la alucinante red de colores que llenaban el piso y el techo, esperando el momento de entrar en los cubiles de las cajas. Habría querido tener su pequeña venganza en aquello, precisamente: en que el profesor Granz hubiera muerto antes de que la mastodóntica computadora estuviera terminada. Pero la salud del viejo parecía estar tan fuera de dudas como la inexorable realidad de que la computadora, lentamente, iba tomando forma. Y, con ella, tomaba forma igualmente el odio de Pragüe hacia una forma de gobierno que permitía aquel gasto de tiempo y dinero en cantidades astronómicas para servir a una ciencia tan caduca como la historia.
Confesó a Kunner el odio que iba acumulando y Kunner rió con aquella risa casi sádica que había enervado a Pragüe la primera vez que la escuchó:
– ¡Pero Pragüe, camarada!… ¡No estás haciendo un trabajo inútil!… La computadora podrá tener otros empleos, ¿no es cierto?
– Podría emplearse en mil cosas más importantes que aquella a que la han destinado. Prácticamente, con la red de circuitos y la memoria que tendrá, podría regir sin fallos a todo el país.
– ¡Magnífico! También nosotros emplearemos máquinas, ¿por qué no?… Emplearemos cualquier cosa que nos sea útil. Y tu computadora lo será, Pragüe… ¡lo será!
La extraña comunidad mesiánica de Kunner creció con la computadora de Pragüe y estuvo lista para entrar en acción al mismo tiempo que la máquina.
Faltaban diez minutos para las nueve. Y una hora y diez minutos para la cita con Kunner. La cita en la que tendría que decidirse si, en aquel mismo instante, se pasaba definitivamente a la acción directa que el mesiánico jefe había estado preconizando durante años y aplazado día a día, hasta que el momento propicio hubiera llegado.
Ahora, el momento era propicio, efectivamente. Tenían la seguridad de que, en media hora, podrían controlar los puntos clave de la capital. Y que, con un golpe de fuerza espectacular -una fuerza que habían ido reuniendo en el más absoluto secreto- caería el Gobierno y comenzaría una nueva vida que el mismo Pragüe no sabía exactamente en qué iba a consistir, pero que significaría, al menos, un cambio fundamental frente a lo que se había estado soportando hasta el momento. Habría muertes -nadie lo dudaba y el mismo Kunner lo había avisado con una especie de regocijo que a Pragüe le había revuelto el estómago-, pero esas muertes eran necesarias, como sería necesaria la violencia y el arrancar de raíz todo cuanto conectase eventualmente el mundo antiguo con el que ellos se proponían crear. En ese nuevo mundo no habría sitio para muchos, de eso no cabía duda. Habría que exterminar de un modo u otro a una parte considerable de la humanidad y a otra habría que aislarla para que su funesta influencia no se siguiera extendiendo entre la élite, o para que no constituyese élite por sí misma, como ahora constituía.
El momento era propicio, Pragüe se había dado perfecta cuenta de ello. El Gobierno, pasado aquel instante histérico en el que, aún no sabía por qué, había desencadenado la secreta ola de persecuciones en torno a la construcción de la computadora gigantesca que hoy estaba terminada, había vuelto a la molicie de la paz total, una vez asegurado el secreto por parte de los que intervenían en el proyecto y que, salvo las lucubraciones lógicas de Pragüe y de Dugall, no sabían de él más que su inmediata realidad, ignorando cuanto pudiera afectar a su futura aplicación. La vida y el trabajo cotidiano habían hecho que se convirtiera en una costumbre la presencia de la Policía de Seguridad que seguía guardando desde el exterior la sala donde se construía la computadora, las visitas periódicas de Granz acompañado de miembros del ministerio de Defensa, las preguntas siempre iguales… Habían sido seis años ininterrumpidos de trabajo, seis años a lo largo de los cuales los misterios se habían convertido en hábitos y la curiosidad se había adormecido. Seis años en los que el odio por un trabajo hecho a ciegas se había convertido en Pragüe en un convencimiento total e igualmente ciego de la necesidad del cambio que preconizaba Kunner y aceptaban los exaltados mesiánicos.
Dugall apareció por detrás de la distribuidora nuevamente. Sin duda, se había adormilado. Venía restregándose los ojos y murmurando entre un bostezo y otro;
– Son casi las nueve… No se retrasarán, supongo…
Pragüe sonrió, levantándose.
– ¿Se han retrasado alguna vez?
– No, que yo recuerde…
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